lunes, 27 de marzo de 2023

EL CARTEL DE TOROS

Por Luis Rodríguez López*

«Manolete» en el cartel de Carlos Ruano Llopis

La historia del cartel taurino es, a la misma vez que amplia y diversa, tan rica y evolutiva en sus formas expresivas como la propia Fiesta de Toros, y ha experimentado en el transcurso de los años las mismas transformaciones que la propia Fiesta que les da motivo y razón de ser, llegando a convertirse no sólo en elemento meramente anunciador de un evento, sino en una parte importante de la propia liturgia que rodea y da carácter al mundo mágico y ancestral del rito taurino.

Cuando allá por el siglo XVII la nobleza cede el protagonismo de la Fiesta a las manos del pueblo, su legítima fuente creadora, el Cartel de Toros comienza paulatinamente a desarrollarse. Sin entrar en la extraordinaria fuerza de atracción que la Fiesta ejerció siempre en los grandes pintores, es a partir del siglo siguiente cuando comienza su verdadera expansión, que alcanza un cenit de extraordinaria inspiración creativa realizada por magníficos pintores y dibujantes, que se convierten en auténticos especialistas de la cartelería taurina, requeridos por algunas industrias litográficas que atienden demandas de empresarios del espectáculo taurino.

Así se abandona o se reduce a las mínimas expresiones la  utilización de la tipografía, que habiendo alcanzado su máxima expresión carece de más movilidad de elementos, y cede el protagonismo mantenido en la confección del cartel taurino a las nuevas técnicas de la litografía, impulsada por el genio creativo de los ilustradores de revistas taurinas.

En su origen, la litografía se confeccionaba en una piedra porosa calcárea, donde se dibujaba con pincel o lápiz litográfico con un componente de materia grasa. Concluido el dibujo, la piedra se bañaba en agua y luego se le pasaba un rodillo entintado, adhiriéndose así la tinta a la parte dibujada y quedando para la impresión o para el retoque. Posteriormente la piedra fue sustituida por planchas de zinc, pero siempre grabadas directamente sobre ellas, hasta la aparición del fotograbado que es otra técnica distinta.

«Manolete» en el cartel de José Cros Estrems

Las diferentes publicaciones taurinas que proliferaron en la segunda mitad del pasado siglo fueron los semilleros para aquellos cartelistas taurinos, que utilizaban con profusión multitud de elementos de todo tipo para realzar el elemento puramente taurino.

«La Lidia», sobre todas, «Sol y Sombra» y «El Chiquero», entre otras, incorporan en lo taurino lo que otras revistas como «El Violón», «El Guirigay»,  «Gil Blas», etc., hacen ya temas generales, y llaman a sus redacciones a dibujantes y “estampistas” que realcen el contenido de sus publicaciones.

Los mejores de la época son, sin duda, los hermanos Alfredo y Daniel Perea, autores de las siempre famosísimas láminas de «La Lidia» y que a través de ellas, como de la cartelería que confeccionan, se hacen acreedores a ser denominados, y con muchísima razón, los primeros protagonistas de la Fiesta.

Los hermanos Perea y sobre todo, Daniel, hacen con sus láminas y sus carteles que muchas personas se aficionen al tema taurino solamente viendo sus famosísimos dibujos.

Junto a ellos debemos citar también nombres como los de Chaves, Cilla, R. Esteban y Marín, todos de encomiable estilo, que en su mayoría graban e ilustran a la misma vez, aunque el resultado de las láminas y de los carteles fuesen labor de artesanos, que casi siempre estaban vinculados al taller del dibujante o de la revista.

A principios del siglo XX hay otra renovación en el cartel taurino, y colaboran con imprentas como la de Ortega de Valencia grandes artistas, que dan renovado esplendor a ese elemento vital de las corridas que es el cartel: Roberto  Domingo, Carlos Ruano Llopis, Juan Reus, Cross Estrems y otros, plasman verdaderas y auténticas obras maestras de esplendorosa grandeza.

Desde los años ochenta del siglo pasado, las nuevas tecnologías de impresión introducen elementos como la fotografía, de la que últimamente se está abusando, quizás en demasía, aunque afortunadamente y en tiempo muy reciente, se vuelve a la inquietud artística de presentar carteles taurinos, con la originalidad creativa que nunca debería perder un espectáculo basado fundamentalmente en la autenticidad, en el colorido y en la estética más gallarda que pueda encontrarse en  ninguna otra manifestación artística.


