jueves, 23 de enero de 2020

JOSELITO: CIEN AÑOS DE TALAVERA

Por Antonio Luis Aguilera
Joselito en Valencia, 26 de octubre de 1913. Foto Martín Vidal Romero.
—Niño, a Joselito lo mató el toro Bailaor en la plaza de Talavera de la Reina; a Granero, Pocapena en Madrid; a Sánchez Mejías, Granadino en Manzanares, a Manolete, Islero en Linares. 
—Abuela, ¿tú de quien eras, de Joselito o de Belmonte?
—¿Yo de quien iba a ser...? ¡De Joselito, que parecía que lo había pario una vaca, porque lo sabía del toreo! ¡Como él no había otro, era el más grande! Si sería bueno que hasta el Guerra, que no se casaba con nadie, era partidario suyo. 
Yo conocía a Guerrita, porque tenía amistad con mi hermano Pepe, que regentaba un picadero de caballos en Écija. Rafael siempre iba vestido de corto por la calle, pa que to er mundo supiera que pasaba un torero. ¡Menudo fue en su tiempo! El día que tu tío Luis hizo la primera comunión, cuando íbamos por Gran Capitán camino de San Nicolás, nos paró y le regaló una moneda de cinco duros, que entonces era un dineral. ¡Y decía la gente que era gurrumino...!
—¿Y Belmonte, te gustaba?
—También era buen torero... Pero a mí el que me gustaba de verdad era Gallito, porque era completísimo
Y después Manolo Chicuelo. Me gustaba mucho por el arte que tenía. Yo conocía a Manolo, porque venía por el teatro (la abuela estaba empleada en la conserjería del desaparecido teatro Duque de Rivas de Córdoba) para ver a don Antonio Cabrera, que fue su padrino de boda con Dora la Cordobesa. Se casaron en el convento de san Jacinto, ante la Virgen de los Dolores, y fui a verlos. Dolores iba guapísima. Me acuerdo que lo celebraron en unos salones que había en el Gran Capitán donde daban banquetes. Además, Chicuelo fue padrino de alternativa de Manolete, que era punto y aparte. ¡Como ése no ha habido ni habrá ninguno...! Qué pena de hombre, entre todos le hicieron la vida imposible... Más tarde tu abuelo y toda la familia fuimos partidarios de Martorell, que toreaba divinamente, con las manos bajas, de Córdoba… 

Verónica de Joselito. Foto Espasa Calpe.
Así me instruía mi entrañable abuela materna, Pilar Herrera, a principio de los años sesenta del pasado siglo, cuando me llevaba y traía dos veces al día al parvulario del Colegio de la Milagrosa, en la calle Gondomar —donde me recordaba que estuvo situado el famoso Club Guerrita—. En el camino me hablaba de ganaderías y de toreros, porque los toros fueron su gran afición. Ella me llevó vestido con un babero blanco a ver mi primer festejo en la plaza de Los Tejares de Córdoba, una becerrada de convite homenaje a la mujer cordobesa, festejo que no me traumatizó —como ahora aseguran que ocurre los animalistas, mintiendo más que hablando—, sino que encendió en mí la llama de la afición al toreo. Aquella maravillosa aficionada estuvo abonada al tendido seis de la plaza de Los Califas con más de ochenta años, y no solo pagó con sus humildes ingresos mis primeras entradas de novilladas, sino que junto a su hijo, mi tío Luis Roldán, me enseñaron a ver, respetar y sentir el toreo como la expresión artística más culta, hermosa y auténtica. Y como una filosofía de saber ser y estar en la vida. 

Grandioso par clavando por los los adentros de Joselito 
De adulto, cuando comencé a interesarme por conocer a fondo la historia, no comprendía cómo se hablaba tanto de Belmonte y tan poco de Joselito, o cómo Gallito pudo ser el más grande de su época, si cualquier novillero de mi tiempo toreaba más quieto que aquella gran figura que observaba en las viejas fotos... Realmente, la evolución del toreo en las cuatro décadas que cronológicamente me separaban de su época había resultado demasiado rápida. Me desconcertaba pensar que el toreo de Bienvenida, Ordóñez o Camino pudiera proceder de la misma fuente. Compraba libros y leía cuanto caía en mis manos, repasaba fotos, veía los escasos reportajes antiguos... Y concluía que Gallito, con el capote y las banderillas era un genio, el mejor comparado con todos los de su tiempo, pero permanecían mis dudas sobre un rey movido con la muleta, por no asimilar aún que entonces la lidia gravitaba sobre los dos primeros tercios de la lidia y la estocada, mientras se estaban dando los primeros pasos, históricos y fundamentales, para que la muleta fuera la gran protagonista, algo para lo que resultó indispensable otro toro más bravo y noble, de mayor fijeza y hechuras proporcionadas, que los ganaderos seleccionaron y encontraron para que fuera posible el toreo moderno. 


