viernes, 27 de julio de 2018

LA PLAZA DE LOS TEJARES Y SU ENTORNO

Por Antonio Luis Aguilera

"Tarde triunfal en Los Tejares".  Pintura naif de Carlos González-Ripoll Jiménez
Un suave aroma a café recién hecho, la ruidosa molienda del grano, y el silbido del chorro de presión de la exprés en las jarras de aluminio, caracterizaba el pequeño recinto del Bar Benítez, donde varias fotografías recordaban la poderosa torería de Guerrita. Situado en la convergencia de la avenida del Gran Capitán con Ronda de los Tejares, y adosado al Gobierno Civil y el Bar Rosales, en su estrecha barra se hablaba de toros, del primer ascenso del Córdoba a primera división, o de los complicados equilibrios presupuestarios de las familias para llegar a fin de mes. En la calle, colocados a ambos lados de la acera, una alineación de veladores sugería realizar una parada en el camino para sentarse a tomar algo, mientras la gente pasaba y los camareros se abrían paso alzando las bandejas y repitiendo su letanía: “¡Cuidado que mancho!”
Bares Rosales y Benítez en Ronda de Los Tejares. Foto Eladio Osuna
En el primer lustro de los años sesenta, los cordobeses admiraban los escasos coches que circulaban por la ciudad, y muchos ya soñaban con adquirir el Seat 600, el popular utilitario que no solo permitía escapadas a la sierra o la playa, sino presumir de una posición social y económica, que no siempre se correspondía con la realidad. El progreso comenzaba a cambiar las costumbres cotidianas, pero la gente aún era dueña de la calle y salía a tomar el fresco en las asfixiantes noches de verano. La televisión todavía no había entrado en todos los domicilios, para mandar a callar a las familias, y los vecinos procuraban relacionarse a la luz de las estrellas gastando poco, sentados en la puerta de sus casas, donde al aparecer la luna comparecían con su silla, botijo y transistor, para escuchar las noticias taurinas, clásico espacio al final del severo parte de Radio Nacional, que gozaba de predicamento entre los aficionados. 

"Los jardines bajos". Pintura naif de Carlos González-Ripoll Jiménez
Los cordobeses de la provincia se desplazaban a la ciudad para consultas médicas, arreglar papeles o realizar compras. La mayoría utilizaba los autocares de la Alsina, conocida como La Catalana, cuyas cocheras se ubicaban junto al Teatro Duque de Rivas y el edificio de los Sindicatos, aunque también tenían fiel clientela los coches botijo, conducidos por taxistas del propio pueblo. Llegada la hora del almuerzo, según los posibles del personal, unos buscaban acomodo en los jardines públicos -cuyos bancos de piedra y forja tanto sabían de romances apasionados entre soldados y tatas de uniforme-, allí daban buena cuenta de las viandas de sus canastos de mimbre o paquetes de papel de estraza, bultos que no soltaban desde que salían del pueblo; otros satisfacían el apetito en bares céntricos: Toledo, Rosales, Mercantil o La Malagueña; y como siempre hubo clases, no faltaban quienes acudían al selecto y señorial Savarín, donde a mediodía solía sentarse en actitud de espera el hermano Bonifacio, oteando el horizonte y sin consumir nada, aguardando la ocasión de sablear a los señoritos y labradores que podían socorrer a sus niños: los internados en el Hogar y Clínica de San Rafael, hoy Hospital de San Juan de Dios.
Mesas, sillas y mecedoras de los bares Toledo y Savarín. Foto Ricardo
Frente al Instituto Nacional de Previsión, conocido como la Caja Nacional, y la concurrida acera que estrechaban mesas, sillas y mecedoras de los bares Toledo y Savarín, separados entre sí por el estrecho estanco de Rafael, se hallaba la plaza de toros de Los Tejares, histórico recinto cuya arena pisaron, además de las más grandiosas e históricas figuras del toreo, todos los Califas cordobeses. A escasos metros del acceso a las localidades de sol se hallaba el quiosco de golosinas de Manuela, cuyos botijos gozaban de excelente demanda cuando apretaba el Lorenzo, y donde la chiquillería se arremolinaba para mirar mucho y comprar poco; como también lo hacía frente a este puesto, en el escaparate de la empresa García Plaza, adosado al coso, que exhibía las maravillosas bicicletas Orbea y BH, que eran el sueño de todos y la realidad de unos pocos. Al otro lado del rojo portón, que comunicaba el ruedo con la avenida, estaba el acceso de la sombra y la puerta de cuadrillas, recordada por los toreros cordobeses como el patinillo, o la casa del conserje con la parra.  
Hotel Regina en Ronda de los Tejares, esquina calle Alonso de Burgos
Generalmente, las figuras del toreo solían alojarse en el Hotel Regina, frente a la plaza, y las cuadrillas en el Simón, junto a la Colegiata de San Hipólito. Terminado el festejo, si las ovaciones se habían escuchado en la calle, la gente se arremolinaba ante la puerta grande para ver salir en hombros a los triunfadores. También, en las becerradas nocturnas, cuando se escuchaban carcajadas y gritos de chufla, para ver como llevaban en volandas hasta el estanque de los patos, en los jardines de la Agricultura, a algunos aspirantes a figuras que no tuvieron su noche. Aún quedan en el lugar dos palmeras, cuya distancia entre sí indican la anchura del pasillo por donde sacaban los entusiastas a los toreros. Al caer la tarde, los tonos rojizos y violetas del cielo indicaban el final de un día de toros, y algunos aficionados se citaban con la familia en el cine de verano del teatro Duque de Rivas, en Gran Capitán, cuya terraza de albero regado se poblaba de sillas de enea, para contemplar una película a la luz de las estrellas, contar lagartijas en la pantalla en los cortes de la proyección, y gozar de las fragancias del jazmín y la dama de noche. 

