jueves, 25 de noviembre de 2021

JOSELITO Y CORROCHANO: «EL PACTO DE LA ESTRECHA»

Por Antonio Luis Aguilera

El dominio de Joselito. Foto Serrano

El pasado mes de octubre fallecía en Madrid a los 89 años de edad Gonzalo Sánchez Conde, conocido en el mundo taurino por Gonzalito, descubridor de toreros como Víctor Mendes o El Cid, y mozo de espadas y hombre de confianza durante tres décadas de Curro Romero. Este andaluz de Gibraleón (Huelva), hombre afable y ameno, gran conversador sobre ese mundillo que tan bien conocía, contaba entre sus muchas anécdotas una que no es conocida por la afición: la causa de la estancia en Tánger de Gregorio Corrochano, crítico taurino del diario ABC.

Gregorio Corrochano

Manifestaba Gonzalito que entre los toreros a los que don Gregorio «zurraba la badana» estaba el malogrado espada valenciano Manolo Granero. En un encuentro del matador con el obispo de la ciudad del Turia, ante la extrañeza de la autoridad eclesiástica sobre la inquina que intuía en los afilados comentarios del redactor taurino, fue interpelado por la razón de esta, a lo que el torero contestó que él no se plegaba a ciertas pretensiones. El señor obispo, aficionado y seguidor del torero, elevó su queja e informó de la conversación a la dirección de ABC, que destinó temporalmente al cronista a Tánger como corresponsal de guerra. Sea como fuere, lo cierto y verdad es que el periodista dejó de escribir crónicas taurinas el 23 de julio de 1921 y marchó a Marruecos como corresponsal de guerra, retornando a la información taurina de ABC el 25 de octubre de 1922 (Manuel Granero fue corneado mortalmente en Madrid por el toro Pocapena, del Duque de Veragua, el 7 de mayo de 1922, cuando contaba veinte años de edad).

Excelente par de banderillas de Joselito en Madrid

Llama la atención de don Gregorio Corrochano, pródigo por su fecunda obra taurina en la tribuna más influyente de España —no menos pródiga en subjetividad y dogmatismo—, que durante su ejercicio en la crítica se posicionara contra tres toreros que resultaron determinantes en la Tauromaquia: Joselito, Chicuelo y Manolete, ni más ni menos que la terna que configura la columna vertebral del toreo moderno: el ligado en redondo, el sistema técnico que desde los años cuarenta del siglo XX sería adoptado definitivamente por la inmensa mayoría de los toreros para manifestar su arte. Podría decirse que los tuvo ante sus ojos, los miró y no los supo ver. No entendió su dimensión histórica. 

Bastantes años después de la muerte de José en Talavera, a modo de homenaje —eso sí, compartido—, escribiría el libro «Qué es torear. Introducción a las tauromaquias de Joselito, El Gallo y Domingo Ortega (1953)». También, ante la cogida mortal de Manolete solicitaría la gran Cruz de Beneficencia para el torero al que había llamado ventajista por torear de perfil, en clara insinuación de cobardía. Anteriormente, al gran Chicuelo, creador de la faena moderna, lo había envuelto en el papel de regalo de una chicuelina con el rótulo de fino torero sevillano. Inevitablemente hemos de recordar la acertada reflexión del gran pensador del toreo José Alameda: «¿Por qué en la historia se establecen dogmas? La historia no los establece. Los crean algunos críticos y, lo que es más grave, algunos profetas».

Plaza de toros Monumental de Sevilla

La ácida campaña contra Joselito se recrudeció desde la poderosa tribuna taurina de don Gregorio en 1919. Las aguas bajaban turbias desde la construcción de la plaza de toros Monumental de Sevilla, cuando la ciudad tenía su coso de ilustre abolengo, y la familia Luca de Tena, propietaria del diario ABC, mantenía estrechos lazos con los miembros de la Real Maestranza, que no veían con agrado la puesta en escena de otro palenque taurino que les hiciera la competencia. Así las cosas, influenciado o no por la dirección del periódico, Corrochano se posicionó abiertamente contra el espada sevillano, entusiasmado con el proyecto de levantar plazas de toros monumentales en España, para aumentar la capacidad de los recintos, y facilitar el acceso a las localidades baratas del público con escasos recursos económicos.

