martes, 21 de diciembre de 2021

EL AÑO DE PEPE LUIS

Por Antonio Luis Aguilera

Pepe Luis Vázquez 

Hay que tener mucho cuidado con los «doctores taurinos» que acuden a prestigiosos foros para ser protagonistas de coloquios donde se propaga la confusión. Con motivo de cumplirse hoy el centenario del nacimiento de Pepe Luis Vázquez, se están celebrando en Sevilla diversos actos para glosar sobre la figura del memorable torero, pero no en todos se le está guardando el respeto que merece a la historia del toreo. Que el conferenciante ostente un buen curriculum como docente, y ocupe la tribuna taurina de un importante periódico, no significa que esté capacitado para escribir o hablar de toros si sus juicios carecen de objetividad. No puede estarlo desde el momento en que se ignora el curso de los acontecimientos protagonizados por los que escribieron la historia.

Pepe Luis y Manolete

Para hablar bien de Pepe Luis no es necesario hablar mal o con desangelado desdén de sus compañeros de época, porque puede que el «prestigioso orador» quede con el culo al aire, de olvidar que la época de Pepe Luis la protagonizó «Manolete», que fue quien mandó en el toreo de los años cuarenta, y el que implantó de forma definitiva el sistema de toreo actual, el que quedaría establecido como canon para todas las generaciones de toreros que vendrían después: el ligado en redondo. Sin embargo, resulta chocante observar la exaltación de los pensamientos de Marcial Lalanda y de Domingo Ortega, quienes nunca perdonaron a «Manolete» que les adelantara la retirada del toreo. Por esta razón, no es de recibo que para glosar la figura de Pepe Luis —que siempre habló bien de «Manolete» como éste a su vez lo hizo de él—, se esboce una desafortunada y vaga referencia del dueño y señor de aquella época, como un torero perfilero que mataba muy bien; o que al contemplar la historia se aluda insulsamente al creador de la faena moderna: Manuel Jiménez «Chicuelo». Como el burro da vueltas a la noria sin preguntar qué hace, afamados oradores manosean la historia sin saber qué dicen.

Sería triste romper la magia del año que Sevilla pretende dedicar a la figura del inolvidable y grandioso Pepe Luis, si para ello algunos pretenden colocarlo en el lugar que no ocupó en el toreo, o que para ensalzarlo caigan en el menosprecio de otros enormes toreros sevillanos, que como el «Sócrates de San Bernardo» expresaron su arte en los ruedos, cincelando en la historia las maravillosas huellas de su toreo, aunque sus figuras no hayan sido cinceladas en las estatuas toreras de la ciudad hispalense, como Pepín Martín Vázquez o Paco Camino. 

Ya está bien de escribir o hablar exaltando la prevalencia del toreo cambiado o de avance sobre el de reunión o ligado, cuando no se entiende o no se quiere entender que el toreo actual poco o nada tiene que ver con el de Domingo Ortega o el de Marcial, sino con el que reveló, alternando los terrenos para ligar los pases Manuel Jiménez «Chicuelo», al que siguen envolviendo en el papel de regalo de la chicuelina, sistema que consolidó definitivamente la irrepetible regularidad de «Manolete». No se puede desnudar a un santo para vestir a otro, ni se debe hablar de toros sin objetividad y perspectiva histórica. El público no puede salir confundido por lo que ha escuchado en el interior de un templo del toreo como es la Maestranza de Sevilla. Ni los profesionales del toreo mirarse en la puerta preguntándose qué hacen ellos allí. La historia es la historia, y porque cada cual ocupa su sitio hay que tratarla con el rigor y la seriedad que merece.  

sábado, 11 de diciembre de 2021

¿FELIZ NAVIDAD?

Por Antonio Gala

«Y nacerán también en un pesebre, o en un lugar peor...»

