Por Rafael Sánchez González
Patio de la cuadra de caballos de la plaza de toros antes de una corrida. Oleo de Manuel Castellano. Museo del Prado de Madrid. |
Sevilla, antigua corte de
treinta reyes, ciudad predilecta de los godos, adorada de los árabes, y a su
vez cuna de tantos y tan magníficos toreros, creadora en su día de una Escuela
de Tauromaquia y también de un estilo, de una forma elegante y alegre de
interpretar un toreo que se trata de imitar, pero siempre carentes de esa
manera, esa gracia singular, única de los toreros de la tierra, ha venido
conmemorando, contra viento y marea por culpa de la pandemia que nos sigue
azotando, el centenario de la muerte de uno de sus figuras más destacadas en la
historia del toreo, un programa de actos que por culpa de la señalada
adversidad se prolongará en el transcurso del año recientemente iniciado.
Pero no será José Gómez Ortega Joselito
a quien recordaré en esta ocasión, sino a otro sevillano ilustre en el arte
de lidiar toros. Me refiero a José
Delgado Guerra más conocido por el eufónico alias de Pepe-Illo, que, según los eruditos en filología, de todos
los empleados es el modo más adecuado de escribirlo por derivar del diminutivo Joseíllo, que parece ser era
como le llamaban en su infancia y así se contempla, además, en cuantos
documentos recogidos por los historiadores taurinos aparece la firma de José Delgado, que no sabía escribir, intercalando una coma entre su
nombre de pila y el apodo: Joseph,
Illo.
José Delgado Guerra Pepe-Illo |
Felipe V fue un príncipe educado en la corte de su abuelo, Luis XIV, que desde su llegada a España
en el año 1700 implantó el afrancesamiento de la nobleza. No es de extrañar, por
tanto, que esta sociedad culta desdeñara las funciones taurinas. Ni los
esfuerzos de algunos caballeros, ni los célebres rejoneadores lograron nada a
favor de dichos espectáculos, que en 1723 quedaron prohibidos con la
promulgación de una ley dictada por el primer monarca de la dinastía borbónica.
Esto, mas allá de causar la extinción de la tauromaquia, desarrolló un
movimiento popular entre la plebe, totalmente contrario, que sería el origen
del toreo a pie.
Treinta y cuatro años
contaba Fernando VI cuando a
la muerte de su padre, Felipe V, fue
proclamado rey de España. En el nuevo reinado los festejos taurómacos afirman
las características que venían apuntando en la primera mitad del siglo XVIII. Ya
no saldrán los lidiadores vestidos con cintas y tafetanes, espuelas de plata y
sombreros adornados con plumas, propios de la nobleza. El antiguo toreo
caballeresco y cortesano fue perdiendo importancia y lo cobró, en cambio, el
toreo a pie, tomando así carta de naturaleza de cara a tiempos venideros.
Ejercitarlo precisaba ahora agilidad, astucia y arrojo para poder esquivar,
frente a frente, las acometidas de los astados. La generalización de la muleta
como instrumento para la nueva lidia y la reglamentación de la muerte del toro
a estoque darían el golpe de gracia a la preeminencia del toreo a caballo.
Asimismo la realización de otras suertes va perfeccionándose también en esta
centuria, entre ellas la de banderillas, que de colocarse de una en una pasan a
clavarse a pares.
Con el advenimiento de este
cambio variaron también los lugares donde se celebraban dichos festejos, que
eran las grande plazas públicas de cada ciudad, destacando sobre todas la
Plaza Mayor de Madrid como escenario de acontecimientos de muy diversa índole,
entre los que tomaban mayor solemnidad y vistosidad las denominadas Corridas
Reales con la participación incluso del Cuerpo de Alabarderos. Festejos en los
que los lidiadores vestían calzón y coleto de ante, correón ceñido y mangas atacadas
de terciopelo negro y se recogían el pelo con lazos y redecillas. Una
indumentaria que con el paso del tiempo iría evolucionando hasta llegar a Francisco Montes Paquiro,
que fue el gran innovador del traje de torear.