Gracias a la brillante idea de Joselito aún celebran corridas las plazas de Madrid o Pamplona —esta última réplica de la hispalense—. La plaza Monumental de Sevilla, con capacidad para 23.055 espectadores, fue inaugurada el 6 de junio de 1918 en terrenos de la zona de Nervión, clausurada el 8 de abril de 1921, tras la muete del torero, y derribada definitivamente en 1930. El Gobierno Civil firmaría la sentencia de una condena impuesta desde que fue proyectada. Después de tres años de competencia de ambos cosos, Sevilla recuperaba la normalidad con su plaza, la Real Maestranza, por la que había tomado partido don Gregorio cuando en ambas se celebraban funciones taurinas: «La Maestranza tiene la lozanía de una mujer joven; la Monumental es una jamona; guapa pero una jamona».

Desplante de Joselito en la plaza Monumental de Sevilla

La relación entre el influyente crítico y el grandioso torero era demasiado tensa. A Joselito le quitaba el sueño un acoso que consideraba tremendamente cruel e injusto, mientras desde su pedestal Corrochano no tuvo reparos en atacar al torero por todos los frentes, incluso aquellos que trascendían de la narración de los hechos en los ruedos, al insinuar la manipulación fraudulenta de los pitones de los toros en el cajón de curas del embarcadero ferroviario de «Los Merinales», o airear la tristeza que embargaba al joven diestro ante su amor imposible con Guadalupe de Pablo Romero, hija del famoso ganadero, quien se oponía a esta relación.

En la magnífica obra del periodista Paco Aguado «Joselito El Gallo, rey de los toreros» (publicada por Espasa Calpe en 1999, y reeditada por Editorial El Paseo en 2020), se cuenta que el cronista Don Justo reveló a finales de 1920 en la revista taurina The Times, la conversación íntima que mantuvo con el torero, cuando indignado por la despectiva crónica de Corrochano «Joselito torea en el patio de su casa», de la última corrida de la feria de San Miguel de Sevilla, le dijo:

 «—Es que es insaciable, ¡insaciable! —se quejaba José—. ¡Qué mala persona es ese hombre, Don Justo, qué mala persona!

—¿Pero no le has hecho muchos favores?

—Muchos, pero le vuelvo a decir que es insaciable. Yo no me merezco que me trate así. Ese hombre es mi sombra negra, me quita el sueño (…) No sé lo que quiere, pero le vamos a quitar la cabeza Don Justo».

Natural de Joselito en Barcelona. Foto Mateo

Tratando de reconducir la insostenible relación Ignacio Sánchez Mejías, matador de toros y cuñado de Joselito, propició un acercamiento entre el crítico y el torero para firmar la paz, encuentro que se conoce como el «Pacto de la Estrecha», porque tuvo lugar en el restaurante de este nombre, ubicado en la calle Mayor de Madrid, donde en un almuerzo José llegó al acuerdo de actuar por 5.000 pesetas —la mitad de sus honorarios por tarde— en la fatídica corrida del 16 de mayo de 1920 en Talavera de la Reina, localidad natal del crítico, organizada por unos familiares de este, y donde desgraciadamente  hallaría la muerte en las astas de Bailaor, de la ganadería de la Viuda de Ortega, que era doña María Josefa Corrochano, tía de don Gregorio, en un festejo que organizaba su hijo Venancio, propietario de la plaza.

No cabe la menor duda de que el destino de las personas no está en manos de los hombres, pero resulta penoso recordar que Joselito decidiera ir a torear a Talavera de la Reina para poner fin a un hostigamiento cruel e injusto, a un acoso periodístico que lamentable y accidentalmente acabó en fatal derribo, en el insospechado final de uno de los toreros determinantes y más importantes de la historia.

