sábado, 2 de enero de 2021

PEPE-ILLO Y EL CRISTO DE LOS TRAPEROS

 Por Rafael Sánchez González                       

Patio de la cuadra de caballos de la plaza de toros antes de una
corrida. Oleo de Manuel Castellano. Museo del Prado de Madrid.

Sevilla, antigua corte de treinta reyes, ciudad predilecta de los godos, adorada de los árabes, y a su vez cuna de tantos y tan magníficos toreros, creadora en su día de una Escuela de Tauromaquia y también de un estilo, de una forma elegante y alegre de interpretar un toreo que se trata de imitar, pero siempre carentes de esa manera, esa gracia singular, única de los toreros de la tierra, ha venido conmemorando, contra viento y marea por culpa de la pandemia que nos sigue azotando, el centenario de la muerte de uno de sus figuras más destacadas en la historia del toreo, un programa de actos que por culpa de la señalada adversidad  se prolongará en el transcurso del año recientemente iniciado. Pero no será José Gómez Ortega Joselito a quien recordaré en esta ocasión, sino a otro sevillano ilustre en el arte de lidiar toros. Me refiero a José Delgado Guerra más conocido por el eufónico alias de Pepe-Illo, que, según los eruditos en filología, de todos los empleados es el modo más adecuado de escribirlo por derivar del diminutivo Joseíllo, que parece ser era como le llamaban en su infancia y así se contempla, además, en cuantos documentos  recogidos por los historiadores taurinos aparece la firma de José Delgado, que no sabía escribir, intercalando una coma entre su nombre de pila y el apodo: Joseph, Illo.

José Delgado Guerra Pepe-Illo

Felipe V fue un príncipe educado en la corte de su abuelo, Luis XIV, que desde su llegada a España en el año 1700 implantó el afrancesamiento de la nobleza. No es de extrañar, por tanto, que esta sociedad culta desdeñara las funciones taurinas. Ni los esfuerzos de algunos caballeros, ni los célebres rejoneadores lograron nada a favor de dichos espectáculos, que en 1723 quedaron prohibidos con la promulgación de una ley dictada por el primer monarca de la dinastía borbónica. Esto, mas allá de causar la extinción de la tauromaquia, desarrolló un movimiento popular entre la plebe, totalmente contrario, que sería el origen del toreo a pie. 

Treinta y cuatro años contaba  Fernando VI cuando a la muerte de su padre, Felipe V, fue proclamado rey de España. En el nuevo reinado los festejos taurómacos afirman las características que venían apuntando en la primera mitad del siglo XVIII. Ya no saldrán los lidiadores vestidos con cintas y tafetanes, espuelas de plata y sombreros adornados con plumas, propios de la nobleza. El antiguo toreo caballeresco y cortesano fue perdiendo importancia y lo cobró, en cambio, el toreo a pie, tomando así carta de naturaleza de cara a tiempos venideros. Ejercitarlo precisaba ahora agilidad, astucia y arrojo para poder esquivar, frente a frente, las acometidas de los astados. La generalización de la muleta como instrumento para la nueva lidia y la reglamentación de la muerte del toro a estoque darían el golpe de gracia a la preeminencia del toreo a caballo. Asimismo la realización de otras suertes va perfeccionándose también en esta centuria, entre ellas la de banderillas, que de colocarse de una en una pasan a clavarse a pares.

Con el advenimiento de este cambio variaron también los lugares donde se celebraban dichos festejos, que eran las grande plazas públicas de cada ciudad, destacando sobre todas  la Plaza Mayor de Madrid como escenario de acontecimientos de muy diversa índole, entre los que tomaban mayor solemnidad y vistosidad las denominadas Corridas Reales con la participación incluso del Cuerpo de Alabarderos. Festejos en los que los lidiadores vestían calzón y coleto de ante, correón ceñido y mangas atacadas de terciopelo negro y se recogían  el pelo con lazos y redecillas. Una indumentaria que con el paso del tiempo iría evolucionando hasta llegar a Francisco Montes Paquiro, que fue el gran innovador del traje de torear.

