Alicante, 29 de junio de 1947. Ayudado por bajo de Manolete. Foto Finezas I |
La expectación por ver al torero
de Córdoba era enorme. El Monstruo
actuaba en la corrida de la Beneficencia sin cobrar sus honorarios, para
contribuir, con su toreo y con su generosidad, a financiar las obras de
ampliación del Hospital Provincial de Madrid. Nadie podía imaginar en aquella calurosa tarde del 16 de julio de 1947, que el famoso diestro iba a echar
su último paseíllo en Las Ventas, pero el destino había previsto que el cartel
de ese día pasara a ocupar un lugar preferente en los anales de la plaza
monumental: Toros de Bohórquez y uno de Vicente Charro (2º), para Gitanillo de Triana, Manolete y Pepín Martín Vázquez.
El segundo toro de la tarde se
había defendido con aspereza, sin permitir que Manolete le impusiera su toreo. Durante el trasteo, parte del
público, ese que disfruta levantando ídolos para luego pisotearlos, se metió
con él enviándole algunos recados con intención de herirle: ¡Ya era hora de que vinieras a Madrid! ¡Aquí
queremos cogerte! ¡Lo de siempre, Manolete, lo de siempre! ¡Menos cuento,
acércate más y menos cuento!... Los aficionados sensatos observaron que el
toro no admitía faena y optaron por callar, pero su respetuoso silencio fue
utilizado como caja de resonancia por los desalmados que ofendían al torero, escondidos en la inmensa masa de público.
Manuel
tenía puesta toda su esperanza en Babilonio,
el quinto de la tarde, pero una vez más falló el tópico y el toro resultó tan
manso como toda la corrida, costó trabajo meterlo en el caballo, y la ardua
lidia para llevarlo y traerlo despertó en su comportamiento una clara
incertidumbre, que desarrolló vacilando en las primeras arrancadas, donde
protestó con violentos derrotes cuando era obligado por la poderosa muleta de Manolete, quién a pesar de los
tornillazos lo recibió sin dudas, con unos portentosos y majestuosos doblones
rodilla en tierra, rematados con calculada severidad, dejando caer la franela
sobre la arena. Fuera de la segunda raya, el cordobés probó el toreo en
redondo, pero el manso volvió a sacar su genio y su peligro, se quedaba corto, medía y buscaba
sin disimulo al torero, que lógicamente hubo de resolver mejorando su terreno.
Fue entonces cuando desde un tendido de sombra un miserable gritó con todas sus
fuerzas: ¡Cobarde!
Instante que Babilonio hiere a Manolete. Foto Revista El Ruedo |
Un sentimiento de vergüenza se apoderó del
monumental recinto. Manolete, de
forma instintiva, levantó la mirada tratando de localizar el lugar que ocupaba
el valiente espectador, pero
inmediatamente volvió su mirada al toro, atornilló las zapatillas en la arena,
y con la muleta en la diestra aguantó impávido las inciertas acometidas del
murubeño, que probaba y era necesario esperarle mucho. La angustia se adueñó de la
plaza ante el estoicismo de Manolete,
que espeluznantemente resistía en el sitio, sin variar su posición, hasta que
en un pase el toro derrotó de forma seca y le hirió en la pierna izquierda. El
fugaz gesto de dolor del espada, encogiendo la pierna, hizo pensar que se trataba
de un simple varetazo o un pisotón.
Manolete al natural con Babilonio. Foto Revista El Ruedo |
Pero él sabía que estaba herido y
continuó su faena con indecible exposición, perseverando su toreo sobre ambas
manos, mientras un hilo de sangre bajaba por la pantorrilla tiñendo de rojo la
media. La casta de Manolete suplía
su merma de facultades. Seguro de su dominio, fue bajando cada vez más la muleta
hasta imponerse definitivamente a Babilonio,
que acabó entregado al espada que domeñó su violencia, y colaborando en una
faena que fascinó a veinticuatro mil personas que no creían lo que veían sus
ojos. La afición comprobó que el torero estaba herido, y se entregó unánime e
incondicionalmente ante la belleza e importancia de aquella faena emocionante y dominadora, de quien erguido como una torre en el ruedo aguantó, ligó y bajó
las manos como nadie antes lo había hecho.
Manolete llevado a la enfermería. Foto El Ruedo |
Con la media ensangrentada y la
mirada clavada en el morrillo, Manolete
atacó derecho y dejó una estocada en todo lo alto, que en escasos segundos
provocó la muerte del murubeño. Los miembros de la cuadrilla le esperaban al
salir de la suerte, y el torero se echó en sus brazos para que lo llevaran a la
enfermería, donde fue intervenido quirúrgicamente. Cuando la plaza se puso
en pie, unos aficionados desvelaron a la policía el escondite y la identidad
del espectador que había insultado al torero, y esta hubo de acudir de
inmediato para prestarle protección. A Manolete
le otorgaron las orejas, que no pudo pasear por el ruedo donde había
derramado su sangre.
Manolete en el Sanatorio, visitado por su banderillero Pinturas y Julio Aparicio. Foto Zarzo. Revista el Ruedo. |
Mientras se recuperaba en el Sanatorio La
Milagrosa de Madrid, fue visitado por José
María Carretero, escritor montillano que popularizó el seudónimo El Caballero Audaz. El paisano le
comentó la mala pata que había tenido
la corrida, pero Manolete mostró su
disconformidad con unas palabras que delataban su grandeza como hombre y como
torero: ¡No lo creas!... Yo la consideré
una corrida de suerte, a pesar de la cogida que me tiene aquí fastidiado... Se
trataba de una corrida de Beneficencia, en la cual yo no cobraba nada. En estas
obras benéficas, el millonario, con sacar la cartera y dar un cheque de cien
mil pesetas, ya está listo; pero yo he tenido la satisfacción de haber
colaborado en una obra de caridad con dinero, con mi arte y, porque Dios lo ha
querido, con mi sangre; esto es un lujo que no se lo puede permitir todo el
mundo. Además, tuve la suerte de torear a gusto y bien.
Cuarenta años
después, quien hilvana estas líneas tuvo el privilegio de sujetar el traje que Manuel vistió aquella tarde, un terno
celeste y oro, ligeramente palidecido por el tiempo, que el torero regaló a su
íntimo amigo Manuel Sánchez de Puerta
Guerrero. Con emoción acariciamos las taleguillas, que se hallaban como se las
quitaron en la enfermería, mostrando el boquete que horadaba la seda a la
altura de la pantorrilla izquierda, era la huella de Babilonio, teñida con un
reguero de sangre que llegaba a los machos. Aquellas taleguillas testimoniaban la
entrega del rey de los toreros, el extraordinario matador que implantó
definitivamente el toreo ligado en redondo como canon de faena seriada, donde
el espada deja venir al toro por su terreno natural para llevarlo hacia atrás y
hacia dentro, la sólida estructura de un sistema capaz de acoger los más
diferentes estilos, al que habrían de adaptarse todos los toreros.
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