TEXTO RELACIONADO: VENCIDOS POR LA VIDA.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

EL PULSO ENTRE «CAMARÁ» Y EDUARDO PAGÉS

Por Antonio Luis Aguilera

«Manolete» en la torerísima pintura de Diego Ramos

En la entrada anterior, titulada «Morante prescide de comisionistas», nos referimos a la figura del apoderado, que si bien existe desde el siglo XIX, entonces eran más bien los hombres que hacían los recados de los toreros y todas las gestiones que los espadas determinaran. La figura del apoderado independiente, tal como la conocemos, fue instituida por el cordobés José Flores «Camará» —influenciado en la negociación de asuntos taurinos por José Gómez «Gallito», por el que sentía gran admiración, y con el que en su etapa de matador de toros procuraba dialogar en los largos viajes de ferrocarril—, como hombre de absoluta confianza, estratega, psicólogo y consejero del torero, a quien se debía exclusivamente. Por tanto, la única semejanza del apoderado independiente con el «comisionista» de toreros es que ambos cobran un porcentaje por festejo contratado.

Para ilustrar la importancia del apoderado independiente rescatamos un magnífico texto que ofrece buena prueba de ello, donde podrán comprobar lo que verdaderamente significaba esta figura, entregada por completo a los intereses de su torero, como hizo «Camará» cuando apoderando al «gallo de pelea» que representaba, defendió, como no se había conocido en las contrataciones de toreros, a Manuel Rodríguez «Manolete». Esta figura del apoderado independiente se basó en una relación de mutua confianza, donde uno mandó en el toreo de tablas hacia afuera, y el otro en los asuntos de su torero de tablas hacia adentro.

El testimonio nos lo ofrece el periodista mallorquín Guillermo Sureda Molina en su libro «Tauromaguia» (Colección Austral de Espasa Calpe, 1978), donde al referirse a las oligarquías taurinas y su objetivo de eliminar la figura del apoderado independiente, saca a la luz el inmenso poder que tuvo «Camará» por la incontestable forma de imponerse en los ruedos de «Manolete»:


«Camará» y «Manolete». Dos «gallos de pelea» del toreo


«Voy a contar un ejemplo, muy poco conocido por el público. En 1942, están en primerísima línea Manolete y Pepe Luis Vázquez, que luego se diluirá en “detalles” y … quites, sin perder nunca su categoría de gran torero. Se rumorea que Domingo Ortega vuelve a los toros, por lo que Camará va a hablar con el mentor de Pepe Luis para decirle: «Mire usted, yo creo que Ortega volverá el año que viene. Nosotros vamos a decirle a Pagés, que será quien lo apodere, que el dinero que debe darle a Manolo y a Pepe Luis debe ser tanto, pero que si durante el transcurso de la temporada aparece algún torero cobrando más, nosotros debemos aumentar nuestros honorarios hasta cobrar tanto como él, y esa cláusula debe figurar en los contratos. ¿Qué le parece a usted?» Flores, entonces mozo de espadas del torero sevillano, mira al mentor del torero, que asiente con la cabeza: «Creo que tiene usted razón».

Pasan algunos meses y llega el invierno de 1942, Pagés llama a Camará, que está en Córdoba, y le dice: «Voy mañana a Córdoba a charlar con usted». Ya están Pagés y Camará frente a frente. Dos linces taurinos. Charlan, charlan, luego discuten. Pero Pagés, al ver lo terne que está Camará, le dice con gesto de quien tiene los triunfos en la mano: «Debo advertirle a usted, antes de proseguir las conversaciones, que aquí tengo el contrato de Pepe Luis, en el que, como usted puede comprobar, no figura esa cláusula a la que usted alude». Camará calla, acusa el golpe y firma unas corridas con Pagés, que le dice: «Usted comprenderá que los empresarios también tenemos nuestro amor propio y yo no puedo firmar una cosa así».


