Por Antonio Luis Aguilera
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Juan Belmonte. Óleo de Vázquez Díaz |
La tarde que mataron
al Espartero,
Belmonte, que era un niño,
se quedó quieto.
Tan quieto, que el torero
que en él había,
cuando veía un toro
no se movía.
José
Bergamín
Lejos de caer en el olvido, la conmoción que produjo en el toreo Juan Belmonte (1892-1962) continúa apasionando a quienes profundizan
en la historia tratando de comprender sus episodios y las claves de su evolución.
Al espada nacido en la calle Ancha de la Feria de Sevilla, pero considerado
trianero, porque en Triana vivió su infancia y comenzó a jugar al toro, se le
colgaron demasiadas etiquetas por sus panegiristas, quienes emprendieron una
carrera literaria tratando de consagrarlo como el orto y el ocaso del toreo. Pero esa intensa
lluvia de tinta y papel, aunque pudiera crear una cortina que distorsionara lo que Belmonte realmente fue, nunca pudo velar ni silenciar el escalofrío que permanecía grabado en la Tauromaquia, por la llegada de un torero
que sorprendió por la pureza de su concepto al manifestar un temple
portentoso, capaz de trazar una nueva geometría taurómaca, que fue
calificada de imposible en sus albores. Ciertamente, Juan
llegó al toreo sin formación técnica, a merced de los toros, que le cogían con frecuencia —de ahí la sentencia del Guerra recomendando
prisa a quienes quisieran verlo—, pero con un halo de misterio y un acento personal cuya expresión enardeció al público de su tiempo, y ahora, tantos
años después, continúa arrebatando por su impresionante magnetismo a quienes respetuosamente tratan de analizar y profundizar su figura.
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Su mozo de espadas y Calderón sacan a un joven Belmonte de la cara del novillo. |
Juan Belmonte tuvo un aprendizaje duro y peligroso, sorteando la propia existencia a la luz de la luna en las dehesas de Tablada o localidades cercanas a
Sevilla, donde furtivamente apartaba reses bravas con los amigos de su pandilla,
para examinar bajo el rutilar de las estrellas el valor, la destreza y la eficacia del
toreo de salón que tantas veces repetían en la ribera del viejo Betis, donde practicaban aquellos golfillos del
Altozano. Todos anhelaban huir de la miseria de la época, y posiblemente la
única manera era abrirse paso en el toreo. Esos chavales de Triana tenían una referencia: la del matador de toros Antonio Montes Vico (1876-1907), nacido
en la calle Pureza, que había sido monaguillo en la iglesia
Parroquial de Santa Ana. Todos hablaban de él con obsesión, sin importarles
mucho ni poco las actuaciones de los espadas que actuaban en las mejores ferias.
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Antonio Montes |
De Antonio Montes escribió el crítico Don
Ventura: «Tuvo una acusada personalidad y fue, en cierto modo, un
precursor de las normas belmontinas. Dejaba llegar mucho al toro, hasta
producir honda emoción, cargaba la suerte en aquel momento, enterraba los
talones en la arena y los lances de capa o los pases adquirían un relieve poderosísimo».
El propio Belmonte manifestó a Manuel Chaves Nogales para la obra Juan Belmonte, matador de toros: «No teníamos más que una
superstición, un verdadero mito que amorosamente habíamos elaborado: el de Antonio Montes. Lo único respetable
para nosotros en la torería era aquella manera de torear que tenía Antonio Montes, de la que nos creíamos
depositarios a través de unas vagas referencias. Todos nos hacíamos la ilusión
de que toreábamos como toreó Montes,
y con aquella convicción agredíamos implacablemente a los toreros que entonces
estaban en auge».
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La verónica de Belmonte |
Conviene considerar que Belmonte recibió los consejos del banderillero José María Calderón y Cea, que había formado parte en la cuadrilla del
desafortunado torero de Triana. Por amistad con su padre, Calderón sería su mentor y mecenas, le ayudaría a mejorar la técnica de sus comienzos y conseguiría sus primeras actuaciones. Era un aprendizaje sin imágenes, de escasas y deficientes fotografías, de transmisión oral, donde las
explicaciones sobre el toreo de Montes, ídolo
imaginario de Belmonte, pronunciadas por Calderón resultaban de incalculable importancia.
Podría decirse que con la historia contada del revolucionario herido mortalmente en
México el 13 de enero de 1907, al estoquear a Matajacas del hierro de Tepeyahualco, iba germinando la revolución que soñaba Juan Belmonte.
