sábado, 11 de diciembre de 2021

¿FELIZ NAVIDAD?

Por Antonio Gala

«Y nacerán también en un pesebre, o en un lugar peor...»

De cuanto tenemos, o podríamos tener, nada hay tan esencial como la vida. Nacer, en sí, siempre es hermoso y bueno. Es aparecer —¿desde donde?—, salir de la inexistencia, sumergirse en las inmensas mares de la vida, y ser a la vez un minúsculo recipiente de ella. Nacer es ingresar en la incontable hermandad de los hombres, en la impaciente y larga búsqueda del amor, en el fervoroso deseo de la verdad, a la que vemos tan turbia y tan lejana como el pez ve a la estrella. Un nacimiento habría de ser siempre una ocasión de gozo; una renovación de la eterna esperanza, esa hermana siamesa de la vida. Quizá no sea otro el simbolismo de la Navidad: alguien infinito que nace para compartir. Por eso aterra pensar en lo que la humanidad se ha convertido, y en lo injusto y atroz de sus repartos. No es ya nacer un paso —el primero— hacia la confusa majestad de ser hombre, hacia la improbable felicidad, hacia la verde y agridulce danza de la naturaleza. El hombre es una vida consciente de sí misma: eso es lo que lo erige en superior a todos los demás. Y eso es también lo que lo hace responsable. El tigre es inocente; el terremoto y el volcán y el ciclón son inocentes. El hombre no lo es. Tan solo con diez justos se habría salvado la Pentápolis; no se encontraron tantos. No; no en cualquier caso es nacer bueno y hermoso. Y quizá nos beneficie reflexionar en ello cuando conmemoramos un nacimiento que debió transformarnos, pero que no lo consiguió porque no nos dejamos transformar.

Cuarenta millones de personas mueren al año de hambre. Diecisiete millones de ellas son niños. No han cometido más falta que estar vivos. ¿No aterra? ¿No estremece? ¿Qué mundo, sordo y ciego, es éste, que se dispone cada año, volviendo la cabeza, a celebrar su Navidad? ¿Qué Navidad es la que celebra este mundo ensangrentado, egoísta, insolidario, devorador, materialista, estúpido? ¿En qué sinceridad podrá creerse? ¿Qué sinceridad cabe entre los mazapanes, Papá Noel, los espumillones, el abeto, el belén, los Reyes Magos? ¿Qué monstruosa comedia, autocomplacida y gestera, es la de las campañas navideñas de sentar un pobre a su mesa, o recordar a los negritos, o mandar un par de botellas y un jamón a la parroquia? Dos tercios de los hombres sufren tan solo por haber nacido. No penas finas, no penas imaginarias, no desazones por llegar más alto, o por ambiciones fracasadas, o por intentos contradichos: sufren por hambre: por hambre de justicia, por hambre de esperanza y por hambre de pan. Ven morir a sus hijos; se ven morir los unos a los otros irremediablemente. Mientras nosotros, en hogares tibios, sin la menor intención de darnos cuenta de esa roja marea de dolor, cantamos villancicos, lanzamos a Dios filiales guiños de complicidad, comemos hasta hartarnos, bebemos hasta hartarnos y celebramos nuestras Navidades. 

La humanidad no sabe, pues, dónde está el Norte

Nacer no es compartir. El sufrimiento de las dos terceras partes de la humanidad no lo comparte la otra. El Dios de amor, que nace para unos, no lo comparten todos. No sé si habrá otra vida, en que el Dios remunerador ponga las cosas en su sitio; ni siquiera es preciso que la haya para saber, en ésta, que la vida es lo esencial; que la humanidad que deja morir cada año, por hambre, a cuarenta millones de hijos suyos, es una inhumana humanidad. Y debe concluir. Quizá por eso, para concluir, se esfuerza  tanto en armarse; se esfuerza tanto en preparar su insensato suicidio. «Con el costo de un misil intercontinental se podrían plantar doscientos millones de árboles, regar un millón de hectáreas, dar de comer a cincuenta millones de niños». Para cubrir las necesidades de alimentos, vivienda, salud y escuela del tercer mundo (¿qué tercer mundo es ése?, ¿quién señala el primero y el segundo?, ¿quién discrimina aquí?)  se precisan diecisiete mil quinientos millones de dólares: la misma cifra que el primer mundo se gasta en armamento cada dos semanas. En armamento, es decir, en exactamente lo contrario. Porque aquella es la lista de la vida y ésta, la de la muerte. La humanidad no sabe, pues, dónde está el Norte: cree avanzar y regresa; cree progresar y vuelve a la caverna. Como si nada estuviese sucediendo, nos sentamos a cenar en Navidad, religiosos y alegres y seguros. Qué torpe farsa.

