martes, 21 de diciembre de 2021

EL AÑO DE PEPE LUIS

Por Antonio Luis Aguilera

Pepe Luis Vázquez 

Hay que tener mucho cuidado con los «doctores taurinos» que acuden a prestigiosos foros para ser protagonistas de coloquios donde se propaga la confusión. Con motivo de cumplirse hoy el centenario del nacimiento de Pepe Luis Vázquez, se están celebrando en Sevilla diversos actos para glosar sobre la figura del memorable torero, pero no en todos se le está guardando el respeto que merece a la historia del toreo. Que el conferenciante ostente un buen curriculum como docente, y ocupe la tribuna taurina de un importante periódico, no significa que esté capacitado para escribir o hablar de toros si sus juicios carecen de objetividad. No puede estarlo desde el momento en que se ignora el curso de los acontecimientos protagonizados por los que escribieron la historia.

Pepe Luis y Manolete

Para hablar bien de Pepe Luis no es necesario hablar mal o con desangelado desdén de sus compañeros de época, porque puede que el «prestigioso orador» quede con el culo al aire, de olvidar que la época de Pepe Luis la protagonizó «Manolete», que fue quien mandó en el toreo de los años cuarenta, y el que implantó de forma definitiva el sistema de toreo actual, el que quedaría establecido como canon para todas las generaciones de toreros que vendrían después: el ligado en redondo. Sin embargo, resulta chocante observar la exaltación de los pensamientos de Marcial Lalanda y de Domingo Ortega, quienes nunca perdonaron a «Manolete» que les adelantara la retirada del toreo. Por esta razón, no es de recibo que para glosar la figura de Pepe Luis —que siempre habló bien de «Manolete» como éste a su vez lo hizo de él—, se esboce una desafortunada y vaga referencia del dueño y señor de aquella época, como un torero perfilero que mataba muy bien; o que al contemplar la historia se aluda insulsamente al creador de la faena moderna: Manuel Jiménez «Chicuelo». Como el burro da vueltas a la noria sin preguntar qué hace, afamados oradores manosean la historia sin saber qué dicen.

Sería triste romper la magia del año que Sevilla pretende dedicar a la figura del inolvidable y grandioso Pepe Luis, si para ello algunos pretenden colocarlo en el lugar que no ocupó en el toreo, o que para ensalzarlo caigan en el menosprecio de otros enormes toreros sevillanos, que como el «Sócrates de San Bernardo» expresaron su arte en los ruedos, cincelando en la historia las maravillosas huellas de su toreo, aunque sus figuras no hayan sido cinceladas en las estatuas toreras de la ciudad hispalense, como Pepín Martín Vázquez o Paco Camino. 

Ya está bien de escribir o hablar exaltando la prevalencia del toreo cambiado o de avance sobre el de reunión o ligado, cuando no se entiende o no se quiere entender que el toreo actual poco o nada tiene que ver con el de Domingo Ortega o el de Marcial, sino con el que reveló, alternando los terrenos para ligar los pases Manuel Jiménez «Chicuelo», al que siguen envolviendo en el papel de regalo de la chicuelina, sistema que consolidó definitivamente la irrepetible regularidad de «Manolete». No se puede desnudar a un santo para vestir a otro, ni se debe hablar de toros sin objetividad y perspectiva histórica. El público no puede salir confundido por lo que ha escuchado en el interior de un templo del toreo como es la Maestranza de Sevilla. Ni los profesionales del toreo mirarse en la puerta preguntándose qué hacen ellos allí. La historia es la historia, y porque cada cual ocupa su sitio hay que tratarla con el rigor y la seriedad que merece.  

sábado, 11 de diciembre de 2021

¿FELIZ NAVIDAD?

Por Antonio Gala

«Y nacerán también en un pesebre, o en un lugar peor...»

De cuanto tenemos, o podríamos tener, nada hay tan esencial como la vida. Nacer, en sí, siempre es hermoso y bueno. Es aparecer —¿desde donde?—, salir de la inexistencia, sumergirse en las inmensas mares de la vida, y ser a la vez un minúsculo recipiente de ella. Nacer es ingresar en la incontable hermandad de los hombres, en la impaciente y larga búsqueda del amor, en el fervoroso deseo de la verdad, a la que vemos tan turbia y tan lejana como el pez ve a la estrella. Un nacimiento habría de ser siempre una ocasión de gozo; una renovación de la eterna esperanza, esa hermana siamesa de la vida. Quizá no sea otro el simbolismo de la Navidad: alguien infinito que nace para compartir. Por eso aterra pensar en lo que la humanidad se ha convertido, y en lo injusto y atroz de sus repartos. No es ya nacer un paso —el primero— hacia la confusa majestad de ser hombre, hacia la improbable felicidad, hacia la verde y agridulce danza de la naturaleza. El hombre es una vida consciente de sí misma: eso es lo que lo erige en superior a todos los demás. Y eso es también lo que lo hace responsable. El tigre es inocente; el terremoto y el volcán y el ciclón son inocentes. El hombre no lo es. Tan solo con diez justos se habría salvado la Pentápolis; no se encontraron tantos. No; no en cualquier caso es nacer bueno y hermoso. Y quizá nos beneficie reflexionar en ello cuando conmemoramos un nacimiento que debió transformarnos, pero que no lo consiguió porque no nos dejamos transformar.