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El Espartero |
Del mismo modo, conviene matizar que la revolución de Montes tuvo un precedente en otro sevillano, el matador de toros Manuel
García Cuesta El Espartero (1866-1894),
torero de contrastado valor, herido mortalmente en Madrid el 27 de mayo de 1894
por Perdigón, de la divisa de Miura. Cuenta el matador de toros Ángel Carmona
González Camisero (1874-1960), en su libro ¡Así los vi yo!:
«Recordamos sus primeros lances de capa, modelo de clasicismo, con aquel capote
tan chiquitito que remataba con su inimitable media verónica». También, Fernando Villalón escribió en
su obra Taurofilia racial: «De la
entrada del matador al quite, salía el Espartero con el toro material y
suavemente envuelto a su cuerpo en una sencillísima, pero perfectamente
inimitable media verónica».
Si vamos cerrando los ojos para adivinar en el horizonte la importancia que a principios del siglo XX tenía el “toreo contado” por sus testigos, quizás vislumbremos el efecto que pudo tener en Belmonte el testimonio de José
María Calderón, que había figurado en
la cuadrilla de Montes, el ídolo a emular no solo por Juan, sino por los chavales del Altozano que anhelaban lucir un raído traje de luces de
alquiler.
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Media verónica de Juan liándose el toro a la cintura |
El magnetismo de Belmonte fue singular. Le llamaron Terremoto, por la fuerza telúrica que brotaba de un toreo que causó asombro, pues tras reducir distancias con el animal conservaba su terreno, y ejecutaba la verónica como nadie lo había hecho: cuadrando el capote y dejando
que el toro llegara para ofrecerle lo que él llamaba la golosina, un temple mágico que lo engatusaba para traerlo y llevarlo, apurando el
lance con un giro de muñeca para guiarlo hacia detrás de la cadera, y continuar ligando lances hasta resolver la serie con media verónica escultural, liándose el toro a la cintura, que
liberaba la emoción del público y provocaba su manifestación
ante un toreo nuevo, excepcional por su temple y la quietud
del fenómeno en la suerte.
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Con gran temple y muy parado, sin abandonar el lance. |
José Alameda en la magistral obra El Hilo del Toreo, que habría que reeditar para que pudieran
leerla todos los aficionados, escribe sobre el toreo de capa: «Aunque la muleta
haya sido definitiva para la evolución que conduce hasta el toreo de nuestro
tiempo, ni ha dejado de existir el toreo de capa, ni fue tanpoco indiferente en
tal proceso. En momentos, como en la cumbre de Belmonte, la atracción de la verónica adquiere una fuerza sin par».
Al citar a los grandes intérpretes de la verónica dice del torero de Triana:
«Con el capote, a la verónica, es el mejor que he visto. Toreaba con gran
temple y muy parado, pero, sobre todo, no abandonaba el lance, sino que lo
continuaba hasta rematarlo, con una rotación de muñeca en su final, como
después se ha empleado en la muleta, pero con el capote todavía no; sólo él. De
esta manera, los brazos quedaban en posición de recibir al toro en el siguiente
lance y la ligazón era perfecta. Su media verónica tenía una intensidad, una
belleza rítmica y una coordinación entre el hombre, su instrumento —el capote—
y su materia viva —el toro—, que nadie ha logrado igualar».
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Juan Belmonte torea al natural. Óleo de Adolfo Durá Abad |
El taurinísimo Guadalquivir fue testigo de los sueños y andanzas de un chiquillo huérfano de madre que abandonaba
el puesto de quincalla del padre para jugar al toro, de un lunero del Altozano que sería un genio del toreo, un espada
determinante por su temple, la ligazón de los lances a la verónica y el terreno que acortó. También, por la maravillosa complementariedad que nacía de su competencia con el otro gran protagonista de la tauromaquia de su tiempo: Joselito. Ambos fueron fundamentales para desbrozar el camino a otras aportaciones técnicas y
artísticas que serían definitivas en la
evolución del toreo moderno. Sin embargo, la genialidad de Belmonte no fue debidamente explicada por sus seguidores, que pretendieron otorgarle la exclusiva de esa
evolución, proclamándolo, ni más ni menos, “el padre del toreo moderno”. Lejos
de paternidades y ruido literario, se ignoraba el suave rumor del viejo río grande de Andalucía, testigo mudo de las andanzas de los golfillos de Triana que pretendían emular a
Antonio Montes y admiraban la historia de El Espartero, toreros revolucionarios
a los que el toro no consintió la revolución, pero que fueron precursores
de Belmonte, cuya aportación a la evolución del toreo moderno no acertaron a contar la mayoría de los que
escribieron la historia.
1 comentario:
¡Casi ná! Todo un tratado sobre Juan Belmonte. Gracias Maestro
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