Francisco Montes Paquiro |
No son muchas las
referencias que de aquellos lidiadores se tienen. Digamos en el corto espacio
disponible, que el sevillano Miguel
Canelo pasa por ser el primer espada cuyo nombre aparece documentalmente
como profesional del toreo. Pero, sin lugar a dudas, los grandes colosos de
este primer periodo fueron José
Rodríguez Costillares, José
Delgado Pepe-Illo y Pedro
Romero. Los tres llenaron de gloria esta etapa goyesca del toreo. Costillares rivalizó con Pepe-Illo, a quien venció, y con Pedro Romero, por quien habría de ser vencido. Dolencias reumáticas
y un carbunco en la mano derecha aceleraron su retirada en 1790. En la fiesta
taurina afloraron entonces dos formas de concebir el toreo, dos estilos bien
diferenciados, de ahí que la comparación entre ambas figuras resulte difícil,
podría decirse que hasta improcedente si tenemos en cuenta sus respectivos
conceptos acerca de la lidia. El toreo que realizaba Pedro Romero era severo y grave a la vez que seguro, como acreditan
los más de 5.500 toros que se dice estoqueó sin sufrir percance de gravedad
alguno. El de Pepe-Illo se
ofrecía más movido y alegre, cultivador de la escuela sevillana, que después
adoptarían José Romero (frente a la
de sus hermanos Pedro, Antonio y Gaspar), más tarde Jerónimo
José Cándido, y en su orden Juan
León y nada menos que Francisco
Montes Paquiro. Y a la hora de entrar a matar, el rondeño se
mostraba inmenso y recibía a las reses, fiel a la regla de que “todos los toros
acuden al cite”. El torero sevillano, en cambio, obediente a la máxima de su
maestro Costillares, se
decidía por el volapié. Y de esa contrapuesta interpretación del todavía
incipiente toreo a pie, según el historiador Natalio Rivas, brotaron las dos escuelas. Un tema, quizás,
excesivamente considerado. Está claro, no obstante, que en la pugna Illo-Romero, era éste el que preferentemente acaparaba el interés del
público, pero cuando el clamor de las plazas se apagaba, el fervor y la
admiración general se volcaban hacia su rival.
Retrato de Pedro Romero. Francisco de Goya |
En aquel Madrid de Carlos III, bullicioso y lleno de una
avidez vital, el pueblo se engrescaba como nunca. Las palabras, que poseían un
sabor jaranero en las coplas, llegaban a un filo barbero en las tertulias políticas
de las reboticas. Y en este ambiente vivo y apasionante, aparece por primera
vez un aire de leyenda taurina: Pepe-Illo.
Con un encanto personal, elegancia en el vestir y gentileza en el trato supo
ganar voluntades, convirtiéndose muy pronto en ídolo de masas; aviva
discusiones en tabernas y botillerías, provoca pasiones en los camerinos de los
teatros y es tema de cuchicheos en saraos palaciegos, donde se comenta cómo
algunas damas de linaje se disputan el halago y la compañía del famoso y
seductor torero, que, desenvuelto en la conversación a pesar de su rudeza
innata, le esperan en todas las tertulias encopetadas, así en el palacio de la
marquesa de Santa Cruz, en el de San Carlos, en el de la condesa de Benavente y
la marquesa de Alcañices, entre otros. Recordemos que en una de las Corridas
Reales celebradas en Madrid con ocasión de la jura de Carlos IV, al resultar
herido, para realizarle una primera cura de urgencia fue conducido al palco de
la duquesa de Osuna, que con la de Alba compartían el centro de la elegancia en
la Corte. El diestro sevillano tuvo amores con toda clase de mujeres, con majas
y manolas, con tonadilleras y bailarinas, como también con féminas de mejor
sangre. Unido a María Salado por matrimonio celebrado el 2 de
junio de 1774 en la Colegial de San Salvador de Sevilla (el escritor Fernández y González, sin base
documental alguna, en su novela Glorias del toreo se empeñó en casarlo
con María Conde, hermana de Juan, también matador de toros), se
decía que era buen marido y mejor padre (tenía dos hijos), pero al parecer no
sabia, o no quería, evadirse del amable acoso de grandes damas.
Aun así, lo verdaderamente
importante de la vida particular de Pepe-Illo
fueron sus relaciones con el pueblo llano y más concretamente con el populacho
madrileño. Chisperos, chulos y rufianes, contrabandistas y demás gente de las
clases más humildes le aclamaban jubilosamente, y como buen andaluz gustaba de
los aires de su tierra y además punteaba la guitarra con habilidad. Dotado de
un cuerpo robusto y ágil, de varonil gallardía, vestía con lujo y fue el
primero que usó en la ropa de torear ricos y abundantes adornos de oro y plata.
Por rumboso y desprendido era generoso con los más necesitados, asimismo era
supersticioso hasta la exageración y de muy piadosas devociones. Tanto en
Madrid como en Sevilla, sus plazas predilectas, nunca salió a torear sin pasar
antes por sus capillas: ¡Qué lástima me ha dado / de ver a Illo, / rezando
en la capilla / del Baratillo! Y es que, cuando la plaza de la Real
Maestranza no disponía todavía de capilla, los diestros que actuaban en ella,
antes de salir al ruedo solían acudir a rezar a la Capilla de la Piedad, sede
de la Hermandad del Baratillo, donde recibe culto una imagen de San José y el
Niño Jesús, atribuida a José Montes de Oca, que en 1774 fue regalada por Pepe-Illo.