«Manolete» reza en la Maestranza de Sevilla (19-4-1944)


Pasa la temporada de 1942, en la que, en efecto, ya bastante avanzada, reaparece Domingo Ortega cobrando, como se suponía, más dinero que Manolete, sin que por eso el cordobés deje de cumplirle al señor Pagés ni un solo contrato de los estipulados. Llega el año 1943 y Pagés y Camará se reúnen de nuevo para hablar de los contratos de Manolete. Empiezan a hablar y Camará lo primero que le dice a Pagés es lo siguiente: «Mire usted, don Eduardo, antes de hablar de contratos debo decirle que si quiere usted contratar a Manolo tiene que abonarle tal cantidad de dinero, que es la diferencia entre lo que cobró Ortega y lo que cobró Manolete en las plazas de usted el año pasado. Si no se le abona, no importa seguir hablando de negocios». Y Pagés contesta: «Vuelvo a decirle a usted que los empresarios también tenemos nuestro amor propio y que yo no puedo pasar de ninguna manera por esa exigencia». Y no hubo acuerdo entre el empresario y el apoderado. Por tanto, Manolete no toreó aquel año ninguna corrida en la que Pagés fue empresario. Manolete volvió a estar sensacional durante toda la temporada, hasta el punto de que, ya en San Sebastián, el público coreó unánime el nombre de ¡Manolete! ¡Manolete! y Pagés se tuvo que ir de su burladero discretamente.


 «Manolete» enseñoreó el toreo


Llega el invierno de 1944 y Manolete está en la cumbre, solo en lo alto, mandón y amo y señor del toreo. Y Pagés, al fin y al cabo hombre práctico, va a Madrid, al Hotel Victoria, a hablar con Camará. Cuando entra en la habitación de éste, lo primero que le dice es lo siguiente: «Me he dejado mi amor propio de empresario en la puerta del hotel». Y Camará le contesta: «Entonces, antes de empezar las conversaciones, debo decirle que tiene usted que abonarle a Manolo esas cien mil y pico de pesetas que hubo de diferencia entre lo que le dio usted a Ortega y lo que le dio a él». Y Pagés le dice: «¿Es eso una cuestión de gabinete?». Camará contesta: «Sí, lo es». «Bueno, pues aquí tiene usted el dinero». Y le alarga a Camará un cheque por el importe de aquella cantidad. Camará y Pagés, dos linces, firmaron de nuevo numerosos contratos y Manolete volvió a torear en las plazas que el primero era empresario. ¿Se concibe hoy en día una anécdota así?».

Pues con esta interrogación que concluye Guillermo Sureda este valioso testimonio finalizamos la entrada, que como continuación a la anterior ha pretendido diferenciar entre dos figuras que, pareciendo similares, no tienen nada que ver entre ellas: el apoderado independiente y el comisonista de toreros. 

jueves, 11 de noviembre de 2021

MORANTE PRESCINDE DE «COMISIONISTAS»

Por Antonio Luis Aguilera

Morante dibuja el toreo en redondo. Foto Conchitina (Diario El Mundo)

Parece que ha pasado desapercibida una de las grandes faenas de Morante de la Puebla durante la pasada temporada. Fue el día en que el diestro reparó que los grandes toreros se firmaban ellos solos las corridas en los ruedos, y decidió que no necesitaba «tributar» a ningún «comisionista» por descolgar el teléfono; que eso sabía hacerlo él, y después, para cobrar las corridas, le bastaba con llevar a una persona de confianza. Posiblemente añoró que la figura del apoderado independiente, sobre todo si conocía a fondo la profesión por haber sido torero, fue instituida como hombre de plena confianza, estratega, psicólogo y consejero, es decir, una persona dedicada absoluta y exclusivamente a su matador. La única semejanza del «comisionista» con el apoderado es que ambos perciben un porcentaje por festejo contratado.

El torero sevillano ha decidido dejar de pagar una elevada suma a un señor por coger el teléfono a las empresas, acordar el compromiso y finalmente cobrarlo; un señor con el que además no existe una relación de amistad o confianza, y que ha de llevar entre los de su tropa torera pagándole los gastos de locomoción, alojamiento y manutención, para que vea el espectáculo en el callejón de la plaza y luego vaya a cobrarlo. Un oficio de privilegiado, para vivir a cuerpo de rey, cobrando los importantes porcentajes que les permiten adquirir las fincas, cortijos y ganaderías que, por regla general, no tienen los propios toreros.

Los «comisionistas» cobran entre el diez al quince por ciento de la cantidad íntegra ajustada por la actuación del espada, aunque los ha habido que han batido el récord de la usura, al «trincar» al torero hasta la mitad de los honorarios. No cabe duda de que estos altos porcentajes en las liquidaciones del matador han sido más duros en tiempos de pandemia, cuando los festejos se han celebrado con aforos reducidos, y las enjutas liquidaciones han resultado más dolorosas al comprobar el debe y el haber, pues el matador se ha ajustado para actuar a cantidades inferiores teniendo los mismos gastos.