Francisco Montes Paquiro

No son muchas las referencias que de aquellos lidiadores se tienen. Digamos en el corto espacio disponible, que el sevillano Miguel Canelo pasa por ser el primer espada cuyo nombre aparece documentalmente como profesional del toreo. Pero, sin lugar a dudas, los grandes colosos de este primer periodo fueron José Rodríguez Costillares, José Delgado Pepe-Illo y Pedro Romero. Los tres llenaron de gloria esta etapa goyesca del toreo. Costillares rivalizó con Pepe-Illo, a quien venció, y con Pedro Romero, por quien habría de ser vencido. Dolencias reumáticas y un carbunco en la mano derecha aceleraron su retirada en 1790. En la fiesta taurina afloraron entonces dos formas de concebir el toreo, dos estilos bien diferenciados, de ahí que la comparación entre ambas figuras resulte difícil, podría decirse que hasta improcedente si tenemos en cuenta sus respectivos conceptos acerca de la lidia. El toreo que realizaba Pedro Romero era severo y grave a la vez que seguro, como acreditan los más de 5.500 toros que se dice estoqueó sin sufrir percance de gravedad alguno. El de Pepe-Illo se ofrecía más movido y alegre, cultivador de la escuela sevillana, que después adoptarían José Romero (frente a la de sus hermanos Pedro, Antonio y Gaspar), más tarde Jerónimo José Cándido, y en su orden Juan León y nada menos que Francisco Montes Paquiro. Y a la hora de entrar a matar, el rondeño se mostraba inmenso y recibía a las reses, fiel a la regla de que “todos los toros acuden al cite”. El torero sevillano, en cambio, obediente a la máxima de su maestro Costillares, se decidía por el volapié. Y de esa contrapuesta interpretación del todavía incipiente toreo a pie, según el historiador Natalio Rivas, brotaron las dos escuelas. Un tema, quizás, excesivamente considerado. Está claro, no obstante, que en la pugna Illo-Romero, era éste el que preferentemente acaparaba el interés del público, pero cuando el clamor de las plazas se apagaba, el fervor y la admiración general se volcaban hacia su rival.

Retrato de Pedro Romero. Francisco de Goya

En aquel Madrid de Carlos III, bullicioso y lleno de una avidez vital, el pueblo se engrescaba como nunca. Las palabras, que poseían un sabor jaranero en las coplas, llegaban a un filo barbero en las tertulias políticas de las reboticas. Y en este ambiente vivo y apasionante, aparece por primera vez un aire de leyenda taurina: Pepe-Illo. Con un encanto personal, elegancia en el vestir y gentileza en el trato supo ganar voluntades, convirtiéndose muy pronto en ídolo de masas; aviva discusiones en tabernas y botillerías, provoca pasiones en los camerinos de los teatros y es tema de cuchicheos en saraos palaciegos, donde se comenta cómo algunas damas de linaje se disputan el halago y la compañía del famoso y seductor torero, que, desenvuelto en la conversación a pesar de su rudeza innata, le esperan en todas las tertulias encopetadas, así en el palacio de la marquesa de Santa Cruz, en el de San Carlos, en el de la condesa de Benavente y la marquesa de Alcañices, entre otros. Recordemos que en una de las Corridas Reales celebradas en Madrid con ocasión de la jura de Carlos IV, al resultar herido, para realizarle una primera cura de urgencia fue conducido al palco de la duquesa de Osuna, que con la de Alba compartían el centro de la elegancia en la Corte. El diestro sevillano tuvo amores con toda clase de mujeres, con majas y manolas, con tonadilleras y bailarinas, como también con féminas de mejor sangre. Unido a María Salado por matrimonio celebrado el 2 de junio de 1774 en la Colegial de San Salvador de Sevilla (el escritor Fernández y González, sin base documental alguna, en su novela Glorias del toreo se empeñó en casarlo con María Conde, hermana de Juan, también matador de toros), se decía que era buen marido y mejor padre (tenía dos hijos), pero al parecer no sabia,  o no quería, evadirse del amable acoso de grandes damas.

Aun así, lo verdaderamente importante de la vida particular de Pepe-Illo fueron sus relaciones con el pueblo llano y más concretamente con el populacho madrileño. Chisperos, chulos y rufianes, contrabandistas y demás gente de las clases más humildes le aclamaban jubilosamente, y como buen andaluz gustaba de los aires de su tierra y además punteaba la guitarra con habilidad. Dotado de un cuerpo robusto y ágil, de varonil gallardía, vestía con lujo y fue el primero que usó en la ropa de torear ricos y abundantes adornos de oro y plata. Por rumboso y desprendido era generoso con los más necesitados, asimismo era supersticioso hasta la exageración y de muy piadosas devociones. Tanto en Madrid como en Sevilla, sus plazas predilectas, nunca salió a torear sin pasar antes por sus capillas: ¡Qué lástima me ha dado / de ver a Illo, / rezando en la capilla / del Baratillo!  Y es que, cuando la plaza de la Real Maestranza no disponía todavía de capilla, los diestros que actuaban en ella, antes de salir al ruedo solían acudir a rezar a la Capilla de la Piedad, sede de la Hermandad del Baratillo, donde recibe culto una imagen de San José y el Niño Jesús, atribuida a José Montes de Oca, que en 1774 fue regalada por Pepe-Illo

