sábado, 13 de abril de 2024

SEVILLA HA CAMBIADO

Por Antonio Luis Aguilera

Plaza de toros de Sevilla

Una de las cosas que caracteriza a una plaza de toros es el criterio de su afición y de la autoridad que ocupa el palco presidencial. Sevilla siempre fue una plaza con sello propio, donde sus silencios pesaban como una losa avergonzando a los toreros, y la entrega de su público era signo de reconocimiento y respeto: la aprobación de una obra bien hecha. Hasta en esa entrega Sevilla siempre fue cauta para administrar su saber ver el toreo, para analizar el comportamiento de los toros, y para medir en su justa medida la lidia. Salvo con algunos de «sus toreros», que gozaron de trato especial, Sevilla fue una plaza dura para la torería foránea, que debía de estar muy espabilada y hacer las cosas mejor que bien para obtener un triunfo que siempre otorgaba categoría.

Pero Sevilla ha cambiado, ya no es la misma. Por ley de vida han desaparecido aquellas generaciones de grandes aficionados que precedieron a los que hoy ocupan los asientos de la plaza más bonita del mundo. Y aunque todavía mantiene una afición selecta que ya quisieran para sí muchas plazas, entre los cabales que distinguen el paño se mezcla una masa triunfalista de escaso saber y menos prudencia, que estalla al primer lance o muletazo sin esperar para comprobar el planteamiento de la lidia, el acierto de los terrenos elegidos, el acoplamiento entre los protagonistas, o sin medir si el desarrollo, templanza y resolución de la suerte cobra idéntica verdad y belleza a la del embroque que provocó un precipitado estallido de júbilo. Ya no suele escucharse ese runruneo general del «bien» que precedía al ole emocionado con que estallaba toda la plaza.

Del mismo modo, tampoco se valora proporcionalmente la resolución de la faena, la firma que con el acero ha de estampar el matador sobre la cruz del animal. Como en tantas otras plazas, ahora lo importante es que el toro doble pronto, sin importar mucho la ejecución de la suerte suprema, la trayectoria de la espada y el lugar de la anatomía donde se haya alojado. Las estocadas que hace años se criticaban porque estaban en «el rincón» hoy serían estoconazos de primera categoría ante esos sablazos que se alojan en los bajos e incluso en «el chaleco», sin que importen mucho o poco para solicitar del palco un premio grande para el torero.

Y si el palco lo ocupan aficionados que llegado el momento de tomar su decisión no son capaces de soportar la presión de los triunfalistas, al relevo generacional del público de la plaza se suma ese otro cambio de criterio de un palco que ahora no valora en su justa medida la excepcional bravura de un toro en el ruedo antes de rajarse por estar pasado de faena, o que desde ese balconcillo, que nunca fue fácil para los toreros —salvo para algunos de Sevilla, como ya hemos dicho—, ahora flameen pañuelos blancos a pares ninguneando la categoría de una plaza que siempre fue única. En el tramo que va de feria se han tomado decisiones impropias por el presidente de las corridas, como no premiar con la vuelta al ruedo a un excelente toro, o regalar una Puerta del Príncipe, por razones que trascienden a las taurinas, a un matador que ofreció una gran tarde de toros y debió cortar una oreja de peso en cada toro. Esperemos que el palco vuelva a ser el palco y la tómbola de premios baratos siga donde tiene que estar: en la calle del infierno del recinto ferial.

 

lunes, 8 de abril de 2024

EN RECUERDO A JUAN BELMONTE


JUAN BELMONTE GARCÍA
(SEVILLA 14-4-1892/UTRERA 8-4-1962)
Juan Belmonte «El Pasmo de Triana» 
Escultura de Venancio Blanco en el Altozano de Triana,
frente a la plaza de toros de la Real Maestranza de Sevilla. 

 

EL ÚLTIMO ENCIERRO

Manuel Benítez Carrasco

 

¡Cómo pudo, cómo pudo

con un torero tan grande

un torillo tan menudo!

 

Los pitones van torcidos,

el plomo marcha derecho;

aquellos te hirieron tanto,

éste, una vez, y estás muerto.

 

¡Cómo pudo, cómo pudo

con un torero tan grande

un torillo tan menudo!

 

En el silencio del cuarto

—soledad de redondel—,

tú, y un torito de plomo

pequeño, que ni se ve;

y una arrancada de pólvora,

una cornada en tu sien,

y tu muerte en la pasmada

soledad del redondel.

Un hilo manso de sangre,

sin posible enfermería, 

poco a poco se cuajaba,

roja escarcha, en tu mejilla.

 

¡Cómo pudo, cómo pudo

con un torero tan grande

un torillo tan menudo!

 

¿O es que, cuando aquel torillo

de lumbre te dejó frío,

ya estabas empitonado 

por el toro del hastío…?

¿Qué corrida de amargura

bajo tu frente abatida;

qué toros de sinsabor

en la plaza de la vida;

qué toros de sin sabor

andaban dando cornadas

dentro de tu corazón…?

 

¿Acaso quisiste huirle

—qué tremenda única vez—

a ese toro, con frecuencia

marrajo, de la vejez…?

 

¿Fue que volviste la espalda

—qué única vez con razón—

al eral, florido, tierno

y astifino del amor…?

 

¿Fue que le tuviste miedo

—qué única vez de agonía–

al toro manso, más manso,

al de la melancolía…?

 

¿O más bien, que no quisiste,

porque no, torear más

al reservón, negro y largo

toro de la soledad…?

 

Si no pudieron contigo

los toros de furia brava

que matan a pitón limpio;

si no pudieron contigo

—si es verdad que no pudieron—

esos toros que te digo,

los del amor, la vejez,

la soledad, el hastío…

 

¿cómo pudo, por qué pudo

con un torero tan grande

un torillo tan menudo?

 

Los pitones van torcidos,

el plomo marcha derecho;

aquellos te hirieron tanto…;

éste, una vez, y estás muerto.

 

Y en el aire, la pregunta

está vestida de negro,

arañándose la duda:

 

¡Cómo pudo, por qué pudo

con un torero tan grande

un torillo tan menudo!


Juan Belmonte García

 

Tomado del libro «Los toros en la poesía de Manuel Benítez Carrasco».

Editorial Castillejo. Sevilla.