De cuanto tenemos, o podríamos tener, nada hay tan esencial como la vida. Nacer, en sí, siempre es hermoso y bueno. Es aparecer —¿desde donde?—, salir de la inexistencia, sumergirse en las inmensas mares de la vida, y ser a la vez un minúsculo recipiente de ella. Nacer es ingresar en la incontable hermandad de los hombres, en la impaciente y larga búsqueda del amor, en el fervoroso deseo de la verdad, a la que vemos tan turbia y tan lejana como el pez ve a la estrella. Un nacimiento habría de ser siempre una ocasión de gozo; una renovación de la eterna esperanza, esa hermana siamesa de la vida. Quizá no sea otro el simbolismo de la Navidad: alguien infinito que nace para compartir. Por eso aterra pensar en lo que la humanidad se ha convertido, y en lo injusto y atroz de sus repartos. No es ya nacer un paso —el primero— hacia la confusa majestad de ser hombre, hacia la improbable felicidad, hacia la verde y agridulce danza de la naturaleza. El hombre es una vida consciente de sí misma: eso es lo que lo erige en superior a todos los demás. Y eso es también lo que lo hace responsable. El tigre es inocente; el terremoto y el volcán y el ciclón son inocentes. El hombre no lo es. Tan solo con diez justos se habría salvado la Pentápolis; no se encontraron tantos. No; no en cualquier caso es nacer bueno y hermoso. Y quizá nos beneficie reflexionar en ello cuando conmemoramos un nacimiento que debió transformarnos, pero que no lo consiguió porque no nos dejamos transformar.

Cuarenta millones de personas mueren al año de hambre. Diecisiete millones de ellas son niños. No han cometido más falta que estar vivos. ¿No aterra? ¿No estremece? ¿Qué mundo, sordo y ciego, es éste, que se dispone cada año, volviendo la cabeza, a celebrar su Navidad? ¿Qué Navidad es la que celebra este mundo ensangrentado, egoísta, insolidario, devorador, materialista, estúpido? ¿En qué sinceridad podrá creerse? ¿Qué sinceridad cabe entre los mazapanes, Papá Noel, los espumillones, el abeto, el belén, los Reyes Magos? ¿Qué monstruosa comedia, autocomplacida y gestera, es la de las campañas navideñas de sentar un pobre a su mesa, o recordar a los negritos, o mandar un par de botellas y un jamón a la parroquia? Dos tercios de los hombres sufren tan solo por haber nacido. No penas finas, no penas imaginarias, no desazones por llegar más alto, o por ambiciones fracasadas, o por intentos contradichos: sufren por hambre: por hambre de justicia, por hambre de esperanza y por hambre de pan. Ven morir a sus hijos; se ven morir los unos a los otros irremediablemente. Mientras nosotros, en hogares tibios, sin la menor intención de darnos cuenta de esa roja marea de dolor, cantamos villancicos, lanzamos a Dios filiales guiños de complicidad, comemos hasta hartarnos, bebemos hasta hartarnos y celebramos nuestras Navidades. 

La humanidad no sabe, pues, dónde está el Norte

Nacer no es compartir. El sufrimiento de las dos terceras partes de la humanidad no lo comparte la otra. El Dios de amor, que nace para unos, no lo comparten todos. No sé si habrá otra vida, en que el Dios remunerador ponga las cosas en su sitio; ni siquiera es preciso que la haya para saber, en ésta, que la vida es lo esencial; que la humanidad que deja morir cada año, por hambre, a cuarenta millones de hijos suyos, es una inhumana humanidad. Y debe concluir. Quizá por eso, para concluir, se esfuerza  tanto en armarse; se esfuerza tanto en preparar su insensato suicidio. «Con el costo de un misil intercontinental se podrían plantar doscientos millones de árboles, regar un millón de hectáreas, dar de comer a cincuenta millones de niños». Para cubrir las necesidades de alimentos, vivienda, salud y escuela del tercer mundo (¿qué tercer mundo es ése?, ¿quién señala el primero y el segundo?, ¿quién discrimina aquí?)  se precisan diecisiete mil quinientos millones de dólares: la misma cifra que el primer mundo se gasta en armamento cada dos semanas. En armamento, es decir, en exactamente lo contrario. Porque aquella es la lista de la vida y ésta, la de la muerte. La humanidad no sabe, pues, dónde está el Norte: cree avanzar y regresa; cree progresar y vuelve a la caverna. Como si nada estuviese sucediendo, nos sentamos a cenar en Navidad, religiosos y alegres y seguros. Qué torpe farsa.