Cuarenta millones de personas mueren al año de hambre. Diecisiete millones de ellas son niños. No han cometido más falta que estar vivos. ¿No aterra? ¿No estremece? ¿Qué mundo, sordo y ciego, es éste, que se dispone cada año, volviendo la cabeza, a celebrar su Navidad? ¿Qué Navidad es la que celebra este mundo ensangrentado, egoísta, insolidario, devorador, materialista, estúpido? ¿En qué sinceridad podrá creerse? ¿Qué sinceridad cabe entre los mazapanes, Papá Noel, los espumillones, el abeto, el belén, los Reyes Magos? ¿Qué monstruosa comedia, autocomplacida y gestera, es la de las campañas navideñas de sentar un pobre a su mesa, o recordar a los negritos, o mandar un par de botellas y un jamón a la parroquia? Dos tercios de los hombres sufren tan solo por haber nacido. No penas finas, no penas imaginarias, no desazones por llegar más alto, o por ambiciones fracasadas, o por intentos contradichos: sufren por hambre: por hambre de justicia, por hambre de esperanza y por hambre de pan. Ven morir a sus hijos; se ven morir los unos a los otros irremediablemente. Mientras nosotros, en hogares tibios, sin la menor intención de darnos cuenta de esa roja marea de dolor, cantamos villancicos, lanzamos a Dios filiales guiños de complicidad, comemos hasta hartarnos, bebemos hasta hartarnos y celebramos nuestras Navidades. 

La humanidad no sabe, pues, dónde está el Norte

Nacer no es compartir. El sufrimiento de las dos terceras partes de la humanidad no lo comparte la otra. El Dios de amor, que nace para unos, no lo comparten todos. No sé si habrá otra vida, en que el Dios remunerador ponga las cosas en su sitio; ni siquiera es preciso que la haya para saber, en ésta, que la vida es lo esencial; que la humanidad que deja morir cada año, por hambre, a cuarenta millones de hijos suyos, es una inhumana humanidad. Y debe concluir. Quizá por eso, para concluir, se esfuerza  tanto en armarse; se esfuerza tanto en preparar su insensato suicidio. «Con el costo de un misil intercontinental se podrían plantar doscientos millones de árboles, regar un millón de hectáreas, dar de comer a cincuenta millones de niños». Para cubrir las necesidades de alimentos, vivienda, salud y escuela del tercer mundo (¿qué tercer mundo es ése?, ¿quién señala el primero y el segundo?, ¿quién discrimina aquí?)  se precisan diecisiete mil quinientos millones de dólares: la misma cifra que el primer mundo se gasta en armamento cada dos semanas. En armamento, es decir, en exactamente lo contrario. Porque aquella es la lista de la vida y ésta, la de la muerte. La humanidad no sabe, pues, dónde está el Norte: cree avanzar y regresa; cree progresar y vuelve a la caverna. Como si nada estuviese sucediendo, nos sentamos a cenar en Navidad, religiosos y alegres y seguros. Qué torpe farsa.

Somos culpables todos. Culpables «esas modas y esos gestos de asistencia, que proporcionan una buena conciencia barata y que no salvan a aquellos a quienes están destinados». Culpables «esas crueles e infecundas utopías, que sacrifican a los hombres actuales en nombre de un futuro proyecto de sociedad». Culpables los que entienden que, por ser antiabortistas, por ejemplo, han cumplido y defienden la vida de modo suficiente. Culpables quienes no damos valor de ley fundamental —sobre todas las otras: sobre todas— a la obligación de salvar a los vivos, de no matarlos y de no exterminarlos. Culpables los que olvidamos —al día siguiente de ver reportajes, fotografías, textos, atrocidades, razas atormentadas— lo que, para nuestra comodidad, nos conviene olvidar. Culpables porque hablamos de otras cosas, y no gritamos, ni exigimos, ni denunciamos, ni acusamos incesantemente. Culpables porque, como Caín, satisfechos y erguidos, poseemos la tierra sin sentir que nos llega hasta el pecho la sangre.

«El sufrimiento de las dos terceras partes de la humanidad no lo comparte la otra»

Pero ni en esta Navidad, ni en ninguna otra, las naciones poderosas van a mirar a las que no lo son. Para no verlas, tienen las serpentinas, los confetis, los globos, las comilonas, los amargos dulces de la Navidad. Para no verlas, tienen los problemas artificiales, los problemas secundarios, los problemas de ataque y de defensa que les plantea la política. La política gélida, que separa y se entroniza, sin saber cómo, en el caliente corazón de los hombres. La política desentendida y asesina, que actúa como si ser blanco o negro, pobre o rico, capitalista o comunista, musulmán o cristiano, significase algo ante el hecho de ser sencillamente hombres. Todos iguales en el fondo, todos de la misma estatura, todos con idénticas necesidades, todos llamados —cada cual a su hora— a la vida y a la muerte. ¿Es que en el destino de la humanidad está escrito algo más que la vida y la muerte?

No consintamos celebrar, con tal hipocresía, la natividad de un niño que sólo habló de amor: de renuncia, de entrega, de compasión, de comunión, de amor. Comamos y emborrachémonos hasta caer al suelo, pero sin poner como pretexto al niño de Belén. Porque la inmensa mayoría de los niños que nazcan esta noche tampoco encontrarán, para nacer, un sitio en la posada. Y nacerán también en un pesebre, o en un lugar peor, y no tendrán una mula y un buey que les vahee los pies, ni paja que los abrigue, ni les darán un cuenco de leche los pastores. Mientras ocurra esto, sospecho que no habrá coros de ángeles cantando la gloria de Dios en los cielos y anunciando la paz para los hombres. Lo diga quien lo diga, por muy alto que esté. Me temo que los ángeles no quieran arriesgarse en un mundo, donde diecisiete millones de niños se mueren cada año de hambre, al tiempo que se almacenan armas y armas para seguir matando a los que el hambre tenga a bien dejar vivos. 

Carta de Antonio Gala, de las aparecidas en El País dominical desde el 1 de febrero de 1981 hasta el 9 de enero de 1983 con el título «EN PROPIA MANO», recopiladas en el libro de igual título editado por Selecciones Austral, Espasa-Calpe, 1983.

