viernes, 20 de diciembre de 2019

LOS PRECURSORES DEL BELMONTISMO

Por Antonio Luis Aguilera

Juan Belmonte. Óleo de Vázquez Díaz




La tarde que mataron
al Espartero,
Belmonte, que era un niño,
se quedó quieto.
Tan quieto, que el torero
que en él había,
cuando veía un toro
no se movía.
                                                   
José Bergamín


Lejos de caer en el olvido, la conmoción que produjo en el toreo Juan Belmonte (1892-1962) continúa apasionando a quienes profundizan en la historia tratando de comprender sus episodios y las claves de su evolución. Al espada nacido en la calle Ancha de la Feria de Sevilla, pero considerado trianero, porque en Triana vivió su infancia y comenzó a jugar al toro, se le colgaron demasiadas etiquetas por sus panegiristas, quienes emprendieron una carrera literaria tratando de consagrarlo como el orto y el ocaso del toreo. Pero esa intensa lluvia de tinta y papel, aunque pudiera crear una cortina que distorsionara lo que Belmonte realmente fue, nunca pudo velar ni silenciar el escalofrío que permanecía grabado en la Tauromaquia, por la llegada de un torero que sorprendió por la pureza de su concepto al manifestar un temple portentoso, capaz de trazar una nueva geometría taurómaca, que fue calificada de imposible en sus albores. Ciertamente, Juan llegó al toreo sin formación técnica, a merced de los toros, que le cogían con frecuencia —de ahí la sentencia del Guerra recomendando prisa a quienes quisieran verlo—, pero con un halo de misterio y un acento personal cuya expresión enardeció al público de su tiempo, y ahora, tantos años después, continúa arrebatando por su impresionante magnetismo a quienes respetuosamente tratan de analizar y profundizar su figura.

Su mozo de espadas y Calderón sacan a un joven Belmonte de la cara del  novillo.
Juan Belmonte tuvo un aprendizaje duro y peligroso, sorteando la propia existencia a la luz de la luna en las dehesas de Tablada o localidades cercanas a Sevilla, donde furtivamente apartaba reses bravas con los amigos de su pandilla, para examinar bajo el rutilar de las estrellas el valor, la destreza y la eficacia del toreo de salón que tantas veces repetían en la ribera del viejo Betis, donde practicaban aquellos golfillos del Altozano. Todos anhelaban huir de la miseria de la época, y posiblemente la única manera era abrirse paso en el toreo. Esos chavales de Triana tenían una referencia: la del matador de toros Antonio Montes Vico (1876-1907), nacido en la calle Pureza, que había sido monaguillo en la iglesia Parroquial de Santa Ana. Todos hablaban de él con obsesión, sin importarles mucho ni poco las actuaciones de los espadas que actuaban en las mejores ferias. 
Antonio Montes
De Antonio Montes escribió el crítico Don Ventura: «Tuvo una acusada personalidad y fue, en cierto modo, un precursor de las normas belmontinas. Dejaba llegar mucho al toro, hasta producir honda emoción, cargaba la suerte en aquel momento, enterraba los talones en la arena y los lances de capa o los pases adquirían un relieve poderosísimo». El propio Belmonte manifestó a Manuel Chaves Nogales para la obra Juan Belmonte, matador de toros: «No teníamos más que una superstición, un verdadero mito que amorosamente habíamos elaborado: el de Antonio Montes. Lo único respetable para nosotros en la torería era aquella manera de torear que tenía Antonio Montes, de la que nos creíamos depositarios a través de unas vagas referencias. Todos nos hacíamos la ilusión de que toreábamos como toreó Montes, y con aquella convicción agredíamos implacablemente a los toreros que entonces estaban en auge». 
La verónica de Belmonte
Conviene considerar que Belmonte recibió los consejos del banderillero José María Calderón y Cea, que había formado parte en la cuadrilla del desafortunado torero de Triana. Por amistad con su padre, Calderón sería su mentor y mecenas, le ayudaría a mejorar la técnica de sus comienzos y conseguiría sus primeras actuaciones. Era un aprendizaje sin imágenes, de escasas y deficientes fotografías, de transmisión oral, donde las explicaciones sobre el toreo de Montes, ídolo imaginario de Belmonte, pronunciadas por Calderón resultaban de incalculable importancia. Podría decirse que con la historia contada del revolucionario herido mortalmente en México el 13 de enero de 1907, al estoquear a Matajacas del hierro de Tepeyahualco, iba germinando la revolución que soñaba Juan Belmonte.
El Espartero
Del mismo modo, conviene matizar que la revolución de Montes tuvo un precedente en otro sevillano, el matador de toros Manuel García Cuesta El Espartero (1866-1894), torero de contrastado valor, herido mortalmente en Madrid el 27 de mayo de 1894 por Perdigón, de la divisa de Miura. Cuenta el matador de toros Ángel Carmona González Camisero (1874-1960), en su libro ¡Así los vi yo!: «Recordamos sus primeros lances de capa, modelo de clasicismo, con aquel capote tan chiquitito que remataba con su inimitable media verónica». También, Fernando Villalón escribió en su obra Taurofilia racial: «De la entrada del matador al quite, salía el Espartero con el toro material y suavemente envuelto a su cuerpo en una sencillísima, pero perfectamente inimitable media verónica».
Si vamos cerrando los ojos para adivinar en el horizonte la importancia que a principios del siglo XX tenía el “toreo contado” por sus testigos, quizás vislumbremos el efecto que pudo tener en Belmonte el testimonio de José María Calderón, que había figurado en la cuadrilla de Montes, el ídolo a emular no solo por Juan, sino por los chavales del Altozano que anhelaban lucir un raído traje de luces de alquiler.