Somos culpables todos. Culpables «esas modas y esos gestos de asistencia, que proporcionan una buena conciencia barata y que no salvan a aquellos a quienes están destinados». Culpables «esas crueles e infecundas utopías, que sacrifican a los hombres actuales en nombre de un futuro proyecto de sociedad». Culpables los que entienden que, por ser antiabortistas, por ejemplo, han cumplido y defienden la vida de modo suficiente. Culpables quienes no damos valor de ley fundamental —sobre todas las otras: sobre todas— a la obligación de salvar a los vivos, de no matarlos y de no exterminarlos. Culpables los que olvidamos —al día siguiente de ver reportajes, fotografías, textos, atrocidades, razas atormentadas— lo que, para nuestra comodidad, nos conviene olvidar. Culpables porque hablamos de otras cosas, y no gritamos, ni exigimos, ni denunciamos, ni acusamos incesantemente. Culpables porque, como Caín, satisfechos y erguidos, poseemos la tierra sin sentir que nos llega hasta el pecho la sangre.

«El sufrimiento de las dos terceras partes de la humanidad no lo comparte la otra»

Pero ni en esta Navidad, ni en ninguna otra, las naciones poderosas van a mirar a las que no lo son. Para no verlas, tienen las serpentinas, los confetis, los globos, las comilonas, los amargos dulces de la Navidad. Para no verlas, tienen los problemas artificiales, los problemas secundarios, los problemas de ataque y de defensa que les plantea la política. La política gélida, que separa y se entroniza, sin saber cómo, en el caliente corazón de los hombres. La política desentendida y asesina, que actúa como si ser blanco o negro, pobre o rico, capitalista o comunista, musulmán o cristiano, significase algo ante el hecho de ser sencillamente hombres. Todos iguales en el fondo, todos de la misma estatura, todos con idénticas necesidades, todos llamados —cada cual a su hora— a la vida y a la muerte. ¿Es que en el destino de la humanidad está escrito algo más que la vida y la muerte?

No consintamos celebrar, con tal hipocresía, la natividad de un niño que sólo habló de amor: de renuncia, de entrega, de compasión, de comunión, de amor. Comamos y emborrachémonos hasta caer al suelo, pero sin poner como pretexto al niño de Belén. Porque la inmensa mayoría de los niños que nazcan esta noche tampoco encontrarán, para nacer, un sitio en la posada. Y nacerán también en un pesebre, o en un lugar peor, y no tendrán una mula y un buey que les vahee los pies, ni paja que los abrigue, ni les darán un cuenco de leche los pastores. Mientras ocurra esto, sospecho que no habrá coros de ángeles cantando la gloria de Dios en los cielos y anunciando la paz para los hombres. Lo diga quien lo diga, por muy alto que esté. Me temo que los ángeles no quieran arriesgarse en un mundo, donde diecisiete millones de niños se mueren cada año de hambre, al tiempo que se almacenan armas y armas para seguir matando a los que el hambre tenga a bien dejar vivos. 

Carta de Antonio Gala, de las aparecidas en El País dominical desde el 1 de febrero de 1981 hasta el 9 de enero de 1983 con el título «EN PROPIA MANO», recopiladas en el libro de igual título editado por Selecciones Austral, Espasa-Calpe, 1983.

 

miércoles, 8 de diciembre de 2021

RECORDANDO A RAFAEL MOLINA SÁNCHEZ “LAGARTIJO”

Por Rafael Sánchez González                                                     

Rafael Molina Lagartijo
                                             

Desde que muy joven me inicié como aficionado a la Fiesta de los toros, sentí gran interés por conocer la enorme riqueza que encierra la historia de la Tauromaquia, y uno de sus personajes que más me cautivaron fue Rafael Molina Sánchez Lagartijo, de quién el pasado día 27 se cumplieron ciento ochenta años de su nacimiento.

Introducirnos en el aluvión de datos que aporta su densa biografía, ni es mi intención ahora ni sabría en este momento por cuál de ellos declinarme, puesto que solo trato dedicar unas líneas en recuerdo de tan inmenso torero.