Joselito y Belmonte
Mas volviendo a mi apasionada iniciación en la historia del toreo y la edad de oro de José y Juan —maticemos que la primera vez que se utilizó ese titulo fue para nominar la época de Lagartijo y Frascuelo—, observaba como los más reputados escritores daban razones que se debían creer como dogmas de fe. Algunos afirmaban que con Joselito culminaba en su máxima expresión el toreo antiguo, y que con Belmonte comenzaba el moderno. O sea, que Gallito fue un grandioso torero que se había quedado anticuado... Y se quedaban tan tranquilos. No creía tales afirmaciones, pues, por mucho que miraba y volvía a mirar las filmaciones y fotografías de ese tiempo, también veía antiguo a Belmonte. Los historiadores no despejaban mis dudas.

Luis Carlos Fernández y López
Valdemoro. El gran José Alameda
Y como quien busca, halla, tuve la suerte de encontrar el gran descubrimiento, la sorpresa del tesoro, al comprar en la taurina librería Rodríguez de Madrid la obra que daría luz a mis ojos abriéndolos de par en par. Estaba redactada por un hombre culto, extraordinario escritor y poeta, que además conocía el toreo por dentro, pues fue aficionado práctico —y debió serlo bueno porque llegó a auxiliar al mismísimo Juan Belmonte en algunos tentaderos—, un ciudadano español, nacido en Madrid, que desde Francia hubo de emigrar a México y allí, en lugar de ejercer su licenciatura de abogado, dedicó su vida al toreo como comentarista en diferentes medios de comunicación y publicando varios libros, donde con gran lucidez puso orden a lo que otros vieron sin comprender y escribieron sin entender. Mi constante búsqueda por conocer el origen y evolución del toreo había puesto en mis manos un libro sencillo, ni siquiera se trataba de un tratado, pero de una dimensión profunda, realmente maravillosa, que me impulsaba a devorar aquellas páginas que desmenuzaban y explicaban magistralmente algo tan complicado como la infancia, adolescencia y madurez del toreo. Mi gran descubrimiento fue que José Alameda entrara en mi vida con su libro Historia verdadera de la evolución del toreo (Bibliófilos Taurinos. México D.F. 1985), que en España sería editado en 1989, con el título El hilo del toreo, por Espasa Calpe.
Joselito sujeta al toro y le obliga a ir
hacia la izquierda. Foto Espasa Calpe.
Quedé maravillado con el magistral ensayo del genial aficionado y escritor que fue Luis Carlos Fernández y López Valdemoro (Madrid 24/11/1912–Ciudad de México 28/1/1990), que así se llamaba quien firmó sus obras con el seudónimo de José Alamedaen homenaje a dos inolvidables espadas: JoselitoChicuelo, el también histórico torero de la sevillana Alameda de Hércules nacido en la trianera calle Betis. Lo leí y releí no sé cuántas veces, porque disipaba mis dudas y ponía en orden conceptos históricos. Se trataba de disfrutar del fantástico descubrimiento que ordenaba el toreo en mi cabeza, con una explicación sobre su evolución como no he conocido otra, al tiempo que ponía en valor las aportaciones de otros toreros que, siendo determinantes en el curso de la historia, como el genial Manuel Jiménez Chicuelo, fueron condenados al miserable silencio impuesto por algunos de los respetables leguyelos que la escribieron, inventando dogmas, modelándola a su gusto, e ignorando a espadas fundamentales en la vertebración del toreo moderno, protagonistas de su curso, mientras cargaban la suerte hacia los de su cuerda o simpatía. Sin embargo, las magistrales enseñanzas de José Alameda, que afirmaba que la historia no establece dogmas sino aquellos que la escriben, se asemejaban a la ventana que se abre para ventilar un ambiente viciado e irrespirable; ellas oxigenaron y cambiaron por completo mis conocimientos sobre la Tauromaquia. Decía Alameda en unos versos dedicados a Joselito: ...que maravillosa crónica,/ si yo fuera en el papel/ como en la arena era él. Estoy convencido de que lo fue.

José Gómez Ortega Joselito 
Joselito Gallito, el inolvidable torero del que se cumplirá el 16 de mayo el centenario de su muerte en Talavera de la Reina, no solo llevó a su cenit el toreo del siglo anterior, siendo comparable por intuición, sabiduría, poder e inmensa torería al genial Guerrita, último rey de la centuria del XIX, sino que heredó el cetro para desbrozar durante su reinado el camino que conducía al toreo moderno, pues fue quien con la muleta en la izquierda ejecutó el pase natural obligando al toro a desviar su trayectoria, sujetándolo con el paño para desviarlo de la rectitud de su inercia hacia afuera y obligarlo a ir hacia el terreno de adentro, posibilitando de esta forma, con el intercambio de los terrenos del toro y los del torero, la repetición de la suerte las veces que fuera posible. 
Joselito colocó la primera piedra en la ligazón del pase natural, que aunque antes quede constancia histórica que a veces ejecutaron "girando los talones" espadas como Cayetano Sanz, Lagartijo, Fernando el Gallo, su propio padre, o Guerrita, podría suponerse que pudo consistir en "sumar pases" a los escasos animales fáciles de entonces, pero no tender la suerte, cargarla y obligar al toro a ir al terreno que el torero decide para ligar los pases, mecanismo que no desarrolló excepcional ni puntualmente Joselito, sino que lo incluyó en su habitual trasteo de muleta para rematar las faenas ligando naturales. José Gómez Ortega fue el gran maestro que expresó y enseñó a ligar los pases naturales obligando al toro de una forma experimental, que después refinaría Chicuelo con la gracia de su arte, y más tarde impondría definitivamente Manolete con su perseverancia y regularidad, consagrando la obra revelada por Joselitoun lidiador excepcional que en su inolvidable paso por los ruedos enseñó el camino que llevaba al toreo moderno. 