Renunciar al «comisionista» es un privilegio de toreros como Morante, que por su categoría de primera figura del toreo tiene la certeza de que lo van a contratar en las plazas importantes, porque interesa artísticamente al que sostiene el espectáculo: el público. Los demás tienen que mantener al «comisionista» como intermediario que ha de contratarlo aquí o allí, sin que puedan preguntar mucho o poco sobre el ajuste, acordado en un manido intercambio de representados entre colegas de la comisión. Y si algún espada pregunta a qué hora comienza la corrida o frunce el ceño, pues lo abandonan por desagradecido, porque tienen cola entre los que anhelan estar en tal plaza o cual feria, confiando en un triunfo que les cambie el signo de la suerte, aunque en demasiados casos, tras jugarse la vida y pagar los gastos de la corrida, no les quede dinero ni para la cena.    

El capote de Morante vuela en Sevilla. Foto Arjona

Antes de la maldita Covid19, algunos representantes de las figuras del toreo aseguraban que sus matadores no se vestían de luces por menos de 60.000 euros en plazas de primera. Si estos privilegiados «comisionistas», en el mejor de los casos para el espada, detraían solo un diez por ciento por corrida, percibían no menos de 6.000 euros en cada una de las primeras plazas del circuito. No hay que saber mucho sobre cáculo para averiguar aproximadamente el importe anual que cobra el «comisionista» por coger el teléfono, echando un vistazo a las corridas que torea una primera figura en una temporada, que empieza en Castellón o Valencia por el mes de marzo, y acaba en Zaragoza o Jaén en el de octubre.

En un tema considerado tabú como el de las cuentas de los toreros, lo que sí trasciende es que después de jugarse la vida cada tarde, han de pagar los altos porcentajes de dos importantes «comisionistas»: el apoderado y Hacienda; sumen los sueldos de dos picadores, tres banderilleros, un mozo de espadas, un ayuda del mozo de espadas, un chófer, habitaciones de hoteles, desayunos, almuerzos, cenas, reposición de capotes, muletas y otros útiles del oficio, así hasta llegar a la nada despreciable gratificación exigida por los «costaleros profesionales» que en las tardes de triunfo los sacan a hombros de la plaza; también anoten, para las figuras del toreo, los gastos del «veedor», que acude a las ganaderías para informar al matador de las características de las corridas apartadas por las empresas.

Interminable la lista de gastos del matador, mientras el «comisionista», además de cobrar limpia la comisión, suele permitirse la licencia de representar a más toreros, sin reparar que sean dos, tres o media docena, a los que tratará exactamente por igual en un aspecto: el cobro de sus porcentajes, porque eso será lo primero que todos verán descontado en sus gastos. Este abuso de toreros representados nos recuerda una célebre frase del genial Groucho Mark: «Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros». Y ya que hablamos de principios, nos asaltan algunas interrogantes sobre estos taurinos: ¿De verdad es fiel un apoderado a su espada cuando lo contrata en precario para incluir en las ferias a otros representados y asegurar sus comisiones? ¿Acaso se pueden servir los intereses de varios toreros sin engañar a uno para favorecer a otro? Algo sí nos queda claro: algunos personajes del opaco mundo de la comisión han convertido a figuras del toreo en meros figurantes.

Morante manda a callar a la música en Sevilla

Afortunadamente, a Morante no solo da gusto verlo torear expresando su genuino acento personal con la confianza que otorgan los veinticuatro años de oficio. También da gusto ver cómo coloca en su sitio a los que buscan protagonismo, sin vivir el trance de matar dos toros cada tarde. Verbigracia, mandar a callar a los directores de las bandas de música de Sevilla y de Jaén, que «le tocaron los costaos», y tras los sonoros y televisados «petardos» deberían ceder a otro la batuta; o ahorrarse los importantes gastos que le suponían los porcentajes del último «comisionista» por ponerse al teléfono y ajustar las contrataciones. También Groucho Mark tuvo una mención para los «comisionistas» en otra de sus frases: «Cuando muera quiero que me incineren y que el diez por ciento de mis cenizas sean vertidas sobre mi representante».

