domingo, 3 de noviembre de 2019

LAGARTIJO, EL HOMBRE

Por Rafael Sánchez González
Lagartijo en  los pinceles de Antonio Bujalance
Con demasiada frecuencia, al definir como persona a un torero calificando su calidad humana, suele decirse: "de (aquí el apodo) a (aquí su nombre) va una gran diferencia". Dándose a entender con ello, que entre el torero y el hombre existe una enorme distancia.
No es de extrañar que quienes alcanzan la fama jóvenes en una actividad tan atractiva como es la de torear, y rodeados de una legión de agradaores con más falsedad que amistad sincera en su acercamiento al torero, no es de extrañar, digo, que aquellos que logran elevarse a lo más alto de la fama (ocurre igual en otras manifestaciones artísticas) acaben por adquirir una conducta rayando el despotismo. No es un comportamiento muy generalizado, pero todos sabemos de casos que existieron, existen y creo existirán, por culpa de la vanidad y la adulación.
Si el califa era grande como torero, no lo fue menos como persona. En este caso, Lagartijo y Rafael Molina andaban a la par. Estuvieron a esa gran altura difícil de equilibrar en ambas cualidades.
Repasando la documentación sobre Lagartijo, encuentro un trabajo del escritor taurino Pascual Millán (Sol y Sombra 7/8/1900), que viene al pelo para este capítulo, y que por su interés paso a transcribirles:
Caricatura de Pascual Millán