Fachada de la capilla del Baratillo en Sevilla |
José Delgado nació en el sevillano barrio del Baratillo, el día 14 de marzo de 1754, y fueron sus padres Juan Antonio Delgado y Agustina Guerra, tratantes de vinos y aceites en el Aljarafe, quienes quisieron que se iniciase en el oficio de zapatero de portal, pero su verdadero taller fue el cercano matadero donde, con otros zagalones y utilizando sus camisas a modo de capichuelas, se ejercitaban desahogando su fiebre taurina en la corraleja de las jaulas que servía de apartadero para las reses destinadas al sacrificio.
Apenas contaba dieciséis
años cuando el ya entonces matador de toros Costillares, con el que ha quedado dicho que competiría más
tarde, fijó en él su atención y valorando las excelentes condiciones que para
la lidia reunía no dudó en hacerle un sitio en su cuadrilla, llevándole por
algunas plazas hasta presentarlo de manera oficial en Córdoba, en 1770, función
anunciada de convite con motivo de profesar religiosamente una novicia
en el Convento de Santa Inés, próximo al eventual escenario del festejo que
tuvo por marco la Plaza de la Magdalena, ubicándose el palco presidencial en la
desaparecida Torre de los Donceles.
Dos años después, en
calidad de media espada interviene en El Puerto de Santa María (Cádiz), y en la
primavera de 1774 alterna en Málaga con Juan
Romero, que posiblemente le diera allí
la categoría de matador de toros, puesto que el año siguiente es contratado en
Sevilla como primer espada y jefe de cuadrilla. En 1777, ante la negativa de
los hermanos Juan y Pedro Romero de torear aquella temporada en la Corte, la Junta de Hospitales,
que regía la plaza, decidió sustituirles con los diestros Costillares y Pepe-Illo. El primer encuentro en los ruedos de José Delgado con Pedro
Romero aconteció un año después en Cádiz, iniciándose una rivalidad que
habría de durar hasta las ya mencionadas Corridas Reales celebradas en Madrid,
los días 22, 24 y 28 de septiembre de 1789, por la exaltación al trono de Carlos IV, donde quedó plenamente
confirmada la superioridad del torero de Ronda sobre los dos espadas
sevillanos.
Joaquín Rodríguez Costillares |
Pero tampoco es mi intención
ocuparme ahora de la dilatada ejecutoria profesional de Pepe-Illo, que aun de manera sintetizada precisaría de un
espacio no disponible, sino de una faceta suya más personal y poco
conocida.
La segunda plaza de toros
levantada en los alrededores de la madrileña Puerta de Alcalá era baja,
blanqueada al exterior y de muy mala disposición en su interior, puesto que el
desolladero de los toros que se mataban, así como de los caballos que morían durante
la lidia estaba fuera del recinto, en unos desmontes contiguos, dándose la
circunstancia de que los días de corrida eran muchos los curiosos que se
concentraban allí para presenciar el despiece de las reses estoqueadas y
aquellos jamelgos que muertos en el ruedo y arrastrados se despellejaban, o la
forma en que eran cosidos los que aún podían volver a la arena. De ahí, que
dicho lugar tomara el nombre de tendido de los sastres.
Durante muchos años perduró
en Madrid una popular ofrenda piadosa al Cristo de la Cofradía de los Traperos,
que se veneraba en la iglesia de la Concepción Jerónima, situado entonces en la
calle Toledo sobre terrenos que eran propiedad de Francisco Ramírez El Artillero, casado con Beatriz Galindo, conocida por La
Latina, que fue quien auspició su construcción a principios del siglo XVI,
junto al Hospital de Ntra. Sra. de la Concepción. Dicha ofrenda consistía en
una función religiosa que se sufragaba con el importe recaudado por la venta de
las colas de los caballos fenecidos en los festejos taurinos. Diversidad de
flores, velas y limosnas eran depositadas a los pies del Crucificado tras una
misa que con carácter de excepción se celebraba ese día, dado que estaba
reservada a los cofrades y benefactores de dicha imagen, quienes
compartían después una comilona a la que se invitaba también a determinados
picadores y, por supuesto, a los mozos de caballos que se encargaban de la
retención y venta de los referidos apéndices equinos.
