miércoles, 8 de diciembre de 2021

RECORDANDO A RAFAEL MOLINA SÁNCHEZ “LAGARTIJO”

Por Rafael Sánchez González                                                     

Rafael Molina Lagartijo
                                             

Desde que muy joven me inicié como aficionado a la Fiesta de los toros, sentí gran interés por conocer la enorme riqueza que encierra la historia de la Tauromaquia, y uno de sus personajes que más me cautivaron fue Rafael Molina Sánchez Lagartijo, de quién el pasado día 27 se cumplieron ciento ochenta años de su nacimiento.

Introducirnos en el aluvión de datos que aporta su densa biografía, ni es mi intención ahora ni sabría en este momento por cuál de ellos declinarme, puesto que solo trato dedicar unas líneas en recuerdo de tan inmenso torero.

Lagartijo El Grande

Había en toda su figura tales atractivos, existía tal relación entre la suerte ejecutada, los medios de ejecución y la manera de practicarla, que no quedaba al espectador otro recurso que entregarse ante aquel artista incomparable y batir palmas a la serenidad, valor, aplomo y elegancia, a la maestría en una palabra, de tan incomparable coloso del toreo. El fondo y la forma se daban la mano para hacer de Lagartijo la personificación del torero más perfecto que hasta su retirada se había conocido y uno de los más completos que han existido. Hablar de la historia del Toreo y no citarle en primer término sería imperdonable, porque su señera figura alcanzó relieve de grandeza. La traza y la silueta de su cuerpo, hasta la elegancia de sus movimientos y la armonía de sus acciones en el ruedo, envolvían de plasticidad la lidia. Solo por verle hacer el paseíllo valía la pena pagar la entrada, llegó a decir de él Guerrita. Como también se decía, que componía una obra de arte cada vez que desplegaba su capote. Belleza helénica encarnada y viviente en su toreo. Tras los esbozos artísticos del patilludo diestro madrileño Cayetano Sanz, Lagartijo pasa por ser el torero de mayor arte que hasta entonces, e incluso muchos años después, han conocido los públicos. Lagartijo el Grande le llamaban en su tierra. 

Piconera con burro. Foto: Blog Notas Cordobesas de Paco Muñoz

Porque, Rafael Molina no solo fue grande como torero. En lo personal fue un hombre honrado y bueno; serio, pero ocurrente; altivo con los grandes y colaborador con los humildes. Que les preguntasen a los piconeros cordobeses de los que fue su ángel protector. Aquellos humildes hombres de un gremio muy extendido entonces en la ciudad siempre encontraron amparo en él, desde pagarles los borriquillos con los que portaban sus pesadas cargas, hasta bautizarles los hijos con la sola condición de que se les impusiera el nombre del Arcángel San Rafael. Asimismo, durante los últimos años de su vida mantuvo la costumbre de repartir todos los martes un plato de comida a los pobres que se acercaban a su domicilio. Y esa misma condición de generosa entrega personal la tuvo igualmente hacia sus compañeros. Quien desde su alejamiento de la profesión apenas salió de Córdoba, no dudó en viajar a Madrid para dar su último adiós al único espada que fue capaz de rivalizar firmemente con él durante veintitrés temporadas, Salvador Sánchez Frascuelo, ante cuyo cadáver se postró arrodillado, y sin poder evitar que unas lágrimas rodaran por su rostro exclamó: pobre Salvaór… tanto luchá pa esto.

Salvador Sánchez Frascuelo

Sobre tan extraordinario personaje ¿cómo podría yo resumir siquiera en el breve espacio de un artículo las hazañas de aquel torero excepcional, que comenzó a torear a los once años de edad y se alejó de los ruedos cumplidos ya los cincuenta y dos? Por cierto, enfrentándose en solitario a seis ejemplares de Veragua en la plaza de Villa y Corte. Si acaso, indicar que a lo largo de las veintiocho temporadas que ininterrumpidamente estuvo en activo, es decir, desde el 29 de septiembre de 1865 que recibió la alternativa en Úbeda (Jaén), al primer día de junio de 1893 que por última vez vistió el traje de luces, totalizó 1.632 corridas en las que estoqueó 4.867 toros, cifras de las que 404 y 894, respectivamente, corresponden a Madrid.

Aun cuando he dicho que no intentaría relatar ningún acontecimiento de su vida torera, permítaseme referir un breve suceso, al menos curioso, encontrado entre la documentación que sobre el primer califa tengo recogida.

Festejos en honor del príncipe Federico Guillermo

Funciones de teatro, revistas militares, recepciones y banquetes y hasta una corrida de toros se celebraron en Madrid, en noviembre de 1883, para festejar la visita del príncipe imperial Federico Guillermo, que sería último emperador de Alemania (1888-1918) y rey de Prusia. A tal fin, el domingo 25 de noviembre se organizó una función extraordinaria, que solo vino a engrosar las ganancias de la empresa, indemnizada además de manera oficial con diez mil pesetas, puesto que el ganado lidiado no añadió gloria alguna a la divisa de Veragua y, por lo tanto, aportaron muy poco al lucimiento de Lagartijo, Francisco Arjona Currito y Fernando Gómez Gallo, diestros cabeceros de aquella temporada en el coso matritense, festejo en el que Miguel Almendro, a la sazón banderillero a las órdenes de Fernando, mató en último lugar un sobrero de Eduardo Schelly, tan manso como los ejemplares del señor duque. Baste decir, que, según un revistero de la época, hubo momentos en que los espectadores que ocupaban las localidades altas se entretuvieron tratando de coger al vuelo, como si de moscas se trataran, los jilgueros que sobre sus cabezas revoloteaban.

Sonaron himnos nacionales y hubo brindis para el egregio forastero, que, junto a los reyes de España, Alfonso XII y María Cristina de Absburgo-Lorena, presenciaron el festejo desde el palco real, al que fueron invitados los cuatro espadas junto con un representante de sus respectivas cuadrillas, para saludar a Federico Guillermo, que, muy agradecido expresó su admiración hacia ellos, recibiendo de Lagartijo el estoque con el que había dado muerte a sus dos oponentes, obsequio que recogió manifestando que figuraría entre las espadas de Napoleón III y otros distinguidos militares en una vitrina de palacio, indicándole al conde de Solm que le facilitara los nombres de los cuatro matadores para poderles corresponder con un regalo personalizado.

Lagartijo en la plaza de Madrid

Al despedirse con unas palabras de elogio estrechó la mano a los ocho lidiadores presentes, y entendiendo Currito que les ofrecía su casa, respondió resuelto: en San Bernardo tiene usté la suya, donde quiera que pregunte le darán rasón. La cosa no deja de tener su gracia, pero es que, cuando ya regresaban en jardinera camino de la fonda, según se cuenta, Lagartijo le preguntó a su hermano: ¿tu crees que el hijo del Curro ha entendío al príncipe ese? Juan Molina, que en perspicacia superaba a Rafael, le contestó sorprendido: pero Rafaé, ¿tu va a jasé caso de un endividuo que está más volao que la veleta una torre?

Rafael Molina Sánchez Lagartijo. Un torero que no invadió normas ni borró jurisdicciones, sino que se atuvo a ellas y dentro de ellas fue un consumado maestro y la melodía torera más inspirada y bella vestida de luces. Fue el torero que, sin darse cuenta, promovió el renacimiento de la literatura taurina. Su nombre, escrito con letras de oro, engalana la historia del Toreo y es orgullo y gloria para la tierra que le vio nacer, hace ahora ciento ochenta años. 

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