Lagartijo El Grande

Había en toda su figura tales atractivos, existía tal relación entre la suerte ejecutada, los medios de ejecución y la manera de practicarla, que no quedaba al espectador otro recurso que entregarse ante aquel artista incomparable y batir palmas a la serenidad, valor, aplomo y elegancia, a la maestría en una palabra, de tan incomparable coloso del toreo. El fondo y la forma se daban la mano para hacer de Lagartijo la personificación del torero más perfecto que hasta su retirada se había conocido y uno de los más completos que han existido. Hablar de la historia del Toreo y no citarle en primer término sería imperdonable, porque su señera figura alcanzó relieve de grandeza. La traza y la silueta de su cuerpo, hasta la elegancia de sus movimientos y la armonía de sus acciones en el ruedo, envolvían de plasticidad la lidia. Solo por verle hacer el paseíllo valía la pena pagar la entrada, llegó a decir de él Guerrita. Como también se decía, que componía una obra de arte cada vez que desplegaba su capote. Belleza helénica encarnada y viviente en su toreo. Tras los esbozos artísticos del patilludo diestro madrileño Cayetano Sanz, Lagartijo pasa por ser el torero de mayor arte que hasta entonces, e incluso muchos años después, han conocido los públicos. Lagartijo el Grande le llamaban en su tierra. 

Piconera con burro. Foto: Blog Notas Cordobesas de Paco Muñoz

Porque, Rafael Molina no solo fue grande como torero. En lo personal fue un hombre honrado y bueno; serio, pero ocurrente; altivo con los grandes y colaborador con los humildes. Que les preguntasen a los piconeros cordobeses de los que fue su ángel protector. Aquellos humildes hombres de un gremio muy extendido entonces en la ciudad siempre encontraron amparo en él, desde pagarles los borriquillos con los que portaban sus pesadas cargas, hasta bautizarles los hijos con la sola condición de que se les impusiera el nombre del Arcángel San Rafael. Asimismo, durante los últimos años de su vida mantuvo la costumbre de repartir todos los martes un plato de comida a los pobres que se acercaban a su domicilio. Y esa misma condición de generosa entrega personal la tuvo igualmente hacia sus compañeros. Quien desde su alejamiento de la profesión apenas salió de Córdoba, no dudó en viajar a Madrid para dar su último adiós al único espada que fue capaz de rivalizar firmemente con él durante veintitrés temporadas, Salvador Sánchez Frascuelo, ante cuyo cadáver se postró arrodillado, y sin poder evitar que unas lágrimas rodaran por su rostro exclamó: pobre Salvaór… tanto luchá pa esto.

Salvador Sánchez Frascuelo

Sobre tan extraordinario personaje ¿cómo podría yo resumir siquiera en el breve espacio de un artículo las hazañas de aquel torero excepcional, que comenzó a torear a los once años de edad y se alejó de los ruedos cumplidos ya los cincuenta y dos? Por cierto, enfrentándose en solitario a seis ejemplares de Veragua en la plaza de Villa y Corte. Si acaso, indicar que a lo largo de las veintiocho temporadas que ininterrumpidamente estuvo en activo, es decir, desde el 29 de septiembre de 1865 que recibió la alternativa en Úbeda (Jaén), al primer día de junio de 1893 que por última vez vistió el traje de luces, totalizó 1.632 corridas en las que estoqueó 4.867 toros, cifras de las que 404 y 894, respectivamente, corresponden a Madrid.

Aun cuando he dicho que no intentaría relatar ningún acontecimiento de su vida torera, permítaseme referir un breve suceso, al menos curioso, encontrado entre la documentación que sobre el primer califa tengo recogida.