 

miércoles, 8 de diciembre de 2021

RECORDANDO A RAFAEL MOLINA SÁNCHEZ “LAGARTIJO”

Por Rafael Sánchez González                                                     

Rafael Molina Lagartijo
                                             

Desde que muy joven me inicié como aficionado a la Fiesta de los toros, sentí gran interés por conocer la enorme riqueza que encierra la historia de la Tauromaquia, y uno de sus personajes que más me cautivaron fue Rafael Molina Sánchez Lagartijo, de quién el pasado día 27 se cumplieron ciento ochenta años de su nacimiento.

Introducirnos en el aluvión de datos que aporta su densa biografía, ni es mi intención ahora ni sabría en este momento por cuál de ellos declinarme, puesto que solo trato dedicar unas líneas en recuerdo de tan inmenso torero.

Lagartijo El Grande

Había en toda su figura tales atractivos, existía tal relación entre la suerte ejecutada, los medios de ejecución y la manera de practicarla, que no quedaba al espectador otro recurso que entregarse ante aquel artista incomparable y batir palmas a la serenidad, valor, aplomo y elegancia, a la maestría en una palabra, de tan incomparable coloso del toreo. El fondo y la forma se daban la mano para hacer de Lagartijo la personificación del torero más perfecto que hasta su retirada se había conocido y uno de los más completos que han existido. Hablar de la historia del Toreo y no citarle en primer término sería imperdonable, porque su señera figura alcanzó relieve de grandeza. La traza y la silueta de su cuerpo, hasta la elegancia de sus movimientos y la armonía de sus acciones en el ruedo, envolvían de plasticidad la lidia. Solo por verle hacer el paseíllo valía la pena pagar la entrada, llegó a decir de él Guerrita. Como también se decía, que componía una obra de arte cada vez que desplegaba su capote. Belleza helénica encarnada y viviente en su toreo. Tras los esbozos artísticos del patilludo diestro madrileño Cayetano Sanz, Lagartijo pasa por ser el torero de mayor arte que hasta entonces, e incluso muchos años después, han conocido los públicos. Lagartijo el Grande le llamaban en su tierra. 

Piconera con burro. Foto: Blog Notas Cordobesas de Paco Muñoz

Porque, Rafael Molina no solo fue grande como torero. En lo personal fue un hombre honrado y bueno; serio, pero ocurrente; altivo con los grandes y colaborador con los humildes. Que les preguntasen a los piconeros cordobeses de los que fue su ángel protector. Aquellos humildes hombres de un gremio muy extendido entonces en la ciudad siempre encontraron amparo en él, desde pagarles los borriquillos con los que portaban sus pesadas cargas, hasta bautizarles los hijos con la sola condición de que se les impusiera el nombre del Arcángel San Rafael. Asimismo, durante los últimos años de su vida mantuvo la costumbre de repartir todos los martes un plato de comida a los pobres que se acercaban a su domicilio. Y esa misma condición de generosa entrega personal la tuvo igualmente hacia sus compañeros. Quien desde su alejamiento de la profesión apenas salió de Córdoba, no dudó en viajar a Madrid para dar su último adiós al único espada que fue capaz de rivalizar firmemente con él durante veintitrés temporadas, Salvador Sánchez Frascuelo, ante cuyo cadáver se postró arrodillado, y sin poder evitar que unas lágrimas rodaran por su rostro exclamó: pobre Salvaór… tanto luchá pa esto.

Salvador Sánchez Frascuelo

Sobre tan extraordinario personaje ¿cómo podría yo resumir siquiera en el breve espacio de un artículo las hazañas de aquel torero excepcional, que comenzó a torear a los once años de edad y se alejó de los ruedos cumplidos ya los cincuenta y dos? Por cierto, enfrentándose en solitario a seis ejemplares de Veragua en la plaza de Villa y Corte. Si acaso, indicar que a lo largo de las veintiocho temporadas que ininterrumpidamente estuvo en activo, es decir, desde el 29 de septiembre de 1865 que recibió la alternativa en Úbeda (Jaén), al primer día de junio de 1893 que por última vez vistió el traje de luces, totalizó 1.632 corridas en las que estoqueó 4.867 toros, cifras de las que 404 y 894, respectivamente, corresponden a Madrid.

Aun cuando he dicho que no intentaría relatar ningún acontecimiento de su vida torera, permítaseme referir un breve suceso, al menos curioso, encontrado entre la documentación que sobre el primer califa tengo recogida.

Festejos en honor del príncipe Federico Guillermo

Funciones de teatro, revistas militares, recepciones y banquetes y hasta una corrida de toros se celebraron en Madrid, en noviembre de 1883, para festejar la visita del príncipe imperial Federico Guillermo, que sería último emperador de Alemania (1888-1918) y rey de Prusia. A tal fin, el domingo 25 de noviembre se organizó una función extraordinaria, que solo vino a engrosar las ganancias de la empresa, indemnizada además de manera oficial con diez mil pesetas, puesto que el ganado lidiado no añadió gloria alguna a la divisa de Veragua y, por lo tanto, aportaron muy poco al lucimiento de Lagartijo, Francisco Arjona Currito y Fernando Gómez Gallo, diestros cabeceros de aquella temporada en el coso matritense, festejo en el que Miguel Almendro, a la sazón banderillero a las órdenes de Fernando, mató en último lugar un sobrero de Eduardo Schelly, tan manso como los ejemplares del señor duque. Baste decir, que, según un revistero de la época, hubo momentos en que los espectadores que ocupaban las localidades altas se entretuvieron tratando de coger al vuelo, como si de moscas se trataran, los jilgueros que sobre sus cabezas revoloteaban.