Excelente reportaje sobre Joselito, editado por Toreros, Historia y Arte.



miércoles, 15 de enero de 2020

MANOLETE EN FUENTELAENCINA (1946): UN HOMBRE FELIZ LEJOS DE LOS RUEDOS.

Fuentelaencina, verano de 1946. Manolete, Juanito Padilla y las hermanas
 Bronchalo Lopesino observan el paso de los bueyes. Foto José Lara.
Los días felices de Manuel Rodríguez Manolete en Fuentelaencina (Guadalajara), recordados por su gran amigo y anfitrión don Juan Padilla.

La muerte de Manolete, el torero más valiente, noble y pundonoroso que han visto los cosos taurinos, y el ídolo público más sencillo y dado a los afectos de la amistad que se ha conocido en el mundo artístico de estos últimos tiempos, trae de continuo a la memoria de los que lo trataron íntimamente multitud de recuerdos que se convierten en anecdotario alborotar, fervorosos y incesantes, en las conversaciones en que se rememora la figura ingente del diestro y el amigo desaparecido.
En una de estas charlas, don Juan Padilla, conocido perfumista madrileño y gran amigo del torero cordobés, al que él y sus hijos trataban con la más completa intimidad —uno de estos, Juanito, está casado con una hermana de Lupe Sino, la novia de Manolete—, es quien nos va suministrando profusos e interesantes detalles de la vida del llorado Manolo fuera de los ruedos. Él habla, y nosotros dejamos correr el lápiz sobre las cuartillas, en una ávida recolección de tan preciosos datos de la biografía íntima del monstruo.
Manolete, antes de aprender a nadar, con el fotógrafo José Lara y Juanito Padilla
Cuando Manolete quiso comprar una charca.
A Manolete le gustaba mucho pasar todo el tiempo que podía en Fuentelaencina, provincia de Guadalajara, en una finca que allá poseemos y en la que hemos vivido con él ratos inolvidables. —«Esto es la gloria», —solía decirnos—, porque a él, que no le agradaba la exhibición, le encantaba poder pasear por el pueblo y por el campo a sus anchas, sin que nadie le diera importancia. Aquello, para Manolo, era un sedante. Una vez que pudo pasar en la finca dieciséis días de descanso, y de allí marcho a torear en Zaragoza, luego nos confesó que en aquella corrida se había encontrado mucho mejor y que no le había pesado tanto el estoque al matar. Porque una de las cosas que hacía siempre cuando andábamos por el campo era llevar todo el rato una gruesa piedra en la mano para fortalecer los músculos de la muñeca.
Manolete alegre tras lograr sus primeras brazadas. Foto José Lara.
En Fuentelaencina —sigue contando el señor Padilla— aprendió a nadar; por cierto, en una charca que hay allí y que él quiso comprar porque le gustaba mucho lo pintoresco del sitio. Pero hubo de desistir de la compra ante el elevado precio que le pedían por ella… Manolo no nadaba, y le enseñó allí mi hijo Juan. Los tres primeros días entraba en el agua con mucho miedo; no se atrevía a tirarse. Y cuando ya aprendió, un día, al hacerlo, se le cayeron al agua las medallas que llevaba al cuello y que apreciaba mucho. Una de ellas, grande, estaba hendida del golpetazo de una banderilla. Manolo decía que lo había librado de que aquella banderilla le hubiese hundido la yugular. Por eso, al verlas caer al agua, se llevó un susto tremendo. Menos mal que mi hijo, buceando, pudo recuperarlas.
El torero descansa al sol. Foto José Lara
En el campo era muy dormilón, pero se levantaba al oír su pasodoble.
—También le entusiasmaba a Manolete la caza, pero nunca había tirado a perdices. Y el primer día que lo hizo, allá en nuestra finca, mató dos en los primeros tres tiros. Tenía una puntería formidable. El decía: «yo creo que es fácil hacer todo en la vida con perseverancia y dominio de nervios». Y ese fue su lema para todo, y todo lo consiguió con su gran voluntad.
Manolete lleva el burro que montan Lupe y su hermana Luchy. Foto José Lara
—¿Qué vida hacían esos días de descanso campestre?