Genio y figura el gran torero de la Puebla del Río. Claro que para actuar así hay que llamarse José Antonio Morante Camacho, y tener la certeza de saber resolver en el ruedo para contratarse él solo. De lo contrario sería imposible navegar en libertad por los complicados mares que manejan los «clanes» del toreo.

lunes, 8 de noviembre de 2021

TOREROS CON GAFAS EN LOS RUEDOS

Por Rafael Sánchez González

Manuel Rodríguez Sánchez «Manolete»

Me preguntan si es cierto que Manuel Rodríguez Sánchez Manolete (padre) llegó a torear usando gafas durante la lidia. No es la primera vez, y más concretamente en Córdoba, que sale a colación este tema y la realidad es que no se conocen datos que acrediten tal caso.

Allá por marzo de 1989, en compañía de mis recordados amigos Pepe y Rafael Guerra Montilla nos desplazamos a la localidad de Cabra, donde, por mediación de Manuel Mora, visitamos a José Pérez Polo, reconocido aficionado local que era poseedor de abundante material (carteles, fotografías, etc.) relacionados con la Fiesta de los toros. Entre otros documentos pudimos observar una foto en la que el referido diestro aparecía vestido de luces y provisto con gafas para la vista, junto a dos personas desconocidas para nosotros. Como fondo tenía una blanqueada pared, por lo que era imposible poder identificar el lugar donde pudo ser tomada dicha instantánea. Lo que estaba claro es que Manolete llevaba puestas las antiparras aun vestido de torero.

Antiguo barrio del Campo de la Merced de Córdoba

Asimismo y relacionado con este tema, entre los numeroso datos tomados en las amenas tertulias que hace años mantuve con antiguos vecinos del «Campo de la Merced», todos ellos veteranos aficionados con muchas vivencias que todavía recordaban, y poseedores por tanto de innumerables  episodios sucedidos en aquel taurinísimo barrio del viejo matadero cordobés, conservo un apunte en el que Rafael  Luque Flores (hijo del que fuera extraordinario subalterno Ricardo Luque González Curro Camará), me refiere cuando con otros chavales se asomaban a una ventana en la planta baja de la casa donde vivía Manolete, en la calle «Molina Sánchez Lagartijo», para verle vestirse de luces, llamándoles la atención que lo hiciera teniendo colocadas unas gafas, que -me dijo- dejaba luego sobre la mesita de noche antes de salir con dirección al coso de «Los Tejares». Sabido es y conviene recordarlo ahora, que como consecuencia de una enfermedad el Sagañón, apodo por el que era conocido entre sus vecinos Manuel Rodríguez, padecía una afectación en la vista que se fue agravando con el paso del tiempo, por lo que solía utilizar lentes en su vida cotidiana. 

Como última cita, en la página dedicada a Consultorio Taurino del semanario El Ruedo correspondiente al 20 de febrero de 1958, contestando a la misma pregunta con relación a Manolete ofrece la siguiente respuesta: Solo podemos decirle que en una ocasión le vimos hacer el paseíllo en Bilbao (solo el paseo) con gafas cuando era novillero todavía.

En cambio, respecto a Francisco Montes Paquiro, parecer ser que toreó con gafas en el festejo que se dio en Sevilla el 5 de noviembre de 1849, con motivo del feliz alumbramiento de la Infanta Luisa Fernanda, Duquesa de Montpensier, según afirmó Aurelio Ramírez Bernal P.P.T., en un trabajo que publicó La Lidia en su número 41 del año 1900, en el que dicho escritor hizo tal aseveración a la vista del cartel de aquella corrida.