Sonaron himnos nacionales y hubo brindis para el egregio forastero, que, junto a los reyes de España, Alfonso XII y María Cristina de Absburgo-Lorena, presenciaron el festejo desde el palco real, al que fueron invitados los cuatro espadas junto con un representante de sus respectivas cuadrillas, para saludar a Federico Guillermo, que, muy agradecido expresó su admiración hacia ellos, recibiendo de Lagartijo el estoque con el que había dado muerte a sus dos oponentes, obsequio que recogió manifestando que figuraría entre las espadas de Napoleón III y otros distinguidos militares en una vitrina de palacio, indicándole al conde de Solm que le facilitara los nombres de los cuatro matadores para poderles corresponder con un regalo personalizado.

Lagartijo en la plaza de Madrid

Al despedirse con unas palabras de elogio estrechó la mano a los ocho lidiadores presentes, y entendiendo Currito que les ofrecía su casa, respondió resuelto: en San Bernardo tiene usté la suya, donde quiera que pregunte le darán rasón. La cosa no deja de tener su gracia, pero es que, cuando ya regresaban en jardinera camino de la fonda, según se cuenta, Lagartijo le preguntó a su hermano: ¿tu crees que el hijo del Curro ha entendío al príncipe ese? Juan Molina, que en perspicacia superaba a Rafael, le contestó sorprendido: pero Rafaé, ¿tu va a jasé caso de un endividuo que está más volao que la veleta una torre?

Rafael Molina Sánchez Lagartijo. Un torero que no invadió normas ni borró jurisdicciones, sino que se atuvo a ellas y dentro de ellas fue un consumado maestro y la melodía torera más inspirada y bella vestida de luces. Fue el torero que, sin darse cuenta, promovió el renacimiento de la literatura taurina. Su nombre, escrito con letras de oro, engalana la historia del Toreo y es orgullo y gloria para la tierra que le vio nacer, hace ahora ciento ochenta años. 

miércoles, 1 de diciembre de 2021

«CALERITO»: MERECIDO RECUERDO

Por Antonio Luis Aguilera

El 22 de noviembre se presentó en Córdoba el libro «Manuel Calero Cantero “Calerito”. Merecido Recuerdo», dedicado a la memoria de este gran matador de toros de la década de los años cincuenta, al que una cruel enfermedad segó la vida a los 33 años de edad. El autor es el cordobés Domingo Echevarría Echevarría, que ya ha escrito varias obras taurinas, y ahora nos presenta esta lujosa publicación, editada por la Excma. Diputación Provincial de Córdoba.

Se trata de un volumen de gran formato (30 x 22 cm), que a través de más de seiscientas páginas viene a saldar una cuenta con la historia del toreo cordobés, al romper el silencio que han hallado las generaciones de aficionados, que por razones de edad no vieron al valiente torero de Villaviciosa, autor de una carrera que estuvo jalonada de importantes éxitos en las plazas de España y América. Un trabajo riguroso, excelentemente documentado fotográficamente, que inserta numerosas crónicas y comentarios de las revistas taurinas de su época. En suma, una magnífica labor de Domingo Echevarría, que no dejará indiferente a ningún aficionado que lea sus páginas para recrearse con esta biografía dedicada a Manuel Calero «Calerito».

«Calerito» toreando al natural. Foto Cuevas

El autor cuida los detalles al contar la vida del torero de principio a fin, desde la primera inquietud del joven Manuel por «ser gente» en el toreo hasta el triste final del que fuera llamado el «Lobo de Villaviciosa», narrando con armonía sus etapas de becerrista y novillero, en Valencia y Córdoba, hasta llegar a la soñada tarde de la alternativa en la plaza cordobesa de «Los Tejares», con un encierro de Galache, de manos de Agustín Parra «Parrita», en presencia de José María Martorell. A continuación analiza cada uno de los capítulos que el espada escribió en los ruedos, con la verdad de sus triunfos y el tributo de sus cornadas, durante las temporadas de 1948 a 1957. Tras un apéndice estadístico, el libro nos habla de la vida de Manuel fuera de las plazas, de sus últimas actuaciones en festivales benéficos a partir de 1958, y en su ameno discurrir hasta sorprende al lector descubriendo el parentesco de «Calerito» con «Manolete», vía José Dámaso Rodríguez «Pepete». Finalmente, la obra contempla la figura del matador desde las Bellas Artes, hasta llegar al día «del último viaje», en palabras del genial poeta Antonio Machado. Por supuesto, no podía faltar una referencia a la fundación del «Club Calerito», la peña taurina más antigua de Córdoba, que cada feria de mayo, en memoria de su titular, premia con la «oreja de oro» al novillero que más orejas corte en las novilladas con picadores —si las empresas las organizan—, ofreciendo imágenes de todos los espadas que han sido galardonados.

En Sevilla con el miura «Rosalino» al que cortó las dos orejas... (Foto Cano)

Recreándonos en las fotografías de la obra recordamos un comentario que siendo niños escuchábamos a los aficionados mayores. Hablaban del «toreo cordobés», de ese estilo que tras «Manolete», aceptaron y adoptaron los espadas de la tierra que le sucedieron para expresar su arte. Llama la atención observar como José María Martorell, «Calerito», o con menor fortuna en los ruedos Alfonso González «Chiquilín», manifestaron en las plazas la inmensa verdad del ajuste en el encuentro con el toro, y que con firmeza de plantas citaran con la muleta retrasada, ofreciendo su cuerpo con gallardía, aguantando —¡qué verbo más torero!— a que metiera la cara, para obligarlo con un toreo de manos bajas que eriza el vello y seca las gargantas, con ese arte sin fantasia, austero y seco, que acuñó el sello de «toreros de bragueta» para identificar a los toreros de esta tierra de califas.