—Se levantaba tarde; era muy dormilón y resultaba inútil que lo llamáramos una y otra vez. ¿Sabe usted cómo conseguíamos que se despertase? Poniéndole en el gramófono el disco de su pasodoble. Y así lo hacíamos todas las mañanas. Él se asomaba después a la ventana y le decía a mi esposa a gritos y muy alegre, pues Manolete era como un chiquillo en su vida íntima: «¡Mamá: hoy quiero huevos fritos para desayunar!», pues le entusiasmaban los huevos fritos. Después nos íbamos andando unos tres kilómetros hasta la charca, donde nadaban mis hijos y él hasta la hora de almorzar. Por la tarde después del reposo, jugaba a la pelota en el frontón del pueblo, cosa que le gustaba mucho y en la que cansaba a todos, pues era muy resistente. También, a veces, organizaba unos graciosos partidos de fútbol, para que los para reclutaba jugadores entre los chiquillos del pueblo. Y allí se estaba jugando con ellos toda la tarde.
  La foto anterior adecentada por la censura: Lupe en falda y sin su hermana. Foto José Lara
Hace una pausa don Juan para mostrarnos unas fotos de las muchísimas que por allá le hicieran sus hijos al Monstruo, y prosigue:
—En Fuentelaencina lo querían muchísimo todos por su sencillez. Jamás dejo de saludar, como es costumbre en los pueblos, a los vecinos que encontraba sentados a sus puertas al pasar. Como era muy religioso, siempre se disputaba con los demás el llevar las andas del Cristo en las procesiones que se celebraban. En la subasta era él el que ofrecía elevadas cantidades. Y como se enterara de que en la iglesia faltaba un Jesús Nazareno que habían quemado los rojos, regaló una imagen que era una verdadera preciosidad… Ahora, cuando se enteraron allá de su muerte, le hicieron un funeral, al que acudieron en masa todos los vecinos del pueblo, abandonando, por asistir a él, las faenas del campo. Y esto, en honor al hombre bueno y generoso que fue, ya que como torero apenas si lo habrían visto actuar tres o cuatro vecinos de todos los que tiene Fuentelaencina.
Era una criatura que gozaba con las películas cómicas y jugando caseramente al julepe.
Continúa nuestro interlocutor recordando más detalles del famoso y admirado diestro.
—Le gustaba mucho el cante flamenco, y nos confesó alguna vez que una de las cosas por las que tenía tanta amistad con Gitanillo de Triana era su arte para el cante y el baile, con los que le hacía pasar muy buenos ratos entre corrida y corrida cuando andaban por ahí juntos. Un día que estábamos todos cenando con él en Villa Rosa, lo invitó un prócer, amigo suyo, a que pasara con todos a otra habitación, donde estaban celebrando una fiesta flamenca, y, aunque no bebió vino Manolo, lo tuvimos que sacar de allí mareado, porque la habitación era tan chica y nosotros tantos, que materialmente no quedaba allí aire respirable. Luego él mismo se reía del percance. «Cualquiera que no lo sepa —decía—, se creerá que ha sido la manzanilla la que me ha hecho doblar».
El cine también lo atraía mucho, especialmente si se trataba de películas cómicas, que eran las que prefería. Con las de Cantinflas, aún antes de conocerlo personalmente, se reía como una criatura, que es lo que era Manolete, al fin y al cabo… Recuerdo que una vez que, allá en el campo, teníamos postre de nata, se le ocurrió a él coger un poco con los dedos y embromar a Lupe, su novia, lanzándosela a la cara, como hacen en las películas. Y al poco rato aquello era una batalla, en la que la nata corría por todos los rostros, menos por el suyo, pues la esquivaba maravillosamente. Cuando, al fin acertó un proyectil a estamparse en su frente, se enfadó mucho.
 Leyendo relajado en Fuentelaencina. Foto José Lara
Era muy casero —nos dice el señor Padilla seguidamente—. Prefería después de cenar, quedarse en casa a ir al cine o a dar un paseo. Y lo que le encantaba entonces era jugar al julepe, juego que conocía muy bien; a pesar de lo cual, una noche, jugando con judías, como se hace caseramente, llegó a perder tres duros.
La pasión por su madre y el susto que dio un día a su cuadrilla.
—Muchas noches nos quedábamos charlando con él hasta muy tarde. Nos contaba cosas de su vida, de cuando los diecisiete años trabajaba en la carretera de Córdoba de asfaltador, y él mismo se hacía su pucherito para la comida. Y de cuando se lanzó a torear por afán de ganar dinero para alimentar a su madre, a la que, decía, veía perder carnes por momentos. Luego, en cuanto empezó a ganar dinero con los toros, después de cada corrida compraba un jamón y se lo enviaba a su madre para que se alimentara bien. Sentía un cariño tan inmenso por ella, que todo se la recordaba. A mi señora le decía: «Doña Isabel, yo la quiero usted tanto porque se parece mucho a mi madre…».
La charla, embalada en lo anecdótico, prosigue:

