Por Antonio Luis Aguilera
Rafael Guerra Guerrita. Foto Montilla |
El 21 de febrero se cumple el ochenta aniversario de la muerte de un genio del toreo: Rafael Guerra Bejarano el Guerra o Guerrita. Fue precisamente el señor Fernando el Gallo, su jefe de filas, quien sugirió al cordobés que dejara de apodarse Llaverito y lo hiciera con su propio apellido, cuando el joven Rafael usaba este distintivo para recordar que era hijo del conserje del Matadero de Córdoba, tras haberse anunciado anteriormente como El Airoso, como hizo el 8 de septiembre de 1876 cuando a los trece años debutó en Andújar, en la cuadrilla juvenil cordobesa capitaneada por Francisco Rodríguez Caniqui.
No
tardaron en cristalizar las excepcionales cualidades que se le atisbaban al
chaval para el toreo. Su valor, destreza, poderío y conocimientos de la lidia corrían
de boca en boca entre la admiración y el
interés por verlo de la gente del toro. A aquella fuente de torería pronto acudieron
para llevarla en sus filas Manuel Díaz Lavi, Manuel Molina, Valentín
Martín, Manuel Fuentes Bocanegra, Fernando Gómez el
Gallo y Rafael Molina Lagartijo, que contrataron al
banderillero cordobés con la seguridad de saber la autoridad que, mientras
caminaba con paso firme hacia la alternativa, llevarían entre su gente.
Guerrita. Julio Romero de Torres |
Sería el no menos legendario Lagartijo, su
maestro y paisano, quien el 29 de septiembre de 1887 se la otorgaría en la
plaza de Madrid. Aquella tarde Rafael,
de gris perla y oro, adquiría el grado de matador de toros con Arrecío, de don Francisco Gallardo —procedencia de don Rafael José Barbero—, único ejemplar que se lidió de esta ganadería,
pues los otros cinco pertenecieron a don Juan
Vázquez –antes Núñez de Prado-.
El toricantano también estoqueó a los ejemplares Tinajero y Romanito.
Comenzaba la fulgurante carrera de aquel matador
excepcional, nacido en el Barrio más
torero del mundo —el Campo de la Merced
de Córdoba— y bautizado en la parroquia de Santa
Marina de Aguas Santas, que es considerado como uno de los espadas más determinantes
y completos de la Tauromaquia, de un rey del toreo que, por saber, hasta supo irse
a tiempo, sin ceder su cetro ni que nada le quedara por demostrar en los
ruedos, donde la profunda huella de su magisterio, del que presumió toda su
vida, se agigantaría al ser analizada con perspectiva histórica.
Esa fue la falla del genio: la rotundidad de un
magisterio que resultaba insultante, cualidad que al principio arrebata a los
públicos, pero que de convertirse en rutina les cansa, cuando aguardan
impacientes el fracaso que no llega del ídolo que han levantado. Si a ello le añadimos
la arrogancia personal del propio Guerra,
que no se callaba ni una, posiblemente hallemos la clave del acoso que sufrió
en las últimas temporadas. Verbigracia, se cuenta que antes de echar el paseíllo
para lidiar una corrida que había levantado admiración por la seriedad de sus
ejemplares, mientras se colocaba el capote de paseo un espectador le preguntó con
guasa: «Rafael, ¿qué va a pasar
esta tarde?». Y Guerrita respondió sin inmutarse: «¡Lo que a mí me de la gana!»
Guerrita en Sevilla ante Judio, de Miura. |
Podría decirse que entre la admiración por su poderío y el
rechazo por su soberbia transcurrió su carrera, pero finalmente admitió que la
hostilidad del público era difícil de llevar mientras tenía que jugarse la vida.
Así las cosas, al atardecer del 11 de junio de 1899, en la fonda de doña Gregoria
Echezarreta, su cuartel general y el de su cuadrilla en la Villa y Corte, cuando
se quitaba el traje que lució por última vez en Madrid, le dijo a su buen amigo
José Bilbao: «Pepe, no toreo más en Madrid ni para beneficio del
lucero del alba». El torero de Córdoba asimilaba ya su retirada, que aconteció
cuatro meses más tarde, el 15 de octubre en Zaragoza, donde vestido de gris
plomo y oro, puso fin a su admirable carrera estoqueando al toro Limón,
colorado ojo de perdiz, de la ganadería de don Raimundo y don Jorge
Díaz. «¡No me voy. Me echan!»,
dijo con pena a los suyos.
