Por Antonio Luis Aguilera
Juan Ortega. Foto T. Moreno |
En una revista taurina leí hace años las declaraciones del gran picador Alfonso Barroso, en las que aseguraba que el maestro Antonio Ordóñez
había sido el único que él había visto cambiar con su temple la
velocidad de las embestidas de los toros.
El pasado 14 de mayo, en un tentadero celebrado en la finca Villalobillos, donde tuve el honor de acudir invitado por el ganadero Ramón Sánchez Recio, fui testigo de la tienta de dos novillos de su ganadería, faena que corrió a cargo del matador Juan Ortega, y pude observar como la colocación en el cite del torero, siempre encajado, y su extraordinario temple sometían la brava embestida del exigente animal —¡qué seriedad y emoción la de este encaste cuando sale uno en Arranz pidiendo la documentación—, al que enganchó y llevó con ese toreo clásico y relajado, que por armonía, elegancia, belleza y acento personal concita actualmente las miradas de los aficionados de todo el orbe taurino.
Terminada la faena campera, mientras conversaba con Juan
Ortega, se acercaron dos extraordinarios picadores cuyos nombres conocen bien los aficionados veteranos: los hermanos Ambrosio y Francisco Martín, ambos grandes figuras del toreo a caballo de su tiempo, que
querían felicitar personalmente al matador por su buen hacer. Habló Ambrosio, mientras Francisco asentía a las sinceras palabras de su hermano:
—Enhorabuena, maestro. Por bravo no era fácil templar a
ese toro cómo usted lo ha hecho. Tenía mucho que torear y se le ha venido con
mucho poder a la muleta, pero ha terminado entregado por el temple que usted tiene, que no es fácil de ver en la profesión, porque esa cualidad no la tienen
muchos. Siga usted en ese camino.
Recordando los comentarios de estos grandiosos profesionales sobre el temple, releemos al gran analista
del toreo José Alameda, que en su obra «Los arquitectos del toreo moderno» (Editorial Bellaterra, 2010), escribe:
—«Templar es torear despacio. No hay un despacio absoluto, como no hay un deprisa absoluto. Son términos relativos. Templar es llevar al toro a menor velocidad que la suya natural».
Juan Ortega templando en Vistalegre. Foto Mundotoro. |
Tras debatir las teorías de algunos escolásticos de la crítica, continúa explicando:
—«Un toro no pasa a igual velocidad si va en línea recta
que en graduada curva, como no tiene la misma cuando lleva la cabeza alta, que
si va con el hocico entre las pezuñas.
Hay toreros que, al desarrollar el movimiento de ir
abriendo el engaño, tienen pulso para medir, de tal manera que dibujan una curva
limpia, sobre la cual va como resbalando el toro. Al tomar un punto de esa
curva, el astado se encuentra con que ese punto se le desplaza, por lo que
tiene que descargar su impulso hacia el siguiente, ya más cerrado que el
anterior y que, a su vez, se desplaza también. Y así, sucesivamente. De esta
forma, su impulso se va reteniendo y concentrando, pierde velocidad, y la
suerte toda se ahonda; la rotación, a la vez que se desarrolla, se intensifica;
la suerte se prolonga, se demora, gana profundidad en el tiempo y en el
espacio. Este es el temple».
Y como broche al magnífico apéndice sobre el
temple que figura en el libro, José Alameda confirma los juicios de los excelentes picadores citados:
—«Torear templado es torear lento. Lento con relación a la velocidad natural del toro. El que templa —entiéndase bien— no es el que lleva el engaño más lento de lo que va el toro, sino el que logra que el toro cambie su velocidad, que la aminore, que vaya más despacio».
3 comentarios:
Así es como nos vamos enterando. Por supuesto, el que quiera.
Gracias Maestro.
Templar es dulcificar y encadenar la embestida
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