Antoñita y Manolo felices en Fuentelaencina. Foto José Lara.
—Una vez, antes de su ida a México, le pregunté a Manolete cuál fue el momento más peligroso de su vida. No recuerdo en qué plaza me dijo; pero la cosa fue con un toro al que, al entrar a matar, «ya lo llevaba calado», como decía en su argot taurino; pero al darle la estocada, lo engancho por la pierna, lo zarandeó en el aire y lo lanzó magullado contra el estribo de la barrera. Y estando allí, sin poderse mover, vio como se arrancaba el toro hacia él. ¡Entonces fue su pánico! Gracias a que el toro, nada más llegar a rozarle el muslo con el hocico, cayó redondo, porque le había calado bien el estoque. Pero el susto fue para Manolo el más grande que se había llevado hasta entonces. Lo que lamentaba es que no lo hubieran hecho ninguna fotografía de aquel momento los reporteros gráficos para tenerla como recuerdo.
Antoñita, la mujer de su vida. Foto Lara
Otro susto que nos contaba más adelante fue el que les dio él a los de su cuadrilla una vez que, en México, iban en un avión desde Guadalajara a no sé qué otro punto de aquel país. El viaje lo hacían en un avión de guerra que había sido convertido en avión de transportes. Los pilotos le hicieron pasar a Manolete a la cabina de mandos y ver lo fácil que era conducir el aparato, invitándole a que lo llevara un rato (supervisado por ellos, claro). Cuando se enteró la cuadrilla de que iban, como quien dice, en manos de él, el pánico fue horroroso. «¡Maestro, —le decían—, que esto es peor que un toro!». Luego, el avión se lleno de humo, y todos creyeron llegado el fin de sus vidas. Pero lo que ellos creían que era una avería del motor producida por haber intentado su maestro conducir, resultó que era simplemente que el tubo de la calefacción se había desunido…
Por qué no toreaba Manolete a gusto en Córdoba.
—Un día —nos sigue contando don Juan—, Manolete nos descubrió porque no gustaba mucho de torear en la plaza de Córdoba.
Según parece, en la primera corrida que toreó allí le ofreció el empresario 1000 pesetas y sacarlo en la siguiente. La plaza se llenó, pero a la hora de pagar, el empresario con el pretexto de que Manolo no había hecho nada, le hizo elegir entre cobrar 70 duros menos de lo estipulado o no torear la otra novillada prometida. De nada sirvió que Manolete dijera que su madre estaba esperando aquellas 1000 pesetas para comer y librarse de deudas. ¡O las 650 pesetas o nada! Tuvo que acceder el muchacho. Pero cuando luego vinieron los éxitos, y las orejas, y los rabos, por otras plazas, el empresario de Córdoba quería que toreara allí. Cuando al fin quiso hacerlo, Manolete le exigió 5000 pesetas por torear… Y un recibo aparte con aquellos 70 duros que le había quitado en su primera corrida, y que Manolo donó, inmediatamente, al Asilo de Ancianos de aquella ciudad.
Manolete ayuda a cavar la poza donde aprendió a nadar. Foto José Lara
Otra anécdota que nos contó nuestro amigo fue una que le ocurrió en la plaza de Zaragoza y que le hizo mucha gracia. Estaba en uno de sus toros dando una serie de naturales estremecedores en medio del silencio admirativo de toda la plaza. Y cuando ya llevaba dados diez o doce (la serie fue de trece), un mañico le gritó con toda su alma: «¡¡Anda ya, granuja: «qui» no haces más «qui» ripitir»!!».

Reportaje publicado sin firma en la revista DÍGAME (Madrid, 9 de septiembre de 1947).

Artículos sobre Manolete en este blog relacionados con Lupe Sino:
Lupe Sino, la mujer que hizo feliz a Manolete.
Manolete: De Valdepeñas a Linares.

sábado, 11 de enero de 2020

BREVE HISTORIA DE LA BARRERA Y LOS BURLADEROS EN LOS RUEDOS


Por Francisco Bravo Antibón

Plaza de toros de Algemesí (Valencia), sin barreras y con burladeros

                                                  …”SOLO UNA VEZ MANDÓ EL GUERRA QUE
                                                       LE PUSIERAN BURLADEROS”…

Es conocido que las demostraciones valerosas en torno al toro de lidia, primero se efectuaron a campo abierto, más tarde en los patios de armas, a los que siguieron recintos más o menos apropiados y acondicionados a la exhibición, como las plazas mayores de las ciudades o lugares que se adecuaban a las exigencias del evento, por ejemplo acotando una zona con carros. Todavía hoy, en algunos pueblos, es posible admirar la “arquitectura” de las  primitivas plazas de toros.
Comprobado su arraigo popular y la ascensión en los niveles de aceptación de la fiesta de los toros, se piensa en construir cosos, especialmente diseñados para tal menester, lo que se produce y generaliza a partir del siglo XVII. 
ANFITEATRO ROMANO DE NIMES

Los primeros proyectos se basaron sin duda en los anfiteatros y circos romanos, de tal forma, que entre la arena y el público, solo estaba previsto levantar un muro, siendo esa la única defensa que separaba a las dos partes. Se empezó respetando escrupulosamente que la lidia ha de afrontarse y resolverse en el ruedo, debiendo desestimar el matador en todo momento, aún cuando el peligro acechara, el poco edificante recurso de encaramarse a la división de fábrica o los carros, según los casos.
COSO DE LOS TEJARES   