Guerrita actuó como espada de alternativa trece años, sumando 892
corridas, 22 de ellas como único espada, estoqueando 2.339 toros y sufriendo 15
percances de consideración. Pero si dejamos los números aparte, como argumenta José
Alameda su figura no ha sido comprendida por quienes la analizan de
forma superficial, recreándose en datos, anécdotas y sentencias, sin
profundizar en lo que verdaderamente fue y representó en el toreo de su época, y
en la influencia que tuvo en el de nuestro tiempo.
De ello da testimonio la Tauromaquia redactada bajo su dirección técnica, publicada en 1896 por Leopoldo Vázquez, Luis Gandullo y Leopoldo López de Sáa, que revela que si hubo un diestro que intuyó el toreo que llegaría con el siglo XX, para lo que sería indispensable un toro más proporcionado de hechuras, con mayor fijeza y bravura, ese fue Rafael Guerra, al que no entendieron cuando sentenció: «Después de mí, naide, y después de naide, Fuentes». Bien sabía el cordobés que el trono que dejaba no tendría sucesor. Llegaba el interregno taurino o la generación de los naides, pues nadie lo ocuparía hasta tres lustros más tarde, cuando Joselito —«ese niño hace cosas que no hemos hecho más que Lagartijo y yo»— con sus portentosas cualidades, las que Rafael admiraría profundamente, abrazaría y desarrollaría los preceptos de la Tauromaquia del espada cordobés.
Genio y figura: Rafael Guerra, como vistió de calle toda su vida. Foto Montilla |
El
gran analista José Alameda, en su “Historia verdadera de la evolución
del toreo” (Bibliófilos Taurinos. México D.F. 1985), explicó que para
comprender la historia del toreo es necesario hablar del antes y después del Guerra,
al tratarse de la figura que establece la frontera entre el toreo de Lagartijo
y Frascuelo, que en Guerrita alcanza la más alta
perfección, y el nuevo toreo que el propio espada intuyó y expresó en su Tauromaquia,
como cambiar los preceptos de la antigua verónica, donde el diestro citaba de
frente y levantando los brazos despedía la embestida, para enseñar que con el
cite de costado el espada jugaba indistintamente ambos miembros para articular
el lance.
Guerrita contempló igualmente la
ligazón de los pases de muleta, al preceptuar que el pase regular (natural) se daría
estirando el brazo hacia atrás, describiendo con los vuelos un cuarto de
círculo, y no se remataría necesariamente con el cambiado de pecho, como entonces
era habitual, sino que se repetiría con la misma mano las veces que fuera
posible porque el animal lo permitiera. He ahí la técnica que Gallito
desarrolló en su habitual modelo de faena, al torear con la mano
izquierda sin despedir al toro en línea recta, dejándole colocada la muleta que
le ofrecía seguir su viaje hacia atrás para repetir la suerte.
Dos colosos del toreo, Joselito y Guerrita, posan en el patio de la conserjería de la vieja plaza de Los Tejares de Córdoba. |
En el Califato Taurino de Córdoba, instaurado por la hipérbole del periodista aragonés don Mariano de Cavia, que proclamó Califa al inolvidable Lagartijo, la tradición popular proclamaba como II Califa, por haber sido quien fue en el toreo de su tiempo, a Rafael Guerra Bejarano. Desde su alternativa hasta la retirada el reinado de Guerrita fue incontestable. El nene del Barrio, criado entre reses en las paredes del viejo Matadero, dominó con tal precisión las suertes del toreo que su paso por las plazas eclipsó cuanto ocurría en el panorama taurino. Alejado de los ruedos, pero vistiendo toda su vida como un hábito de torero el traje de chaquetilla corta, complementado con botines y sombrero cordobés, en una ocasión le preguntaron: «Rafael, ¿siente usted haber dejado los toros?». A lo que con orgullo y legítima torería respondió: «¿Quién, yo...? ¡Eso, ustedes!» Bien sabía el genio lo que decía. El trono no tuvo sucesor hasta la llegada de Joselito, el hijo de su compadre y amigo Fernando Gómez.
1 comentario:
Magnífico artículo.
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