Fachada de la capilla del Baratillo en Sevilla

José Delgado nació en el sevillano barrio del Baratillo, el día 14 de marzo de 1754, y fueron sus padres Juan Antonio Delgado y Agustina Guerra, tratantes de vinos y aceites en el Aljarafe, quienes quisieron que se iniciase en el oficio de zapatero de portal, pero su verdadero taller fue el cercano matadero donde, con otros zagalones y utilizando sus camisas a modo de capichuelas, se ejercitaban desahogando su fiebre taurina en la corraleja de las jaulas que servía de apartadero para las reses destinadas al sacrificio. 

Apenas contaba dieciséis años cuando el ya entonces matador de toros Costillares, con el que ha quedado dicho que competiría más tarde, fijó en él su atención y valorando las excelentes condiciones que para la lidia reunía no dudó en hacerle un sitio en su cuadrilla, llevándole por algunas plazas hasta presentarlo de manera oficial en Córdoba, en 1770, función anunciada de convite con motivo de profesar religiosamente una novicia en el Convento de Santa Inés, próximo al eventual escenario del festejo que tuvo por marco la Plaza de la Magdalena, ubicándose el palco presidencial en la desaparecida Torre de los Donceles.

Dos años después, en calidad de media espada interviene en El Puerto de Santa María (Cádiz), y en la primavera de 1774 alterna en Málaga con Juan Romero, que posiblemente le diera allí la categoría de matador de toros, puesto que el año siguiente es contratado en Sevilla como primer espada y jefe de cuadrilla. En 1777, ante la negativa de los hermanos Juan y Pedro Romero de torear aquella temporada en la Corte, la Junta de Hospitales, que regía la plaza, decidió sustituirles con los diestros  Costillares y Pepe-Illo. El primer encuentro en los ruedos de José Delgado con Pedro Romero aconteció un año después en Cádiz, iniciándose una rivalidad que habría de durar hasta las ya mencionadas Corridas Reales celebradas en Madrid, los días 22, 24 y 28 de septiembre de 1789, por la exaltación al trono de Carlos IV, donde quedó plenamente confirmada la superioridad del torero de Ronda sobre los dos espadas sevillanos.

Joaquín Rodríguez Costillares

Pero tampoco es mi intención ocuparme ahora de la dilatada ejecutoria profesional de Pepe-Illo, que aun de manera sintetizada precisaría de un espacio no disponible, sino de una faceta suya más personal y poco conocida.  

La segunda plaza de toros levantada en los alrededores de la madrileña Puerta de Alcalá era baja, blanqueada al exterior y de muy mala disposición en su interior, puesto que el desolladero de los toros que se mataban, así como de los caballos que morían durante la lidia estaba fuera del recinto, en unos desmontes contiguos, dándose la circunstancia de que los días de corrida eran muchos los curiosos que se concentraban allí para presenciar el despiece de las reses estoqueadas y aquellos jamelgos que muertos en el ruedo y arrastrados se despellejaban, o la forma en que eran cosidos los que aún podían volver a la arena. De ahí, que dicho lugar tomara el nombre de tendido de los sastres.

Durante muchos años perduró en Madrid una popular ofrenda piadosa al Cristo de la Cofradía de los Traperos, que se veneraba en la iglesia de la Concepción Jerónima, situado entonces en la calle Toledo sobre terrenos que eran propiedad de Francisco Ramírez El Artillero, casado con Beatriz Galindo, conocida por La Latina, que fue quien auspició su construcción a principios del siglo XVI, junto al Hospital de Ntra. Sra. de la Concepción. Dicha ofrenda consistía en una función religiosa que se sufragaba con el importe recaudado por la venta de las colas de los caballos fenecidos en los festejos taurinos. Diversidad de flores, velas y limosnas eran depositadas a los pies del Crucificado tras una misa que con carácter de excepción se celebraba ese día, dado que estaba reservada a los cofrades  y benefactores de dicha imagen, quienes compartían después una comilona a la que se invitaba también a determinados picadores y, por supuesto, a los mozos de caballos que se encargaban de la retención y venta de los referidos apéndices equinos.