Media verónica de Juan liándose el toro a la cintura 
El magnetismo de Belmonte fue singular. Le llamaron Terremoto, por la fuerza telúrica que brotaba de un toreo que causó asombro, pues tras reducir distancias con el animal conservaba su terreno, y ejecutaba la verónica como nadie lo había hecho: cuadrando el capote y dejando que el toro llegara para ofrecerle lo que él llamaba la golosina, un temple mágico que lo engatusaba para traerlo y llevarlo, apurando el lance con un giro de muñeca para guiarlo hacia detrás de la cadera, y continuar ligando lances hasta resolver la serie con media verónica escultural, liándose el toro a la cintura, que liberaba la emoción del público y provocaba su manifestación ante un toreo nuevo, excepcional por su temple y la quietud del fenómeno en la suerte. 
Con gran temple y muy parado, sin abandonar el lance.
José Alameda en la magistral obra El Hilo del Toreo, que habría que reeditar para que pudieran leerla todos los aficionados, escribe sobre el toreo de capa: «Aunque la muleta haya sido definitiva para la evolución que conduce hasta el toreo de nuestro tiempo, ni ha dejado de existir el toreo de capa, ni fue tanpoco indiferente en tal proceso. En momentos, como en la cumbre de Belmonte, la atracción de la verónica adquiere una fuerza sin par». Al citar a los grandes intérpretes de la verónica dice del torero de Triana: «Con el capote, a la verónica, es el mejor que he visto. Toreaba con gran temple y muy parado, pero, sobre todo, no abandonaba el lance, sino que lo continuaba hasta rematarlo, con una rotación de muñeca en su final, como después se ha empleado en la muleta, pero con el capote todavía no; sólo él. De esta manera, los brazos quedaban en posición de recibir al toro en el siguiente lance y la ligazón era perfecta. Su media verónica tenía una intensidad, una belleza rítmica y una coordinación entre el hombre, su instrumento —el capote— y su materia viva —el toro—, que nadie ha logrado igualar».

Juan Belmonte torea al natural. Óleo de Adolfo Durá Abad
El taurinísimo Guadalquivir fue testigo de los sueños y andanzas de un chiquillo huérfano de madre que abandonaba el puesto de quincalla del padre para jugar al toro, de un lunero del Altozano que sería un genio del toreo, un espada determinante por su temple, la ligazón de los lances a la verónica y el terreno que acortó. También, por la maravillosa complementariedad que nacía de su competencia con el otro gran protagonista de la tauromaquia de su tiempo: Joselito. Ambos fueron fundamentales para desbrozar el camino a otras aportaciones técnicas y artísticas que serían definitivas en la evolución del toreo moderno. Sin embargo, la genialidad de Belmonte no fue debidamente explicada por sus seguidores, que pretendieron otorgarle la exclusiva de esa evolución, proclamándolo, ni más ni menos, “el padre del toreo moderno”. Lejos de paternidades y ruido literario, se ignoraba el suave rumor del viejo río grande de Andalucía, testigo mudo de las andanzas de los golfillos de Triana que pretendían emular a Antonio Montes y admiraban la historia de El Espartero, toreros revolucionarios a los que el toro no consintió la revolución, pero que fueron precursores de Belmonte, cuya aportación a la evolución del toreo moderno no acertaron a contar la mayoría de los que escribieron la historia.

1 comentario:

Andrés Osado dijo...

¡Casi ná! Todo un tratado sobre Juan Belmonte. Gracias Maestro