Francisco de Goya: La desgraciada muerte de Pepe-Illo |
De reconocida religiosidad, Pepe-Illo se hizo devoto del Cristo a través del picador Diego Molina Chamorro, perteneciente a una familia de afamados varilargueros algabeños, al que con frecuencia solía llevar en su cuadrilla, estableciéndose entre ambos una estrecha amistad. Diego, que falleció el 2 de mayo de 1795 en Sevilla al sufrir un fuerte golpe en la cabeza, fue quien el año anterior le invitó a una de estas anuales celebraciones lúdico-religiosas, que solían revestir brillantez y solemnidad gracias a que los ingresos obtenidos a tal fin alcanzaban una importante suma de reales, habida cuenta el elevado número de cabalgaduras que cada temporada morían en los espectáculos taurinos. Del agradecimiento y la devoción de Pepe-Illo hacia el Cristo de los Traperos daría prueba inequívoca el libro de cuentas de esta corporación crucera, donde se registraban las generosas donaciones que voluntaria e íntimamente realizó en numerosas ocasiones; y entre las medallas que del cuello del torero sevillano colgaban no faltaba la de este Crucificado, que en señal de agradecimiento le concedieron.
Existen noticias de que Fernando VII asistió de incógnito a una
de estas funciones piadosas de la Cofradía del Cristo de los Traperos, poco
antes de casarse con su tercera esposa, María
Amalia de Sajonia, y puede que fuera acompañado del arrojado diestro Juan León, amigo suyo. La regia visita
dio luego margen a diversos comentarios, quedando muestra de ella en esta
popular coplilla: “Al Cristo de los Traperos / pidió ayer el rey Fernando, /
para que a los madrileños / no nos deje de su mano”
No se conoce con exactitud
el origen de esta costumbre religiosa, ni el motivo que propició la vinculación
del gremio de ropavejeros con los mozos de caballos de la plaza de
toros, aunque no es difícil suponerla, ya que estaban en la órbita del negocio
de la cerda y los restos de pieles para curtidos interiores. Y sabido es, que
curtidores y traperos tuvieron en tiempos pasados una vecindad, tanto de sitio
como de intereses.
La estrecha vinculación
devocional del pueblo madrileño con esta imagen tenía otra fecha señalada en el
calendario festivo de la ciudad, y es precisamente el motivo que me induce a
tratar este tema en las fechas actuales. Al llegar el día de Navidad, celebrada
la misa, en la que solían cantarse los más conocidos villancicos del padre Soler, la Cofradía del Cristo de los
Traperos obsequiaba a los asistentes con buñuelos y roscos de vino,
rodeando los alrededores del templo de un ambiente pleno de cordialidad y buena
vecindad.
Muerte de Pepe-Illo por el toro Barbudo en la plaza de Madrid |
Impulsor y regulador de la
Fiesta de toros (dio nombre a la obra “La Tauromaquia o Arte de
torear”, que impresa en Cádiz en 1796, se supone que quien la escribió fue José de la Tixera), Pepe-Illo inventó la suerte o
lance de frente por detrás, fue amigo de Francisco de Goya y de otros
señalados personajes de su época, y dominó sobre las multitudes por su valor y
su alegría ante las reses, como dominó sobre los corazones femeninos por el
secreto hechizo de su carácter y por una atracción personal indefinible,
disfrutando de una popularidad que ningún otro torero había alcanzado hasta
entonces. La leyenda se mezcló con su historia y ha servido de fuente de
inspiración a poetas, músicos, pintores y autores dramáticos. Dechado de gracia
y simpatía, rumboso y caritativo, tras verse alzado a la categoría de ídolo de
las multitudes, su trágica muerte en la plaza de toros de Madrid, el 11 de mayo
de 1801, contribuyó a que aumentase considerablemente el nimbo de celebridad
que rodea su nombre. “Jose-Illo, José-Illo / no vayas más a la plaza, / que
anoche soñó tu dueña / un sueño de abracadabra”. Su cadáver fue trasladado
a un cementerio de Madrid, que bien podría decirse que todavía existe y casi
todos lo ignoran, situado a muy corta distancia de la Puerta del Sol. Allí, sin
cipreses ni cruces de mármol, sin lápidas blancas con epitafios rimbombantes,
en el atrio de la Parroquia de San Ginés, junto a la Santa Bóveda, reposan los
restos de este famoso torero.
Todo lo escrito y mucho más fue José Delgado Guerra Pepe-Illo. Pero, cuando menos, resulta curioso que quien dictó reglas en el arte de torear fuera el primer contraventor de ellas, pagándolo con su vida.
1 comentario:
Interesantísima historia de los padres del toreo. Hasta ahora yo había oído sobre el tendido "de los sastres , que eran partes altas en el exterior de la plaza, donde se encaromaban gente de nulo poder adquisitivo ,para ver el festejo sin pagar.
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