Francisco de Goya: La desgraciada muerte de Pepe-Illo

De reconocida religiosidad, Pepe-Illo se hizo devoto del Cristo a través del picador Diego Molina Chamorro, perteneciente a una familia de afamados varilargueros algabeños, al  que con frecuencia solía llevar en su cuadrilla, estableciéndose entre ambos una estrecha amistad. Diego, que falleció el 2 de mayo de 1795 en Sevilla al sufrir un fuerte golpe en la cabeza, fue quien el año anterior le invitó a una de estas anuales celebraciones lúdico-religiosas, que solían revestir brillantez y solemnidad gracias a que los ingresos obtenidos a tal fin alcanzaban una importante suma de reales, habida cuenta el elevado número de cabalgaduras que cada temporada morían en los espectáculos taurinos. Del agradecimiento y la devoción de Pepe-Illo hacia el Cristo de los Traperos daría prueba inequívoca el libro de cuentas de esta corporación crucera, donde se registraban las generosas donaciones que voluntaria e íntimamente realizó en numerosas ocasiones; y entre las medallas que del cuello del torero sevillano colgaban no faltaba la de este Crucificado, que en señal de agradecimiento le concedieron.

Existen noticias de que Fernando VII asistió de incógnito a una de estas funciones piadosas de la Cofradía del Cristo de los Traperos, poco antes de casarse con su tercera esposa, María Amalia de Sajonia, y puede que fuera acompañado del arrojado diestro Juan León, amigo suyo. La regia visita dio luego margen a diversos comentarios, quedando muestra de ella en esta popular coplilla: “Al Cristo de los Traperos / pidió ayer el rey Fernando, / para que a los madrileños / no nos deje de su mano

No se conoce con exactitud el origen de esta costumbre religiosa, ni el motivo que propició la vinculación del gremio de ropavejeros con los mozos de caballos de la plaza de toros, aunque no es difícil suponerla, ya que estaban en la órbita del negocio de la cerda y los restos de pieles para curtidos interiores. Y sabido es, que curtidores y traperos tuvieron en tiempos pasados una vecindad, tanto de sitio como de intereses.

La estrecha vinculación devocional del pueblo madrileño con esta imagen tenía otra fecha señalada en el calendario festivo de la ciudad, y es precisamente el motivo que me induce a tratar este tema en las fechas actuales. Al llegar el día de Navidad, celebrada la misa, en la que solían cantarse los más conocidos villancicos del padre Soler, la Cofradía del Cristo de los Traperos  obsequiaba a los asistentes con buñuelos y roscos de vino, rodeando los alrededores del templo de un ambiente pleno de cordialidad y buena vecindad. 

Muerte de Pepe-Illo por el toro Barbudo en la plaza de Madrid

Impulsor y regulador de la Fiesta de toros (dio nombre a la obra “La Tauromaquia o Arte de torear”, que impresa en Cádiz en 1796, se supone que quien la escribió fue José de la Tixera), Pepe-Illo inventó la suerte o lance de frente por detrás, fue amigo de Francisco de Goya y de otros señalados personajes de su época, y dominó sobre las multitudes por su valor y su alegría ante las reses, como dominó sobre los corazones femeninos por el secreto hechizo de su carácter y por una atracción personal indefinible, disfrutando de una popularidad que ningún otro torero había alcanzado hasta entonces. La leyenda se mezcló con su historia y ha servido de fuente de inspiración a poetas, músicos, pintores y autores dramáticos. Dechado de gracia y simpatía, rumboso y caritativo, tras verse alzado a la categoría de ídolo de las multitudes, su trágica muerte en la plaza de toros de Madrid, el 11 de mayo de 1801, contribuyó a que aumentase considerablemente el nimbo de celebridad que rodea su nombre. “Jose-Illo, José-Illo / no vayas más a la plaza, / que anoche soñó tu dueña / un sueño de abracadabra”. Su cadáver fue trasladado a un cementerio de Madrid, que bien podría decirse que todavía existe y casi todos lo ignoran, situado a muy corta distancia de la Puerta del Sol. Allí, sin cipreses ni cruces de mármol, sin lápidas blancas con epitafios rimbombantes, en el atrio de la Parroquia de San Ginés, junto a la Santa Bóveda, reposan los restos de este famoso torero.

Todo lo escrito y mucho más fue José Delgado Guerra Pepe-Illo. Pero, cuando menos, resulta curioso que quien dictó reglas en el arte de torear fuera el primer contraventor de ellas, pagándolo con su vida. 

1 comentario:

Unknown dijo...

Interesantísima historia de los padres del toreo. Hasta ahora yo había oído sobre el tendido "de los sastres , que eran partes altas en el exterior de la plaza, donde se encaromaban gente de nulo poder adquisitivo ,para ver el festejo sin pagar.