... aunque la plaza pidió el rabo para el torero cordobés. Foto Cano

Aún recuerdo aquel soleado día del 13 de noviembre de 1960, cuando tenía cinco años y como cada día, de la mano de mi abuela Pilar pasaba por el coso de «Los Tejares», donde siempre me asomaba a la puerta grande para mirar el ruedo entre la ranura de sus grandes hojas. Aquella excelente aficionada se detuvo en el pasillo que separan las dos palmeras —por donde sacaban a hombros a los toreros en las tardes de triunfo—, y con lágrimas en los ojos liberó la pena que sentía rezando una oración por «Calerito». Después, como comentarista taurino, pude observar el respeto y la admiración con que todos los compañeros hablaban de aquel torero. Pero «Calerito» no tenía quien le escribiera. Me dolía el silencio que envolvía la figura del gran torero, ese que ahora ha roto magistralmente Domingo Echevarría, para hacer justicia y narrar con verbo fácil, sentida emoción y profunda admiración, la carrera de un torero de Córdoba que debe llenar de orgullo a la afición de su tierra.

El sereno valor de «Calerito»

SONETO A «CALERITO», de Domingo Echevarría. 

Habla la historia, Manuel, de tu tesón,

de tu firme valor y tu templanza;

de Rosalino, el Miura cornalón

de tu gesta triunfal en la Maestranza. 


De Madrina, aquella bella canción,

donde Juana cantaba a tu bonanza;

de tu vida torera, de tu pasión,

que se truncó tan llena de esperanza. 


Guarda el recuerdo de tu luz primera:

Villaviciosa, tu tierra serrana.

Valencia, el de tu juventud torera. 


Y tu Córdoba: su cariño infinito,

y el de su viejo río que aún emana

con tu esencia torera ¡Calerito!

Manuel Calero «Calerito». Foto Ortiz

jueves, 25 de noviembre de 2021

JOSELITO Y CORROCHANO: «EL PACTO DE LA ESTRECHA»

Por Antonio Luis Aguilera

El dominio de Joselito. Foto Serrano

El pasado mes de octubre fallecía en Madrid a los 89 años de edad Gonzalo Sánchez Conde, conocido en el mundo taurino por Gonzalito, descubridor de toreros como Víctor Mendes o El Cid, y mozo de espadas y hombre de confianza durante tres décadas de Curro Romero. Este andaluz de Gibraleón (Huelva), hombre afable y ameno, gran conversador sobre ese mundillo que tan bien conocía, contaba entre sus muchas anécdotas una que no es conocida por la afición: la causa de la estancia en Tánger de Gregorio Corrochano, crítico taurino del diario ABC.

Gregorio Corrochano

Manifestaba Gonzalito que entre los toreros a los que don Gregorio «zurraba la badana» estaba el malogrado espada valenciano Manolo Granero. En un encuentro del matador con el obispo de la ciudad del Turia, ante la extrañeza de la autoridad eclesiástica sobre la inquina que intuía en los afilados comentarios del redactor taurino, fue interpelado por la razón de esta, a lo que el torero contestó que él no se plegaba a ciertas pretensiones. El señor obispo, aficionado y seguidor del torero, elevó su queja e informó de la conversación a la dirección de ABC, que destinó temporalmente al cronista a Tánger como corresponsal de guerra. Sea como fuere, lo cierto y verdad es que el periodista dejó de escribir crónicas taurinas el 23 de julio de 1921 y marchó a Marruecos como corresponsal de guerra, retornando a la información taurina de ABC el 25 de octubre de 1922 (Manuel Granero fue corneado mortalmente en Madrid por el toro Pocapena, del Duque de Veragua, el 7 de mayo de 1922, cuando contaba veinte años de edad).

Excelente par de banderillas de Joselito en Madrid

Llama la atención de don Gregorio Corrochano, pródigo por su fecunda obra taurina en la tribuna más influyente de España —no menos pródiga en subjetividad y dogmatismo—, que durante su ejercicio en la crítica se posicionara contra tres toreros que resultaron determinantes en la Tauromaquia: Joselito, Chicuelo y Manolete, ni más ni menos que la terna que configura la columna vertebral del toreo moderno: el ligado en redondo, el sistema técnico que desde los años cuarenta del siglo XX sería adoptado definitivamente por la inmensa mayoría de los toreros para manifestar su arte. Podría decirse que los tuvo ante sus ojos, los miró y no los supo ver. No entendió su dimensión histórica. 

Bastantes años después de la muerte de José en Talavera, a modo de homenaje —eso sí, compartido—, escribiría el libro «Qué es torear. Introducción a las tauromaquias de Joselito, El Gallo y Domingo Ortega (1953)». También, ante la cogida mortal de Manolete solicitaría la gran Cruz de Beneficencia para el torero al que había llamado ventajista por torear de perfil, en clara insinuación de cobardía. Anteriormente, al gran Chicuelo, creador de la faena moderna, lo había envuelto en el papel de regalo de una chicuelina con el rótulo de fino torero sevillano. Inevitablemente hemos de recordar la acertada reflexión del gran pensador del toreo José Alameda: «¿Por qué en la historia se establecen dogmas? La historia no los establece. Los crean algunos críticos y, lo que es más grave, algunos profetas».

Plaza de toros Monumental de Sevilla

La ácida campaña contra Joselito se recrudeció desde la poderosa tribuna taurina de don Gregorio en 1919. Las aguas bajaban turbias desde la construcción de la plaza de toros Monumental de Sevilla, cuando la ciudad tenía su coso de ilustre abolengo, y la familia Luca de Tena, propietaria del diario ABC, mantenía estrechos lazos con los miembros de la Real Maestranza, que no veían con agrado la puesta en escena de otro palenque taurino que les hiciera la competencia. Así las cosas, influenciado o no por la dirección del periódico, Corrochano se posicionó abiertamente contra el espada sevillano, entusiasmado con el proyecto de levantar plazas de toros monumentales en España, para aumentar la capacidad de los recintos, y facilitar el acceso a las localidades baratas del público con escasos recursos económicos.