Festejos en honor del príncipe Federico Guillermo

Funciones de teatro, revistas militares, recepciones y banquetes y hasta una corrida de toros se celebraron en Madrid, en noviembre de 1883, para festejar la visita del príncipe imperial Federico Guillermo, que sería último emperador de Alemania (1888-1918) y rey de Prusia. A tal fin, el domingo 25 de noviembre se organizó una función extraordinaria, que solo vino a engrosar las ganancias de la empresa, indemnizada además de manera oficial con diez mil pesetas, puesto que el ganado lidiado no añadió gloria alguna a la divisa de Veragua y, por lo tanto, aportaron muy poco al lucimiento de Lagartijo, Francisco Arjona Currito y Fernando Gómez Gallo, diestros cabeceros de aquella temporada en el coso matritense, festejo en el que Miguel Almendro, a la sazón banderillero a las órdenes de Fernando, mató en último lugar un sobrero de Eduardo Schelly, tan manso como los ejemplares del señor duque. Baste decir, que, según un revistero de la época, hubo momentos en que los espectadores que ocupaban las localidades altas se entretuvieron tratando de coger al vuelo, como si de moscas se trataran, los jilgueros que sobre sus cabezas revoloteaban.

Sonaron himnos nacionales y hubo brindis para el egregio forastero, que, junto a los reyes de España, Alfonso XII y María Cristina de Absburgo-Lorena, presenciaron el festejo desde el palco real, al que fueron invitados los cuatro espadas junto con un representante de sus respectivas cuadrillas, para saludar a Federico Guillermo, que, muy agradecido expresó su admiración hacia ellos, recibiendo de Lagartijo el estoque con el que había dado muerte a sus dos oponentes, obsequio que recogió manifestando que figuraría entre las espadas de Napoleón III y otros distinguidos militares en una vitrina de palacio, indicándole al conde de Solm que le facilitara los nombres de los cuatro matadores para poderles corresponder con un regalo personalizado.

Lagartijo en la plaza de Madrid

Al despedirse con unas palabras de elogio estrechó la mano a los ocho lidiadores presentes, y entendiendo Currito que les ofrecía su casa, respondió resuelto: en San Bernardo tiene usté la suya, donde quiera que pregunte le darán rasón. La cosa no deja de tener su gracia, pero es que, cuando ya regresaban en jardinera camino de la fonda, según se cuenta, Lagartijo le preguntó a su hermano: ¿tu crees que el hijo del Curro ha entendío al príncipe ese? Juan Molina, que en perspicacia superaba a Rafael, le contestó sorprendido: pero Rafaé, ¿tu va a jasé caso de un endividuo que está más volao que la veleta una torre?

Rafael Molina Sánchez Lagartijo. Un torero que no invadió normas ni borró jurisdicciones, sino que se atuvo a ellas y dentro de ellas fue un consumado maestro y la melodía torera más inspirada y bella vestida de luces. Fue el torero que, sin darse cuenta, promovió el renacimiento de la literatura taurina. Su nombre, escrito con letras de oro, engalana la historia del Toreo y es orgullo y gloria para la tierra que le vio nacer, hace ahora ciento ochenta años. 

miércoles, 1 de diciembre de 2021

«CALERITO»: MERECIDO RECUERDO

Por Antonio Luis Aguilera

El 22 de noviembre se presentó en Córdoba el libro «Manuel Calero Cantero “Calerito”. Merecido Recuerdo», dedicado a la memoria de este gran matador de toros de la década de los años cincuenta, al que una cruel enfermedad segó la vida a los 33 años de edad. El autor es el cordobés Domingo Echevarría Echevarría, que ya ha escrito varias obras taurinas, y ahora nos presenta esta lujosa publicación, editada por la Excma. Diputación Provincial de Córdoba.

Se trata de un volumen de gran formato (30 x 22 cm), que a través de más de seiscientas páginas viene a saldar una cuenta con la historia del toreo cordobés, al romper el silencio que han hallado las generaciones de aficionados, que por razones de edad no vieron al valiente torero de Villaviciosa, autor de una carrera que estuvo jalonada de importantes éxitos en las plazas de España y América. Un trabajo riguroso, excelentemente documentado fotográficamente, que inserta numerosas crónicas y comentarios de las revistas taurinas de su época. En suma, una magnífica labor de Domingo Echevarría, que no dejará indiferente a ningún aficionado que lea sus páginas para recrearse con esta biografía dedicada a Manuel Calero «Calerito».