En el proyecto para la construcción del antiguo coso cordobés de Los Tejares, el secretario contador de la sociedad constituida al efecto: don Fausto García Tena, aconsejaba lo siguiente:
…”8º apartado: la plaza no tendrá barrera y sólo se colocarán burladeros en los ángulos de polígono, y dos maromas paralelas sobre pilaritos de madera, colocados en el antepecho.- 20-marzo-1845-“…
Sin embargo, poco después —el día 26 del mismo mes y año—, existe un informe de la Junta Directiva, que a su vez lo tomó de la Junta Inspectora, en el que ambos grupos se manifestaron claramente, a favor de la colocación de una barrera, según se desprende de la lectura del dictamen, cuyo contenido parcial traslado:   
…”con intento (la Junta) ha dejado para la última, la 8ª base; porque, como no puede estar de acuerdo con ella, se propone razonar en opinión: trataremos el asunto de que no ha de tener barrera y sí burladeros. La Comisión señores: conoce que hay muchos aficionados a quienes ocupa, tanto el peligro que corra en una plaza de toros sin barrera, como el placer de tocar al toro y que su pañuelo sea saludado…como acontece en este caso; pero a su vez debemos manifestar…”
Y continúa más tarde: 
…”por todas estas razones la Comisión opina que se ponga barrera y que en la contrabarrera, haya una maroma de bueno uso”…

BARRERA Y NO BURLADEROS  
Así es, precisamente lo que acabamos de releer (un texto de 1845), establece que para la seguridad de los espectadores es bueno construir una barrera, es verdad, pero no dice nada ni alienta en ningún momento, la colocación de burladeros que sirvan en un momento peligroso de alivio para los lidiadores. Ese tipo de defensa se empleaba en aquellos tiempos exclusivamente para situaciones muy puntuales, como por ejemplo la incapacidad física del espada de turno, bien por alguna herida o problema que le impidiera saltar con agilidad la barrera. La historia escrita e ilustrada de la Tauromaquia deja perfectamente determinado que los primeros burladeros no disponían de acceso directo a través del callejón, sino que simplemente se trataba de unas pantallas distantes treinta y cinco centímetros de la barrera, tras las que se resguardaban los diestros  que consideraban precisa la utilización de tan vital abrigo, ¡pero sólo cuando realmente fuese necesario!… No era bien visto ese alivio. Incluso el hecho de poner burladeros requería la formalidad de anunciarlo previamente en el programa de la corrida, o en su defecto indicarlo claramente, con letra bien marcada y perfectamente legible en un cartelito supletorio.  
Primitiva plaza de Atocha sin burladeros

Actualmente es lógica la existencia habitual de los burladeros, e incluso dentro del callejón,  para garantizar la estancia en el mismo del personal taurino, el sanitario, los periodistas y las autoridades. 
LITOGRAFÍAS

Es conocido el dibujo de Chaves (litografía de LA LIDIA-24-9-1883), plasmando el momento en el que resulta cogido Curro Guillén, dejando constancia impresa de lo que era una plaza sin barrera, y sí con algún burladero, estampa nada anormal en fechas anteriores y cada vez menos frecuente en posteriores.
Cantidad de ilustraciones, correspondientes a las postrimerías del siglo XVIII y principios del XIX, donde se nos muestran los recintos con barrera pero sin troneras. Se pensaba que no era una acción gallarda, por parte del lidiador, esquivar al toro guardándose tras el burladero.
Cierto es, que en un dibujo posterior del mismo autor (LA LIDIA 22-9-1884), nos podemos regocijar con un cite clásico, realizado probablemente en 1760, en el que efectivamente aparece un parapeto protector para nada habitual y que habría que considerarlo como una rareza. 
PARA GUERRITA TAMPOCO…    
Rafael Guerra Bejarano, último rey del toreo del siglo XIX

A Guerrita se le achacan tantos privilegios, que no está de más atribuirle también  el de los burladeros. Pero esto no fue así. Don Antonio Peña y Goñi, autor de la obra GUERRITA, publicado en 1894, se encarga de desmantelar la errónea información:
…”Hay que advertir que, sólo una vez en la vida, mandó el Guerrita que le pusieran burladeros. Ocurrió el caso en la plaza de Pamplona, donde toreó por San Fermín en 1890, teniendo abierta la herida, que le infirió en Jerez el día 24 de junio de aquel año, el famoso toro Corredor”…                           
El segundo Califa, al ser una gran figura del toreo y con una personalidad tan arrolladora, ha influenciado en la aparición de normas que, efectivamente, han tenido que ver con su paso por los ruedos. Por ejemplo el tema de los burladeros, cuya utilización se fue normalizando, entendiendo y aceptando cada vez con más naturalidad,  siempre que se usaran con mesura… Y ello, es verdad, empezó a resultar habitual a partir de la hegemonía taurina del cordobés Rafael Guerra Guerrita.


miércoles, 1 de enero de 2020

"LA FLOR DE MANOLETE"

Por Rafael Sánchez González

Plantación de flor de ceniza 
Recientemente se han cumplido dos efemérides, de muy distinto signo, relacionadas con Manuel Rodríguez Sánchez Manolete. Una, la exitosa, que dirían allí, confirmación de alternativa en México, acontecida el 9 de noviembre de 1945 en la capitalina plaza de El Toreo de la Condesa, acartelado junto a los espadas nacionales Silverio Pérez y Eduardo Solórzano con ganado de Torrecilla, fecha desde la que el diestro cordobés dejó cautivada a la afición azteca al punto de ser recordado en aquel país tanto o más que en España. La otra cita a la que me quiero referir es el fallecimiento de su madre, Angustias Sánchez Martínez, ocurrida treinta y cinco años después, concretamente el día 10 del citado mes, estando muy próxima a cumplir el siglo de edad, ciegos sus ojos pero disfrutando de buena lucidez mental, y aunque nacida en Albacete bien podría considerársele cordobesa, ya que  llegó a nuestra capital apenas cumplidos los cinco años, teniendo su primer domicilio en calle Los Álamos (hoy Enrique Redel). 