*En memoria del gran aficionado cordobés Luis Rodríguez López, de cuya empresa de artes gráficas salieron los excelentes carteles que anunciaron muchas ferias de Córdoba. Este artículo fue publicado en la feria del año 2000 por el Semanario «La Calle de Córdoba», en un extraordinario suplemento taurino titulado «Córdoba, cien años de toros», dirigido por Rafael Sánchez González.

sábado, 18 de marzo de 2023

VER AL TORO PARA ENTENDER EL TOREO

Por Antonio Luis Aguilera 

Saber ver al toro para entender el enigma de su bravura

No solo el torero ha de saber ver al toro para interpretar el enigma de su bravura. También el espectador, aunque siempre en distinta medida, porque cómo lo sabe ver un torero nunca lo hará ningún aficionado por experto que sea, para entender la lidia ha de saber ver al animal, comprender su conducta, graduar la escala de su bravura, bien sea ofensiva, defensiva o con retazos de ambos matices, para aprobar el planteamiento de la lidia del diestro. Por eso llevan razón aquellos que, ante la división de criterios sobre una actuación, aseguran que hay tantas faenas como aficionados había en la plaza. 

No obstante, al espada hay que juzgarlo en base a las interrogantes que ha resuelto de las planteadas por el toro, por la manera de entenderlo y aplicar sus conocimientos para potenciar virtudes o corregir defectos. Así las cosas, si el espectador, más allá de aguardar una expresión artística que puede no llegar, no entra en la partida, sin duda estará incapacitado para juzgar lo que pasa en el ruedo, porque quien no sabe ver al toro carece de objetividad y no está capacitado, ni éticamente legitimado, para opinar de la actuación del torero que desde el tendido ha mirado sin ver.

La peor ceguera de algunos espectadores, que se jactan de severos, viene causada por la ridícula idea de considerar inalterable un concepto y pretender convertirlo en dogma, por ejemplo: la sacralización de la bravura. Se ignora su evolución histórica, unida al propio toreo. Esta singularidad del toro de lidia no fue igual en el toreo primitivo que en épocas posteriores, gracias al buen trabajo de los ganaderos, que supieron adivinar el toro que por hechuras, fijeza y entrega demandaba cada tiempo, para que fuera posible un arte más estilizado.

Los criadores lo buscaron en la selección y lo hallaron, ofreciendo al toreo un animal más armónico y proporcionado, con mejores hechuras y superior entrega, clase y fondo, que sin perder la agresividad y nobleza que lo diferencia del ganado bovino de abasto, permitiera transformar la lidia, entendida como lucha y burla de las acometidas, en un encuentro artístico de superior rango, por su belleza y quietud. 

Fueron los criadores quienes escucharon las demandas de históricos espadas, como el genial Rafael Guerra «Guerrita», y hallaron otro toro para otro toreo, para que el torero se pudiera parar y expresar su acento artístico, templar con gracia, modelar acometidas,  y otorgar plasticidad al encuentro con la despaciosidad de una fuerza creativa que posibilitaba mandar y ligar esa embestida, indispensable para que relampagueara la belleza efímera de instantes inolvidables. Momentos maravillosos que para captarlos requieren atención, conocimiento y sensibilidad artística, pues sin esta será imposible participar en la comunión que se crea en la plaza cuando cristaliza el toreo, el único arte vivo de todas las artes.  

La singular belleza del toreo al natural de Juan Ortega. Foto Arjona

Y para ser partícipe de esa comunión hay que saber ver el toro, distinguir entre las manifestaciones de la bravura y del genio, entre la entrega humillada de la noble embestida y la defensa áspera del arreón. Identificar los bravos rasgos de nobleza, fijeza, prontitud, entrega, clase, recorrido, ritmo sostenido, fondo. Adivinar cuando empieza a mentir en la lucha antes de que definitivamente se raje y busque tablas, observar cuando comienza a aburrirse al rematar la embestida, a protestar en las telas, a frenarse y medir al torero, a reservarse esperando el descuido para hacer presa. 

También es indispensable observar el planteamiento del torero en la resolución de cada incógnita en el ruedo, porque cada toro es un problema que salta con dos pitones, al que hay que someter con inteligencia, sin brusquedad en las formas ni en los toques, invitándole suavemente a tomar las telas para llevarlo despacito, sin olvidar nunca que a buenos modales responderá de igual forma, pero a los violentos recordará que para fuerza bruta la suya. 