Somos culpables todos. Culpables «esas modas y esos gestos de asistencia, que proporcionan una buena conciencia barata y que no salvan a aquellos a quienes están destinados». Culpables «esas crueles e infecundas utopías, que sacrifican a los hombres actuales en nombre de un futuro proyecto de sociedad». Culpables los que entienden que, por ser antiabortistas, por ejemplo, han cumplido y defienden la vida de modo suficiente. Culpables quienes no damos valor de ley fundamental —sobre todas las otras: sobre todas— a la obligación de salvar a los vivos, de no matarlos y de no exterminarlos. Culpables los que olvidamos —al día siguiente de ver reportajes, fotografías, textos, atrocidades, razas atormentadas— lo que, para nuestra comodidad, nos conviene olvidar. Culpables porque hablamos de otras cosas, y no gritamos, ni exigimos, ni denunciamos, ni acusamos incesantemente. Culpables porque, como Caín, satisfechos y erguidos, poseemos la tierra sin sentir que nos llega hasta el pecho la sangre.

«El sufrimiento de las dos terceras partes de la humanidad no lo comparte la otra»

Pero ni en esta Navidad, ni en ninguna otra, las naciones poderosas van a mirar a las que no lo son. Para no verlas, tienen las serpentinas, los confetis, los globos, las comilonas, los amargos dulces de la Navidad. Para no verlas, tienen los problemas artificiales, los problemas secundarios, los problemas de ataque y de defensa que les plantea la política. La política gélida, que separa y se entroniza, sin saber cómo, en el caliente corazón de los hombres. La política desentendida y asesina, que actúa como si ser blanco o negro, pobre o rico, capitalista o comunista, musulmán o cristiano, significase algo ante el hecho de ser sencillamente hombres. Todos iguales en el fondo, todos de la misma estatura, todos con idénticas necesidades, todos llamados —cada cual a su hora— a la vida y a la muerte. ¿Es que en el destino de la humanidad está escrito algo más que la vida y la muerte?

No consintamos celebrar, con tal hipocresía, la natividad de un niño que sólo habló de amor: de renuncia, de entrega, de compasión, de comunión, de amor. Comamos y emborrachémonos hasta caer al suelo, pero sin poner como pretexto al niño de Belén. Porque la inmensa mayoría de los niños que nazcan esta noche tampoco encontrarán, para nacer, un sitio en la posada. Y nacerán también en un pesebre, o en un lugar peor, y no tendrán una mula y un buey que les vahee los pies, ni paja que los abrigue, ni les darán un cuenco de leche los pastores. Mientras ocurra esto, sospecho que no habrá coros de ángeles cantando la gloria de Dios en los cielos y anunciando la paz para los hombres. Lo diga quien lo diga, por muy alto que esté. Me temo que los ángeles no quieran arriesgarse en un mundo, donde diecisiete millones de niños se mueren cada año de hambre, al tiempo que se almacenan armas y armas para seguir matando a los que el hambre tenga a bien dejar vivos. 

Carta de Antonio Gala, de las aparecidas en El País dominical desde el 1 de febrero de 1981 hasta el 9 de enero de 1983 con el título «EN PROPIA MANO», recopiladas en el libro de igual título editado por Selecciones Austral, Espasa-Calpe, 1983.

 

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