Gracias a la brillante idea de Joselito aún celebran corridas las plazas de Madrid o Pamplona —esta última réplica de la hispalense—. La plaza Monumental de Sevilla, con capacidad para 23.055 espectadores, fue inaugurada el 6 de junio de 1918 en terrenos de la zona de Nervión, clausurada el 8 de abril de 1921, tras la muete del torero, y derribada definitivamente en 1930. El Gobierno Civil firmaría la sentencia de una condena impuesta desde que fue proyectada. Después de tres años de competencia de ambos cosos, Sevilla recuperaba la normalidad con su plaza, la Real Maestranza, por la que había tomado partido don Gregorio cuando en ambas se celebraban funciones taurinas: «La Maestranza tiene la lozanía de una mujer joven; la Monumental es una jamona; guapa pero una jamona».

Desplante de Joselito en la plaza Monumental de Sevilla

La relación entre el influyente crítico y el grandioso torero era demasiado tensa. A Joselito le quitaba el sueño un acoso que consideraba tremendamente cruel e injusto, mientras desde su pedestal Corrochano no tuvo reparos en atacar al torero por todos los frentes, incluso aquellos que trascendían de la narración de los hechos en los ruedos, al insinuar la manipulación fraudulenta de los pitones de los toros en el cajón de curas del embarcadero ferroviario de «Los Merinales», o airear la tristeza que embargaba al joven diestro ante su amor imposible con Guadalupe de Pablo Romero, hija del famoso ganadero, quien se oponía a esta relación.

En la magnífica obra del periodista Paco Aguado «Joselito El Gallo, rey de los toreros» (publicada por Espasa Calpe en 1999, y reeditada por Editorial El Paseo en 2020), se cuenta que el cronista Don Justo reveló a finales de 1920 en la revista taurina The Times, la conversación íntima que mantuvo con el torero, cuando indignado por la despectiva crónica de Corrochano «Joselito torea en el patio de su casa», de la última corrida de la feria de San Miguel de Sevilla, le dijo:

 «—Es que es insaciable, ¡insaciable! —se quejaba José—. ¡Qué mala persona es ese hombre, Don Justo, qué mala persona!

—¿Pero no le has hecho muchos favores?

—Muchos, pero le vuelvo a decir que es insaciable. Yo no me merezco que me trate así. Ese hombre es mi sombra negra, me quita el sueño (…) No sé lo que quiere, pero le vamos a quitar la cabeza Don Justo».

Natural de Joselito en Barcelona. Foto Mateo

Tratando de reconducir la insostenible relación Ignacio Sánchez Mejías, matador de toros y cuñado de Joselito, propició un acercamiento entre el crítico y el torero para firmar la paz, encuentro que se conoce como el «Pacto de la Estrecha», porque tuvo lugar en el restaurante de este nombre, ubicado en la calle Mayor de Madrid, donde en un almuerzo José llegó al acuerdo de actuar por 5.000 pesetas —la mitad de sus honorarios por tarde— en la fatídica corrida del 16 de mayo de 1920 en Talavera de la Reina, localidad natal del crítico, organizada por unos familiares de este, y donde desgraciadamente  hallaría la muerte en las astas de Bailaor, de la ganadería de la Viuda de Ortega, que era doña María Josefa Corrochano, tía de don Gregorio, en un festejo que organizaba su hijo Venancio, propietario de la plaza.

No cabe la menor duda de que el destino de las personas no está en manos de los hombres, pero resulta penoso recordar que Joselito decidiera ir a torear a Talavera de la Reina para poner fin a un hostigamiento cruel e injusto, a un acoso periodístico que lamentable y accidentalmente acabó en fatal derribo, en el insospechado final de uno de los toreros determinantes y más importantes de la historia.

TEXTO RELACIONADO: VENCIDOS POR LA VIDA.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

EL PULSO ENTRE «CAMARÁ» Y EDUARDO PAGÉS

Por Antonio Luis Aguilera

«Manolete» en la torerísima pintura de Diego Ramos

En la entrada anterior, titulada «Morante prescide de comisionistas», nos referimos a la figura del apoderado, que si bien existe desde el siglo XIX, entonces eran más bien los hombres que hacían los recados de los toreros y todas las gestiones que los espadas determinaran. La figura del apoderado independiente, tal como la conocemos, fue instituida por el cordobés José Flores «Camará» —influenciado en la negociación de asuntos taurinos por José Gómez «Gallito», por el que sentía gran admiración, y con el que en su etapa de matador de toros procuraba dialogar en los largos viajes de ferrocarril—, como hombre de absoluta confianza, estratega, psicólogo y consejero del torero, a quien se debía exclusivamente. Por tanto, la única semejanza del apoderado independiente con el «comisionista» de toreros es que ambos cobran un porcentaje por festejo contratado.

Para ilustrar la importancia del apoderado independiente rescatamos un magnífico texto que ofrece buena prueba de ello, donde podrán comprobar lo que verdaderamente significaba esta figura, entregada por completo a los intereses de su torero, como hizo «Camará» cuando apoderando al «gallo de pelea» que representaba, defendió, como no se había conocido en las contrataciones de toreros, a Manuel Rodríguez «Manolete». Esta figura del apoderado independiente se basó en una relación de mutua confianza, donde uno mandó en el toreo de tablas hacia afuera, y el otro en los asuntos de su torero de tablas hacia adentro.