La despedida del torero.
Museo Carmen Thyssen de Málaga

Indiquemos de paso que Francisco Montes fue el gran reformador de los festejos taurinos tal y como han llegado hasta nuestros días, sin más variaciones que las impuestas por la evolución de los tiempos. Una prueba concluyente de su poder creativo y organizador la encontramos en su original concepción del arte de torear, que Pedro Romero fundamentaba en la suerte de matar, pues si bien Costillares y Pepe-Illo se apartaron algo de tal concepción, fue Paquiro el que otorgó parecida transcendencia a las restantes suertes, tanto de capa, banderillas y muleta, de manera definitiva. Su inteligencia y buen gusto fueron las bases en que se apoyó para lograr su propósito, sin que podamos olvidar que también ordenó la composición de las cuadrillas e influyó sobre el cambio en la ropa de torear. Sus amplios conocimientos de la lidia los dejó reflejados en su Tauromaquia Completa. Por algo Ortega y Gasset al proyectar un estudio, que no llegó a desarrollar, sobre la Fiesta de los toros lo titulaba Paquiro o el arte de torear

Corría el año 1846 y Montes, ya envejecido prematuramente por culpa de una vida alocadamente entregada  a diversos excesos, seguía con el mismo valor y entusiasmo de los días de su poderosa juventud, sosteniendo con hechos asombrosos el prestigio conquistado a base de arte y maestría, pese a sufrir un varetazo en la ingle toreando en Jerez de la Frontera y una cornada en el muslo que le infirió un astado de Durán, percances que le indujeron a tomar la determinación de que en el curso siguiente limitase  sus intervenciones a las plazas de Andalucía y algunas del norte, y cuando en septiembre del 48 fue a Sevilla, accediendo a los deseos de los Duques de Montpensier, tras actuar  junto a Curro Cúchares y el Chiclanero, optó por dejar el toreo. Retirada que habría de durar poco tiempo, dado que en 1850, aceptando una sustanciosa oferta que le presentó la empresa de la Villa y Corte volvió nuevamente a los ruedos. 

Procedente de La Coruña, donde había participado en dos corridas, Francisco Montes llegó a Madrid el día 20 de julio de aquel año a fin realizar el paseíllo el día siguiente en el ruedo madrileño, no sin antes apadrinar a un hijo del famoso banderillero Nicolás Baro, fausto acontecimiento que con todo rumbo se celebró hasta bien entrada la noche, pero decidido a continuar la fiesta, en lugar de marcharse a descansar Paquiro quiso  prolongar su particular juerga hasta el día siguiente, acudiendo a tan importante cita con evidentes pruebas de la alegre jornada vivida.

Francisco Montes «Paquiro»

Acartelado con José Redondo el Chiclanero y Cayetano Sanz se enfrentaron a toros de la antiquísima ganadería de casta jijona que a la sazón poseía en Ciempozuelos don Manuel de Torre y Rauri, cuyas reses lucían ya en su divisa los colores amarillo y encarnado. En primer lugar, salió Rumbón, retinto y aldinegro ejemplar que manseó en varas por lo que fue fogueado. Tan solo le había dado Montes tres pases con la muleta cuando el jarameño, en una colada, le volteó y corneó produciéndoles una herida a la altura del tobillo y otra de mayor extensión en la pantorrilla del muslo izquierdo, además de contusionarle en la cabeza y en el pecho. Al incorporarse con el rostro ensangrentado miró a su paisano diciéndole: encárgate de él, que estoy jerío. Después de curado en la enfermería de la plaza fue trasladado a su domicilio en la calle Amor de Dios. No volvería a torear más.

Retirado definitivamente en su casa de Chiclana de la Frontera, cuando apenas había cumplido cuarenta y seis años de edad, el 4 de abril de 1851 dejo de existir aquel buen mozo que iniciado en el oficio de albañil, tras pasar por la Real Escuela de Tauromaquia de Sevilla, alcanzó a ser un torero de enorme popularidad y, sobre todo, uno de las más importantes en la historia del toreo, a cuya memoria y amparado en el tema  que motiva estas líneas, he querido recordar brevemente, cuando se ha cumplido este año el 170 aniversario de su muerte, y al que García Tejero le dedicó estos versos:  

                              «El rey de los toreros se apellida

                               y con justa razón rey se proclama…

                               Su nombre ya no muere, pues su vida

                               en letras de molde se verá esculpida

                                y tanto durará como su fama».  

lunes, 1 de noviembre de 2021

TOREAR DESPACIO: UN DON DE PRIVILEGIADOS

Por Antonio Luis Aguilera

«El temple somete y el sometimiento ralentiza la embestida». Foto Plaza1

«El temple somete y el sometimiento ralentiza la embestida». Son palabras del torero que más despacio he visto torear en mi vida: Juan Ortega.