"El Hotel Simón y los taxistas". Pintura naif de Carlos González-Ripoll Jiménez
Entonces vestían el traje de luces, sorteando triunfos y cornadas, los matadores cordobeses José María Montilla, Manuel García Palmeño, Manuel Benítez El Cordobés, Gabriel de la Haba Zurito y Manuel Cano El Pireo.  En cualquier barrio de la ciudad había grandes entendidos, de los que hacían afición enseñando el difícil arte de ver toros a los niños que sentían inclinación por el toreo, a quienes instruían sobre encastes, suertes o toreros históricos, y prestaban semanarios como Dígame o El Ruedo, para mantenerlos al día de la temporada. Cuando los novicios acudían a la plaza, lo que por razones pecuniarias no ocurría todas las tardes, procuraban vivir la corrida desde que se regaba el redondel. Todo era mágico y envolvente en el ritual, todo tenía su importancia y era preciso conocer, desde que los ayudas colocaban los capotes en la contera de la barrera, armaban muletas o repasaban la muerte de los estoques.            
Teatro Duque de Rivas
Las agujas del reloj del coso desperezaban con premeditado retraso, mientras los tendidos se iban cubriendo de público al compás de las pruebas de sonido de los músicos, y los vendedores de refrescos llenaban de hielo y botellas sus cubetas de zinc, antes de peregrinar por las gradas repitiendo: "A beberla fresca”. Iniciado el festejo los rezagados hallaban serias dificultades para acceder a su localidad, y la aglomeración en estrechos vomitorios y filas próximas provocaba las quejas de quienes no divisaban el espectáculo. Pero si el asunto se complicaba, la intervención de agentes del orden público, que preguntaban poco y resolvían con diligencia si una voz era más alta que otra, atemperaban al personal dejándolo más suave que un guante si quería seguir en la plaza. Testimonios gráficos de la época confirman la incomodidad de los espectadores; sentados o de pie, raro era quién en tanta estrechez no alargaba el cuello para ver la corrida.


"El patinillo de Los Tejares". Carlos González-Ripoll Jiménez
Quizá fuera esta severa incomodidad el principal motivo para llevar a cabo la demolición de Los Tejares, aunque sin duda debieron existir otros más poderosos. Llegaban nuevos tiempos y las grandes empresas se fijaban en el sitio que ocupaba la plaza, levantada en la antigua Huerta de Perea, cuyos primeros festejos databan de 1846. Declarada firme la sentencia, picos y palas procedieron a su ejecución en 1971, para que en tan taurinísimo lugar se alzaran unos grandes almacenes. Ruedo, barreras, palcos y tendidos sucumbieron para que se multiplicaran mostradores, anaqueles y percheros. Ha pasado casi medio siglo y ya quedan pocos cordobeses que recuerden el significado de ese coso en la historia de Córdoba y en la del toreo. El marketing no entiende de nostalgia, y calcula milimétricamente cómo captar compradores. Los que ahora transitan por tan concurrido lugar en horario comercial, centran su atención en las oportunidades que le brindan. Aunque para brindis nos quedamos con los de antaño. Eran más toreros. Y más auténticos. 

3 comentarios:

Unknown dijo...

Muy bueno amigo Antonio, me ha encantado, he vuelto a recordar mi niñez donda ya habia despertado en mi la aficion. Como bien dices, no podiamos acudir con asiduidad a la plaza, pero si a las novilladas y becerradas. Acudiamos a las puertas de la plaza para vrr el csrtel del sabado o domingo siguiente. Fue un buen momento y un semillero de aficuonados. Ojala algun dia retorne esa aficion perdida para que la Fiesta no deje de existir. Un abrazo

Jacinto Ortega dijo...

Antonio, aunque no conocí esa época de Córdoba, llena de sabor taurino,la he imaginado leyendo tu artículo. He disfrutado pero también he sentido nostalgia de que solo quede en el recuerdo de los buenos aficionados.
Enhorabuena y el deseo que sigas contando cosas de tu ciudad, depositaria de tanta historia de la Tauromaquia, para el disfrute de tus lectores y amigos

Un abrazo

Unknown dijo...

Qué bien escribes, amigo. Y qué rebién cuentas las cosas. Un gustazo leerte. Un abrazo.