Angustias Sánchez con su hijo. Foto Ricardo
De sobra es conocido, por lo mucho que se ha dicho y escrito sobre el tema, el gran cariño que Manolete sentía hacia su madre. Diríase mejor, que lo suyo más que cariño era veneración. Sabido es también, que el torero se crió en el seno de una familia matriarcal y rodeado de mujeres, habida cuenta las cinco hembras fruto de los dos casamientos de Angustias Sánchez con los matadores de toros Rafael Molina Martínez Lagartijo Chico y Manuel Rodríguez Sánchez Manolete. Mujer temperamental, que supo de los avatares del toreo y no siempre con vientos de bonanza, fue muy exigente en  la educación de su hijo, pero sin poder frenar  los flujos de la sangre torera que corría por las venas de aquel chiquillo, que aprovechaba los recreos en el Colegio Salesiano para torear con el babero a sus compañeros que le hacían de toro. Porque, la principal obsesión de  Manolete era triunfar en los ruedos para darle a ella el mejor bienestar posible. En el terreno personal, por encima de cualquier otra pasión, la más importante para él era el cariño que sintió siempre por su madre…, y después, el amor que disfrutó junto a Lupe Sino, bella actriz secundaria de cine a la que en 1943 conoció en el famoso establecimiento de Perico Chicote situado en la Gran Vía madrileña. Me atrevería  a decir que este fue el único punto de contradicción entre él y su madre, a pesar de que ella, transcurridos ya unos años de la muerte del torero, con cierto tono de comprensión llegara a declarar en una entrevista (Pueblo 28/8/1972): “yo sabía todo lo de él y Lupe… Nunca me lo ocultó”. 

Antoñita y Manolete. Foto Santos Yubero
Sobre este escabroso asunto, si nos dejamos llevar por las manifestaciones de sus amigos más íntimos, de no haberlo impedido Islero, Manolete tenía intención de casarse con Antonia Bronchalo Lopesino, que así se llamaba realmente su novia. Incluso el periodista Antonio Bellón llegó a confirmar que cuando viajaban camino de Linares en el coche del diestro, éste le pidió que tratara de convencer a su madre de la proyectada boda. Pero el tema de Lupe Sino era tabú en todo el entorno, sobre todo familiar, que rodeaba a Manolete, queriéndose ignorar que junto a esta mujer vivió su etapa más feliz, tanto en Sayatón, pueblo manchego donde había nacido, como en los periodos temporales que compartieron en México. Días de felicidad que solo eran paréntesis en los tormentosos años finales de su vida, ya de por sí enrarecidos en el terreno profesional por las reiteradas exigencias del publico, difíciles de poder complacer, unidas a una injusta campaña por parte de cierta prensa interesada. Es lamentable recordarlo, pero entre los espectadores que la aciaga tarde de Linares gritaron a Manolete aireando la entrada en señal de protesta, cuando ni siquiera había terminado el paseíllo, se encontraban algunos cordobeses, según testigos presenciales de fiable condición. Es decir, que ni en su tierra encontraba ya total comprensión. “Qué lástima. Ahora que pensaba yo ir a verle torear”, exclamó uno al paso del cortejo fúnebre del infortunado espada. Ante tan insostenible situación, en 1947 era manifiestamente visible que Manolete no estaba en condiciones, físicas y anímicas, de poder realizar aquella temporada con el éxito acostumbrado. No en vano su apoderado, José Flores Camará, le había propuesto la conveniencia de trasladar la residencia a Madrid  (Toreros 13/5/1945). La respuesta fue: “Si lo hago, entonces será cuando no podré volver a Córdoba”.
Además, insisto, por encima de todo estaba el inquebrantable cariño a su madre, quien las tardes de corrida las pasaba rezando ante una pequeña imagen de la Virgen de los Dolores que tenían en la casa. Virgen a la que su hijo profesaba gran devoción, junto a San Rafael y Jesús Caído, perteneciente a la hermandad de los toreros. “Angustias Sánchez, qué pena pena.  /  Malhaya el toro, que lo mató. /  No poder con tus besos contener aquella herida…”. Dice el pasodoble canción que le compusieron Juan Guardón y Rafael Báez, que en 1949 grabó en disco  la genial Lola Flores, y dos años antes, incorporándolo a su espectáculo Solera de España, había estrenado Juanita Reina en el sevillano Teatro San Fernando.