El testimonio nos lo ofrece el periodista mallorquín Guillermo Sureda Molina en su libro «Tauromaguia» (Colección Austral de Espasa Calpe, 1978), donde al referirse a las oligarquías taurinas y su objetivo de eliminar la figura del apoderado independiente, saca a la luz el inmenso poder que tuvo «Camará» por la incontestable forma de imponerse en los ruedos de «Manolete»:


«Camará» y «Manolete». Dos «gallos de pelea» del toreo


«Voy a contar un ejemplo, muy poco conocido por el público. En 1942, están en primerísima línea Manolete y Pepe Luis Vázquez, que luego se diluirá en “detalles” y … quites, sin perder nunca su categoría de gran torero. Se rumorea que Domingo Ortega vuelve a los toros, por lo que Camará va a hablar con el mentor de Pepe Luis para decirle: «Mire usted, yo creo que Ortega volverá el año que viene. Nosotros vamos a decirle a Pagés, que será quien lo apodere, que el dinero que debe darle a Manolo y a Pepe Luis debe ser tanto, pero que si durante el transcurso de la temporada aparece algún torero cobrando más, nosotros debemos aumentar nuestros honorarios hasta cobrar tanto como él, y esa cláusula debe figurar en los contratos. ¿Qué le parece a usted?» Flores, entonces mozo de espadas del torero sevillano, mira al mentor del torero, que asiente con la cabeza: «Creo que tiene usted razón».

Pasan algunos meses y llega el invierno de 1942, Pagés llama a Camará, que está en Córdoba, y le dice: «Voy mañana a Córdoba a charlar con usted». Ya están Pagés y Camará frente a frente. Dos linces taurinos. Charlan, charlan, luego discuten. Pero Pagés, al ver lo terne que está Camará, le dice con gesto de quien tiene los triunfos en la mano: «Debo advertirle a usted, antes de proseguir las conversaciones, que aquí tengo el contrato de Pepe Luis, en el que, como usted puede comprobar, no figura esa cláusula a la que usted alude». Camará calla, acusa el golpe y firma unas corridas con Pagés, que le dice: «Usted comprenderá que los empresarios también tenemos nuestro amor propio y yo no puedo firmar una cosa así».


«Manolete» reza en la Maestranza de Sevilla (19-4-1944)


Pasa la temporada de 1942, en la que, en efecto, ya bastante avanzada, reaparece Domingo Ortega cobrando, como se suponía, más dinero que Manolete, sin que por eso el cordobés deje de cumplirle al señor Pagés ni un solo contrato de los estipulados. Llega el año 1943 y Pagés y Camará se reúnen de nuevo para hablar de los contratos de Manolete. Empiezan a hablar y Camará lo primero que le dice a Pagés es lo siguiente: «Mire usted, don Eduardo, antes de hablar de contratos debo decirle que si quiere usted contratar a Manolo tiene que abonarle tal cantidad de dinero, que es la diferencia entre lo que cobró Ortega y lo que cobró Manolete en las plazas de usted el año pasado. Si no se le abona, no importa seguir hablando de negocios». Y Pagés contesta: «Vuelvo a decirle a usted que los empresarios también tenemos nuestro amor propio y que yo no puedo pasar de ninguna manera por esa exigencia». Y no hubo acuerdo entre el empresario y el apoderado. Por tanto, Manolete no toreó aquel año ninguna corrida en la que Pagés fue empresario. Manolete volvió a estar sensacional durante toda la temporada, hasta el punto de que, ya en San Sebastián, el público coreó unánime el nombre de ¡Manolete! ¡Manolete! y Pagés se tuvo que ir de su burladero discretamente.


 «Manolete» enseñoreó el toreo


Llega el invierno de 1944 y Manolete está en la cumbre, solo en lo alto, mandón y amo y señor del toreo. Y Pagés, al fin y al cabo hombre práctico, va a Madrid, al Hotel Victoria, a hablar con Camará. Cuando entra en la habitación de éste, lo primero que le dice es lo siguiente: «Me he dejado mi amor propio de empresario en la puerta del hotel». Y Camará le contesta: «Entonces, antes de empezar las conversaciones, debo decirle que tiene usted que abonarle a Manolo esas cien mil y pico de pesetas que hubo de diferencia entre lo que le dio usted a Ortega y lo que le dio a él». Y Pagés le dice: «¿Es eso una cuestión de gabinete?». Camará contesta: «Sí, lo es». «Bueno, pues aquí tiene usted el dinero». Y le alarga a Camará un cheque por el importe de aquella cantidad. Camará y Pagés, dos linces, firmaron de nuevo numerosos contratos y Manolete volvió a torear en las plazas que el primero era empresario. ¿Se concibe hoy en día una anécdota así?».

Pues con esta interrogación que concluye Guillermo Sureda este valioso testimonio finalizamos la entrada, que como continuación a la anterior ha pretendido diferenciar entre dos figuras que, pareciendo similares, no tienen nada que ver entre ellas: el apoderado independiente y el comisonista de toreros. 

jueves, 11 de noviembre de 2021

MORANTE PRESCINDE DE «COMISIONISTAS»

Por Antonio Luis Aguilera

Morante dibuja el toreo en redondo. Foto Conchitina (Diario El Mundo)

Parece que ha pasado desapercibida una de las grandes faenas de Morante de la Puebla durante la pasada temporada. Fue el día en que el diestro reparó que los grandes toreros se firmaban ellos solos las corridas en los ruedos, y decidió que no necesitaba «tributar» a ningún «comisionista» por descolgar el teléfono; que eso sabía hacerlo él, y después, para cobrar las corridas, le bastaba con llevar a una persona de confianza. Posiblemente añoró que la figura del apoderado independiente, sobre todo si conocía a fondo la profesión por haber sido torero, fue instituida como hombre de plena confianza, estratega, psicólogo y consejero, es decir, una persona dedicada absoluta y exclusivamente a su matador. La única semejanza del «comisionista» con el apoderado es que ambos perciben un porcentaje por festejo contratado.