Saber ver el toreo requiere descifrar los enigmas de cada toro, entender el planteamiento del torero, valorar la suma de entregas, las del animal y la del hombre, protagonistas de soledad y miedo cada tarde de corrida, dignos merecedores del respeto más absoluto de quienes de verdad aman el toreo, de todos esos aficionados auténticos que tan acertadamente supo retratar un gran entusiasta de la Tauromaquia, el periodista y escritor francés Jean Cau cuando escribió: «Amar los toros es, cada tarde, a eso de las cinco, creer en los Reyes Magos e ir a su encuentro».

jueves, 9 de marzo de 2023

EL DÍA QUE LLORÓ «GUERRITA»

Por Rafael Sánchez González      

Antonio María Bejarano Millán «Pegote»

En febrero de 1887 y a modo de ensayo para la alternativa, fijada ya para el otoño, toreó «Guerrita» en Madrid una serie de novilladas, en las que salieron con él como picadores Francisco Parente «El Artillero», muy conocido de aquella afición, y Antonio Bejarano Millán, mozo fornido y de arrogante presencia que comenzaba a picar con habilidad y valentía y al que, indistintamente, apodaban «Cono» o «Pegote». Acartelado con el primero de estos alias hizo su debut en la Corte el día 27 —festejo en el que «Arriero», del Duque de Veragua, le infirió un puntazo en el pie derecho—, y a partir de la novillada del 12 del siguiente marzo adoptaría definitivamente el de «Pegote», con el que alcanzaría justa fama.

Todo transcurría con normalidad a las órdenes de Rafael Guerra, primo hermano suyo, hasta que en 1892 el comportamiento de Antonio Millán comenzó a preocupar a todos sus compañeros de cuadrilla, situación que se vería agravada el siguiente año, al extremo de que «Guerrita», tras actuar en Logroño (22/9), hubo de aconsejarle su regreso a Córdoba. Así lo hizo, pero a su paso por Madrid, no se le ocurrió otra cosa que personarse en el Gobierno Civil para denunciar el robo de unas alhajas del que, según él, había sido víctima, suceso que sólo existía en su ya trastornada mente. Y lo peor fue que no quedó ahí la cosa, porque, aquella misma noche se echó a la calle casi desnudo, portando en sus manos una lavativa y provocando un gran escándalo, ya que, además de gritar y proferir insultos, golpeaba a cuantos sorprendidos transeúntes encontraba a su paso, amén de algún municipal que avisado del alboroto acudió con intención de detenerle. Gracias que coincidió a pasar por allí su compañero y amigo José Galea Jiménez, banderillero gaditano enrolado en las filas de Mazzantini, que anteriormente había pertenecido a las de su primo Rafael Bejarano «Torerito», quien, reconociéndole, salió en su defensa y se  lo llevó a la fonda «La Gregoria», asiduo cuartel general en Madrid de las huestes del Guerra, donde al fin pudo ser calmado.

Prácticamente, todo estaba acabado ya para el desventurado «Pegote». Recluido en el manicomio que en Carabanchel tenía el doctor Esquerdo, y aunque pasara en Córdoba cortas etapas cuando su lucidez era más acorde, el 2 de febrero de 1899 fallecería en dicho establecimiento psiquiátrico, totalmente loco. 

Días después fue trasladado su cadáver a Córdoba en un furgón funerario del tren correo, y a la torerísima hora de las cinco de la tarde, antes de ser enterrado en el cementerio de San Rafael, se celebraron en la iglesia de Santa Marina los funerales, resultando insuficiente el templo para poder acoger a cuantas personas asistieron a los mismos. «Guerrita», aquél poderoso diestro que jamás desmayara frente a los astados, apenado por la muerte de Antonio Millán, no pudo evitar que unas lágrimas cayeran por su rostro. Hasta esa fecha, nadie había visto llorar al Guerra.

Un revuelo de gemidos…

Una angustiosa llamada…

Y luego, solo el silencio…

el aire… la luna… nada…

(José de la Vega)

 

miércoles, 1 de marzo de 2023

«YO MATÉ A MANOLETE»

Por Antonio Luis Aguilera


Con este llamativo título el cordobés Antonio Estévez Reyes presenta su segunda obra literaria. En esta ocasión se trata de la biografía novelada de la actriz Antonia Bronchalo Lopesino (1917-1959), conocida artísticamente como «Lupe Sino», que fue la novia del torero Manuel Rodríguez Sánchez «Manolete» (1917-1947), desde 1943 hasta la infausta tarde de Linares, cuando una grave cornada y la infortunada actuación de un prestigioso cirujano, contraria a la opinión de sus compañeros médicos, acabaron con la vida del torero. La muerte de Manolo destrozaba los planes de boda con Antoñita, prevista para el mes de octubre, con o sin consentimiento de Angustias Sánchez, madre del diestro, que no quería ni oír nombrar a la novia de su hijo. 

Antonio Estévez presenta un documentado relato sobre la relación de aquella pareja de novios adelantados a su tiempo, a los que por envidia y por «pasarse de la raya», como se decía en la severa España de entonces, no dejaron vivir en paz, cayendo sobre ellos una sarta de calumnias, murmuraciones, críticas, acosos y desprecios personales y profesionales, que fueron minando el ánimo del torero. Cinco días antes de la tarde de Linares, «Manolete» acudió con su apoderado a la consulta del doctor don Gregorio Marañón en el hotel «María Cristina» de San Sebastián. Tras explorarlo, el prestigioso médico le comunicó que no estaba en condiciones de torear y debía cortar la temporada. Ante la negativa del torero, añadió: «Mañana mejor que pasado». Pero el diestro continuó la ruta para cumplir sus compromisos en las plazas de Toledo, Gijón, Santander y Linares, donde «Camará» le había firmado la de Miura. Allí saltó «Islero», el toro que cargaría con tanta culpa inconfesable.