Casa de Manolete en la actualidad. Foto Casa de Manolete Bistró.
Manolete, reitero una vez más, siempre tuvo presente en el pensamiento a su madre. Recordándola pronunció unas palabras minutos antes de morir: “¡Qué disgusto se va a llevar mi madre!”. Y para ella compró  a Rafael Cruz Conde, en 1942, el palacete situado en la Carrera o Camino de la Estación (actual Avenida de Cervantes), que cincuenta y dos años atrás mandara construir para residencia temporal José Ortega Munilla, buscando un clima más beneficioso para su esposa, Dolores Gasset, aquejada de tisis. En esta casa pasaría parte de su infancia José Ortega y Gasset, hijo de ambos.
Las obras encaminadas a una mejor adecuación para vivienda familiar, que bajo la dirección del arquitecto Carlos Sáenz de Santa María realizó Manolete, construyéndose además el cuerpo de su fachada lateral a calle de la Bodega y una azotea con pérgola, dieron al inmueble la visión con que a partir de entonces se le conoce. Esta casa la disfrutó muy poco el torero. La casa del Monstruo, llegó a denominarla un periodista taurino, quien confesaría después que por respeto no quiso escribir La jaula del Monstruo. De allí salió su cuerpo ya sin vida en el que sería su último paseo a hombros, esta vez sin olor a multitudes y rodeado de un respetuoso silencio, camino del Cementerio de Nuestra Señora de la Salud, donde reposan sus restos junto a los de su madre, unidos ya los dos para siempre en un solemne panteón de mármol blanco, obra del escultor Amadeo Ruiz Olmos, en el que al respaldo de una gran cruz puede leerse un bellísimo poema del médico y poeta valenciano Rafael Duyos, que comienza así: “Aquel que las arenas pisó con más firmeza  /  yace aquí bajo el cielo de su Córdoba mora.  /  Dictó frente a los toros, lecciones de majeza…”.  

Ana Muñoz en el patio de la calle Tinte número 9. Foto Diario Córdoba
Abundando en el desmedido afán de Manolete por querer complacer a su madre hasta en el más mínimo detalle, voy a referirme finalmente a una circunstancia, que cuando menos me parece curiosa. Leyendo en su fecha unas declaraciones (ABC 6/5/2018) de Ana Muñoz, decana de los participantes en el Concurso de Patios de nuestra ciudad, presentando durante treinta y cinco años el suyo, situado en el número 9 de la calle Tinte, me llamó la atención que al citar una de las plantas que adornan su bonito y bien cuidado patio, dijera: “la flor de la ceniza, de la que cuentan que la introdujo en Córdoba Manolete desde México cuando se la regaló a su madre, gran aficionada a las plantas”.
En aquel momento quise recordar algo sobre el tema, pero recientemente y es lo que me induce a escribir estas líneas, removiendo papeles de mi archivo encontré unas cuartillas en las que anoté lo que en su día, al salir de un programa radiofónico al que también acudió mi recordado amigo José Guerra Montilla -nieto de Guerrita- nos contó Manuel Rodríguez Palitos, primo de Manolete, por ser hijo de José Rodríguez Sánchez Bebe Chico, matador de toros al que llamaban Pijulin en el barrio -para ellos no había más barrio que el Campo de la Merced-, quien el día de su alternativa en Madrid (22/7/1900), mano a mano con Enrique Vargas Minuto, tuvo que matar, y lo hizo muy dignamente, los seis ejemplares de Peñalver.
Ciertamente, Palitos era muy querido por Manolete, él se encargaba de ahormarle los zapatos antes de que este los usara, y bien que presumía de ello. Por cierto, los dos actuaron en Cabra el Domingo de Carnaval de 1933, junto a Juanita Cruz, cuando el cuarto califa del toreo cordobés iniciaba su andadura taurina. Pues bien, según nos dijo este hombre, al regreso de uno de los viajes que su primo realizó a México, “envuelto en papel de celofán le trajo a su madre el injerto de una flor que a él le había llamado la atención” y que -según versión de nuestro interlocutor- Guillermo, el mozo de espadas y hombre para todo en la casa, se encargó de plantar en una maceta, “con la suerte de que le agarró”. Dato que en el fondo viene a coincidir con lo manifestado por Ana Muñoz en el citado periódico.
La flor de la ceniza
Esta flor, llamada de la ceniza, que procede de Santiago Huajolititlán estado de Oaxaca, y según los oriundos nace de las cenizas de los muertos, para que sus almas sepan por donde regresar al mundo terrenal y en su andar crecen despidiendo un característico y penetrante olor; ha sido muy cantada por  poetas y cantautores, entre ellos Luis Eduardo Aute,  e incluso llevada  a uno de sus lienzos por el pintor alemán Anselm Kiefer.
Leyendas y datos al margen, solo cabría añadir, que, como homenaje a Manuel Rodríguez Sánchez Manolete y en recuerdo de su madre, en el palacete que fuera la última morada de ambos, feliz y acertadamente recuperado y hoy abierto al público como destacado establecimiento de hostelería, que ya nació con el nombre puesto, La Casa de Manolete Bistró, junto a la simbólica presencia del torero, entre la variedad de plantas que lo adornan podría conservarse alguna maceta con esta flor que para su madre trajo cuidadosamente desde México. La flor de la ceniza. Que yo he querido llamar hoy la flor de Manolete.