El torero sevillano ha decidido dejar de pagar una elevada suma a un señor por coger el teléfono a las empresas, acordar el compromiso y finalmente cobrarlo; un señor con el que además no existe una relación de amistad o confianza, y que ha de llevar entre los de su tropa torera pagándole los gastos de locomoción, alojamiento y manutención, para que vea el espectáculo en el callejón de la plaza y luego vaya a cobrarlo. Un oficio de privilegiado, para vivir a cuerpo de rey, cobrando los importantes porcentajes que les permiten adquirir las fincas, cortijos y ganaderías que, por regla general, no tienen los propios toreros.

Los «comisionistas» cobran entre el diez al quince por ciento de la cantidad íntegra ajustada por la actuación del espada, aunque los ha habido que han batido el récord de la usura, al «trincar» al torero hasta la mitad de los honorarios. No cabe duda de que estos altos porcentajes en las liquidaciones del matador han sido más duros en tiempos de pandemia, cuando los festejos se han celebrado con aforos reducidos, y las enjutas liquidaciones han resultado más dolorosas al comprobar el debe y el haber, pues el matador se ha ajustado para actuar a cantidades inferiores teniendo los mismos gastos.

Renunciar al «comisionista» es un privilegio de toreros como Morante, que por su categoría de primera figura del toreo tiene la certeza de que lo van a contratar en las plazas importantes, porque interesa artísticamente al que sostiene el espectáculo: el público. Los demás tienen que mantener al «comisionista» como intermediario que ha de contratarlo aquí o allí, sin que puedan preguntar mucho o poco sobre el ajuste, acordado en un manido intercambio de representados entre colegas de la comisión. Y si algún espada pregunta a qué hora comienza la corrida o frunce el ceño, pues lo abandonan por desagradecido, porque tienen cola entre los que anhelan estar en tal plaza o cual feria, confiando en un triunfo que les cambie el signo de la suerte, aunque en demasiados casos, tras jugarse la vida y pagar los gastos de la corrida, no les quede dinero ni para la cena.    

El capote de Morante vuela en Sevilla. Foto Arjona

Antes de la maldita Covid19, algunos representantes de las figuras del toreo aseguraban que sus matadores no se vestían de luces por menos de 60.000 euros en plazas de primera. Si estos privilegiados «comisionistas», en el mejor de los casos para el espada, detraían solo un diez por ciento por corrida, percibían no menos de 6.000 euros en cada una de las primeras plazas del circuito. No hay que saber mucho sobre cáculo para averiguar aproximadamente el importe anual que cobra el «comisionista» por coger el teléfono, echando un vistazo a las corridas que torea una primera figura en una temporada, que empieza en Castellón o Valencia por el mes de marzo, y acaba en Zaragoza o Jaén en el de octubre.

En un tema considerado tabú como el de las cuentas de los toreros, lo que sí trasciende es que después de jugarse la vida cada tarde, han de pagar los altos porcentajes de dos importantes «comisionistas»: el apoderado y Hacienda; sumen los sueldos de dos picadores, tres banderilleros, un mozo de espadas, un ayuda del mozo de espadas, un chófer, habitaciones de hoteles, desayunos, almuerzos, cenas, reposición de capotes, muletas y otros útiles del oficio, así hasta llegar a la nada despreciable gratificación exigida por los «costaleros profesionales» que en las tardes de triunfo los sacan a hombros de la plaza; también anoten, para las figuras del toreo, los gastos del «veedor», que acude a las ganaderías para informar al matador de las características de las corridas apartadas por las empresas.

Interminable la lista de gastos del matador, mientras el «comisionista», además de cobrar limpia la comisión, suele permitirse la licencia de representar a más toreros, sin reparar que sean dos, tres o media docena, a los que tratará exactamente por igual en un aspecto: el cobro de sus porcentajes, porque eso será lo primero que todos verán descontado en sus gastos. Este abuso de toreros representados nos recuerda una célebre frase del genial Groucho Mark: «Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros». Y ya que hablamos de principios, nos asaltan algunas interrogantes sobre estos taurinos: ¿De verdad es fiel un apoderado a su espada cuando lo contrata en precario para incluir en las ferias a otros representados y asegurar sus comisiones? ¿Acaso se pueden servir los intereses de varios toreros sin engañar a uno para favorecer a otro? Algo sí nos queda claro: algunos personajes del opaco mundo de la comisión han convertido a figuras del toreo en meros figurantes.

Morante manda a callar a la música en Sevilla

Afortunadamente, a Morante no solo da gusto verlo torear expresando su genuino acento personal con la confianza que otorgan los veinticuatro años de oficio. También da gusto ver cómo coloca en su sitio a los que buscan protagonismo, sin vivir el trance de matar dos toros cada tarde. Verbigracia, mandar a callar a los directores de las bandas de música de Sevilla y de Jaén, que «le tocaron los costaos», y tras los sonoros y televisados «petardos» deberían ceder a otro la batuta; o ahorrarse los importantes gastos que le suponían los porcentajes del último «comisionista» por ponerse al teléfono y ajustar las contrataciones. También Groucho Mark tuvo una mención para los «comisionistas» en otra de sus frases: «Cuando muera quiero que me incineren y que el diez por ciento de mis cenizas sean vertidas sobre mi representante».

Genio y figura el gran torero de la Puebla del Río. Claro que para actuar así hay que llamarse José Antonio Morante Camacho, y tener la certeza de saber resolver en el ruedo para contratarse él solo. De lo contrario sería imposible navegar en libertad por los complicados mares que manejan los «clanes» del toreo.