Hacer despacio el toreo de verdad es lo más difícil en el trance de pasarse por la faja a un toro bravo. Requiere una fuerza interior, un don especial que sostenga la calma para mantener la pureza del compromiso sin recurrir a los alivios técnicos, a esas ventajas que ofrece el conocimiento del oficio y permiten aligerar el riesgo, las mismas que son válidas cuando permiten resolver situaciones comprometidas de la lidia ante la peligrosidad del animal, pero que últimamente son comunes en los ruedos ante cualquier res, hasta el punto de que el público no muy entendido las acepta como normales. Verbigracia, colocarse por fuera y aprovechar la inercia del animal para meter el pico de la muleta en el pitón contrario y aligerar el pase con impostada elegancia fotogénica, o torear en oblicuo echando hacia afuera la embestida.

Torear encajado de verdad, con la pureza y el clasicismo que lo hace Juan Ortega es engrandecer el arte del toreo, elevarlo a un estado superior; es exaltar el efímero e inolvidable encuentro donde se ofrece la vida para crear una obra que exige entrega absoluta desde la colocación en la suerte, así como calma interior para afrontar la angustia del riesgo al enganchar al toro y someter la embestida pulseando el suave vuelo de las telas, que terminan por imponer otra velocidad, otro ímpetu al mostrado en las primeras acometidas, graduando su celeridad con ese toreo de seda que nace de un encuentro sin violencia, despacioso, de imágenes a cámara lenta. Atesorar la gracia para hacer inmenso el toreo, con esa cualidad que no parece humana, es un don que solo han tenido algunos privilegiados en la historia, esos elegidos que recibieron «las bolitas» que según Rafael de Paula mandan desde el cielo al nacer. 

Juan Ortega, encajado de verdad, torea al natural en Sevilla.
Foto Emilio Méndez (Cultoro)

Pronto vio la afición de Madrid las cualidades de Juan Ortega, torero al que ha respetado y esperado desde su revelación en el ruedo venteño el 15 de agosto de 2018, adelantándose incluso a la hispalense, que por la «sensibilidad» de su empresario hubo de aguardar media docena de años, más otro por el maldito Covid, para verlo en su albero como matador de toros. Un largo y duro camino desde la tarde de la alternativa en Pozoblanco, sin que los grandes comisionistas del toreo dieran opciones a las cualidades que después, gracias a dos empresarios modestos, Juan Reverte y Alberto Garcíaiban a maravillar al orbe taurino al ser televisadas por Canal Toros de Movistar, que actuó como notario para dar fe de la epifanía de Linares ante el enclasado Nardito de Parladé, amenizada con las notas del pasodoble Manolete, y fechas después en la plaza de Jaén de la que fue considerada la faena del año, ante el exigente Basurilla del hierro de Victoriano del Río.

Entre la tristeza por la pandemia llegaba un canto a la esperanza por aquella bocanada de pureza, sensibilidad y excelencia del toreo. Tras desbrozar un espinoso camino sacando fuerza de flaqueza, el primer gran éxito de Juan Ortega fue creer en sus cualidades sin que «el sistema» lograra aburrirlo, y tener la certeza de que debía estar preparado para el día que la «suerte» apareciera por la puerta de chiqueros vestida de negro con dos pitones en el testuz. Cuando por fin le vimos «cambiar la moneda» y expresar el toreo clásico tan despacio, llevando la ilusión a los aficionados, recordamos una frase con aires de sentencia pronunciada por Curro Romero: «¡Qué difícil es comer despacio cuando se tiene mucha hambre!».

ENLACE RECOMENDADO: CRÓNICA DE VICENTE ZABALA PUBLICADA EN EL DIARIO «EL MUNDO» E IMÁGENES DEL CANAL TOROS DE MOVISTAR EDITADOS EN EL BLOG «LA RAZÓN INCORPÓREA» de JOSÉ MORENTE.