Antoñita y Manolo. Foto Santos Yubero

El libro desmonta la sesgada historia «oficial» sobre la tormentosa relación del torero y su novia, a la que acusaron de su deterioro físico y anímico. Ella, «la serpiente» para algunos miembros de la cuadrilla, o «la puta de Madrid» para el matriarcado del espada, era el blanco perfecto para descargar tanto odio e imputarla, aunque fuera de forma indirecta, de haber matado a «Manolete». No está desorientado, pues, el título de esta biografía novelada. Lo que está claro es que una cosa fue lo que contaron y otra lo que ocurrió. Ahora, cuando parecía que después de tantos años no habría vuelta atrás en aquel discurso de los hechos, aparece este libro, fruto de una larga investigación en hemerotecas y archivos, conversaciones con familiares de Antoñita, recopilación de fotos y cintas magnetofónicas con testimonios de quienes convivieron con la pareja, que fueron grabados por José María Lara, amigo de ambos y autor del interesante libro «Manolete, yo me mando». Antonio Estévez indaga la vida de la protagonista antes, durante y después de la guerra civil para encajar las piezas del puzle, otorgando voz a quien no la tuvo, para que sea la propia «Lupe» quien rememore su vida en un extenso relato, que desde la primera de las cuatrocientas páginas del libro invita a conocer una versión distinta de los hechos, la de una hermosa mujer que fue víctima de todas las habladurías, descalificaciones e insultos por haber estado casada con un «rojo» antes de ser la novia de «Manolete», que no solo la eligió libremente conociendo su pasado, sino que jamás permitió que nadie le faltara el respeto.

Manolete y Antoñita cogidos tiernamente de la mano.
Fuentelaencina (Guadalajara), 1946. Foto José Lara

La novela concitará la atención de los manoletistas, pero también de los aficionados que no quedaron conformes con el relato difundido por algunos protagonistas de los hechos; aquellos que consumado el drama pretendieron beatificar al espada glorificándolo profesional, familiar y humanamente, proyectando el misticismo de una figura que parecía escapada de los cuadros del Greco. Los NO-DO propagaron al «Manolete» varón de virtudes, ejemplo de torero, hijo, hermano y buen cristiano. Puede que la imagen que idealizaron sirviera para tranquilizar algunas conciencias, pero cínicamente olvidaron que Manuel Rodríguez Sánchez fue mucho más que toda esa blandenguería de diseño. «Manolete» fue un hombre, en el sentido literal de la palabra, que como cualquier hombre amaba y sentía. Un hombre bueno, que no permitió nunca que nadie hablara mal de un torero delante suya, al que por ser bueno no dejaron en paz quienes se beneficiaron de su rango de máxima figura, a los que molestaba la presencia de la hermosa mujer que lo hizo feliz. Antoñita, viéndolas venir, en el verano de 1946 en Fuentelaencina (Guadalajara), alejado esa temporada de los ruedos, le advirtió que no lo dejarían en paz hasta que lo matara un toro. No iba descaminada, pues todo empezó a enrarecerse desde el regreso de la pareja de la exitosa campaña americana, cuando en la primavera de 1947 se desató un orquestado acoso de compañeros, críticos y público, que sumado a la falta de empatía con el apoderado y la incomprensión de su madre, fueron cubriendo el cielo de negros nubarrones en la última temporada, que toreó sin querer torear, cuando ya lo tenía todo conseguido, para cumplir la exclusiva firmada por «Camará». 

«Yo maté a Manolete», la biografía novelada de Antonia Bronchalo Lopesino escrita por Antonio Estévez, revela hechos, corrige falsedades, presenta a personajes desconocidos de la historia, profundiza en la relación de Antoñita y Manolo, y pone en valor las ilusiones e inquietudes de dos jóvenes que, por amarse sin estar casados, al no autorizarlo el matriarcado del chalet de la cordobesa avenida de Cervantes, condenaron a un sinvivir personal, social, profesional y familiar. Aguardando la llegada de octubre de 1947, para contraer nupcias con o sin autorización de la madre, el 7 de octubre de 1946, en el aeropuerto de Nueva York, «Manolete» colocó su capote de luces sobre el hombro de «Lupe», para que todo el mundo comprendiera el significado del gesto, mientras miraba con ternura a la mujer que quería.

Suplemento musical:

«Tu mirá». Por Lole y Manuel