«Calerito» toreando al natural. Foto Cuevas

El autor cuida los detalles al contar la vida del torero de principio a fin, desde la primera inquietud del joven Manuel por «ser gente» en el toreo hasta el triste final del que fuera llamado el «Lobo de Villaviciosa», narrando con armonía sus etapas de becerrista y novillero, en Valencia y Córdoba, hasta llegar a la soñada tarde de la alternativa en la plaza cordobesa de «Los Tejares», con un encierro de Galache, de manos de Agustín Parra «Parrita», en presencia de José María Martorell. A continuación analiza cada uno de los capítulos que el espada escribió en los ruedos, con la verdad de sus triunfos y el tributo de sus cornadas, durante las temporadas de 1948 a 1957. Tras un apéndice estadístico, el libro nos habla de la vida de Manuel fuera de las plazas, de sus últimas actuaciones en festivales benéficos a partir de 1958, y en su ameno discurrir hasta sorprende al lector descubriendo el parentesco de «Calerito» con «Manolete», vía José Dámaso Rodríguez «Pepete». Finalmente, la obra contempla la figura del matador desde las Bellas Artes, hasta llegar al día «del último viaje», en palabras del genial poeta Antonio Machado. Por supuesto, no podía faltar una referencia a la fundación del «Club Calerito», la peña taurina más antigua de Córdoba, que cada feria de mayo, en memoria de su titular, premia con la «oreja de oro» al novillero que más orejas corte en las novilladas con picadores —si las empresas las organizan—, ofreciendo imágenes de todos los espadas que han sido galardonados.

En Sevilla con el miura «Rosalino» al que cortó las dos orejas... (Foto Cano)

Recreándonos en las fotografías de la obra recordamos un comentario que siendo niños escuchábamos a los aficionados mayores. Hablaban del «toreo cordobés», de ese estilo que tras «Manolete», aceptaron y adoptaron los espadas de la tierra que le sucedieron para expresar su arte. Llama la atención observar como José María Martorell, «Calerito», o con menor fortuna en los ruedos Alfonso González «Chiquilín», manifestaron en las plazas la inmensa verdad del ajuste en el encuentro con el toro, y que con firmeza de plantas citaran con la muleta retrasada, ofreciendo su cuerpo con gallardía, aguantando —¡qué verbo más torero!— a que metiera la cara, para obligarlo con un toreo de manos bajas que eriza el vello y seca las gargantas, con ese arte sin fantasia, austero y seco, que acuñó el sello de «toreros de bragueta» para identificar a los toreros de esta tierra de califas.

... aunque la plaza pidió el rabo para el torero cordobés. Foto Cano

Aún recuerdo aquel soleado día del 13 de noviembre de 1960, cuando tenía cinco años y como cada día, de la mano de mi abuela Pilar pasaba por el coso de «Los Tejares», donde siempre me asomaba a la puerta grande para mirar el ruedo entre la ranura de sus grandes hojas. Aquella excelente aficionada se detuvo en el pasillo que separan las dos palmeras —por donde sacaban a hombros a los toreros en las tardes de triunfo—, y con lágrimas en los ojos liberó la pena que sentía rezando una oración por «Calerito». Después, como comentarista taurino, pude observar el respeto y la admiración con que todos los compañeros hablaban de aquel torero. Pero «Calerito» no tenía quien le escribiera. Me dolía el silencio que envolvía la figura del gran torero, ese que ahora ha roto magistralmente Domingo Echevarría, para hacer justicia y narrar con verbo fácil, sentida emoción y profunda admiración, la carrera de un torero de Córdoba que debe llenar de orgullo a la afición de su tierra.

El sereno valor de «Calerito»

SONETO A «CALERITO», de Domingo Echevarría. 

Habla la historia, Manuel, de tu tesón,

de tu firme valor y tu templanza;

de Rosalino, el Miura cornalón

de tu gesta triunfal en la Maestranza. 


De Madrina, aquella bella canción,

donde Juana cantaba a tu bonanza;

de tu vida torera, de tu pasión,

que se truncó tan llena de esperanza. 


Guarda el recuerdo de tu luz primera:

Villaviciosa, tu tierra serrana.

Valencia, el de tu juventud torera. 


Y tu Córdoba: su cariño infinito,

y el de su viejo río que aún emana

con tu esencia torera ¡Calerito!

Manuel Calero «Calerito». Foto Ortiz