"No ha muerto un gran lidiador; ha muerto el último torero; ha desaparecido la encarnación de una leyenda; se ha borrado el único ídolo que hoy adoraba nuestro pueblo.
Lo recuerdo como si fuera ayer. Zorrilla, el colosal poeta, quería oír a Gayarre, el tenor colosal; pero quería que cantase para él solo, no convirtiendo aquella hermosa voz en una especie de abrevadero público, donde todos pudieran beber, sino haciendo de ella un manantial del genio, que brotase en una reducida estancia, y del cual hasta la última gota habría de saborearse con deleite.
Y Gayarre, acompañado de sus íntimos, cantó una noche para Zorrilla.
No es posible formarse idea de tal velada: hay cosas que la imaginación no llega a comprender.
Pues bien; aquella noche en que Zorrilla leyó a Gayarre sus mejores versos, y Gayarre cantó a Zorrilla las más hermosas creaciones musicales, uno de los amigos del tenor, hombre de carrera, ilustradísimo poeta, escritor con nombre respetable, decía entusiasmado mientras abrazaba al roncalés:
—Nada, chico: en España no hay más que tres grandes hombres: Lagartijo, Zorrilla y tú.
—¿Y qué lugar ocupo entre ellos?—respondió sonriendo el cantante.
—Pues coloca a Rafael el primero y ponte después en el que te dé la gana.
Aquello no era un chiste ni una andaluzada; era la expresión de un sentimiento. Aquel lagartijista furibundo tenía a Rafael por la primera figura de España.  Y muchos también.
El instinto popular se equivoca raras veces; es inútil que os empeñáis en hacerle adorar ídolos prestados; no los acepta. Quiere los suyos, los que él pone en un altar levantado por él mismo.
Emperadores, reyes, príncipes… ¡Bah!, de eso hay mucho. Ahí están sus nombres en el Gotha, llenando algunas páginas, como llenan las guías los de las estaciones.
Ministros, embajadores, generales, mitrados…, eso brota de los puntos de la pluma al trazar una firma; eso lo puede ser cualquiera; eso abunda.
Rafael Molina Lagartijo
Pero Lagartijo era único, tenía una significación, representaba un hermoso pasado. Al morir los otros, esos que brillaron un instante con la luz prestada por quien tampoco la tenía propia, su nombre se borra y el pueblo lo olvida.
Con Lagartijo muere algo que era del pueblo y que aquél amorosamente guardaba.
Si Lagartijo hubiera sido únicamente el mejor torero de su tiempo, el más elegante, el más clásico, el más estético, el que llenaba el circo con su figura, el que componía un hermoso cuadro siempre que aparecía en la arena, el que llevaba al público entre los pliegues de su muleta y en ellos lo manejaba su antojo; si Rafael solo eso hubiera tenido, no hubiera llegado a ser tan ídolo popular. Guerra, que resultó un fenómeno toreando, que ha sido el más completo de los lidiadores, que no hizo nunca las desastrosas faenas realizadas algunas veces por Rafael y Salvador, no tuvo jamás las simpatías del público, y este lo echó de la plaza
A Guerra se le silbaba con fruición; a Lagartijo con pena, deseando verle hacer algo, por pequeñísimo que fuera, para borrar con aplausos entusiastas las protestas, hijas de un momentáneo mal humor.
A Guerra se le exigía lo imposible; a Rafael se le perdonaba lo imperdonable.
No; no eran las cualidades del lidiador las que pesaban en el ánimo del público; eran otras las que subyugaban a todos y convertían a Rafael en ídolo de la muchedumbre, más grande hoy por ser el único que nos quedaba.
En otras épocas, cuando nuestros generales aniquilaban el capitán del siglo o entraban en las ciudades enemigas metiéndose a caballo por las troneras de los cañones; Rafael hubiera tenido que compartir su popularidad con la de aquellos héroes. Pero ahora estaba solo y el pueblo le daba toda su importancia tasándole en su justo valor.
No sabía la masa qué tenía aquel hombre para que así le adorarse, ni tampoco Rafael pudiera explicar el porqué de aquella adoración; pero el instinto popular veía en Lagartijo algo que se apartaba de lo común, que lo elevaba del nivel ordinario, que lo engrandecía, que lo deificaba, y ese algo, ya lo he dicho hasta la saciedad, y lo repetiré constantemente, era que Rafael poseía las típicas cualidades del Tenorio, esas en otros tiempos peculiares del lidiador y que no debieron abandonarle nunca, porque al hacerlo murió el torero y nació el toreador, el que especula con su oficio, el que se escatima, el que piensa en el mañana, el que no siente despego a la vida ni la pone siempre entre su honrilla y las astas del bruto, el que apela a todas las malas artes y a todos los ruines tranquillos para trabajar lo más posible con el menor riesgo, y hacer pronto una fortuna que le permita dejar el oficio. 
Lagartijo
Lagartijo tenía aquellas condiciones, personificaba al héroe popular; era valiente, desprendido, enamorado, rumboso, decidor; derrochaba lo ganado, y no comprendía que teniendo él un duro hubiese quien no comiera aquel día. Llegó casi a la vejez sin ahorrar una peseta; lo suyo era de todos y solo cuando encaneció su cabeza, y cedieron sus fuerzas, y se debilitó aquella naturaleza de hierro, pensó, alentado por los suyos, en guardar algo para que no tuviese que vivir de la caridad al retirarse, quien había sido la figura más popular de España.
Compárese la fortuna de Rafael, en cuarenta años que llevó toreando, con la que tiene hoy cualquier principiante, y…, todos estaremos de acuerdo.
Aquellas cualidades le habían convertido en héroe, le habían levantado un altar en cada pecho, le hacían ser ovacionado por donde quiera que pasaba.
Diríase que había nacido en el hueco de unas manos que aplaudían.
Ya estaba retirado, ya no figuraba su nombre en los carteles, ya su ausencia había llenado de sombras aquel cuadro que antes era todo luz, alegría, entusiasmo, calor, y aún se le buscaba solicitando su presencia en las grandes solemnidades. Y al verle el público, le vitoreaba, le aclamaba, y él era siempre el rey de la fiesta.
Cuando un hombre tiene esas ovaciones y esos aplausos, e inspira esos fanatismos; cuando todo lo avasalla y a todos relega a segundo término; cuando hasta la Iglesia en estos tiempos de fanatismo, comparables a los del imbécil Carlos II, altera por él sus ceremonias religiosas, como ocurrió con la procesión del Corpus el año 93, hay que dar a ese hombre toda su importancia y estudiar lo que significa; nada sirven las muecas desdeñosas de los filósofos pour rireé; los hechos pueden más que todas ellas.
Yo, pecador de mí, ya lo hice. Y por eso, por haber analizado casos y cosas, hombres y actos, actitudes de públicos y movimientos de opinión, puse siempre a Lagartijo en el sitio que debía ocupar. Que lo quiten otros, si así les place. Lo repito; con él muere el último torero y desaparece la personificación del Tenorio popular.
Panteón del torero en el cementerio de 
Nuestra  Señora de la Salud en Córdoba
Su despedida de la plaza fue un rudo golpe; pero mientras vivió parecía que le teníamos entre nosotros, que aún volvería vestir el traje de luces, que aún iba enseñar a los de ahora la diferencia entre el torero y el toreador, y por eso, cuando en becerradas, como la última de los funcionarios civiles, ponía aquellos inmensos pares de banderillas, el público en masa se deshacía en aplausos; era él, estaba allí, siempre elegante, ágil, fuerte, sabiendo, siempre dispuesto a sacrificarse por cualquiera. Mientras vivió, no dimos a aquella retirada todo su alcance; era como el cadáver sin descomponer que guardábamos en casa; podíamos verlo, y aún imaginarnos que se trataba de una catalepsia; pero ahora al cerrar su ataúd, al enterrar aquel cuerpo, notamos el vacío que deja, miramos a la plaza y nos hace el efecto de un Guignol.
Al retirarse Rafael escribí un artículo, medio en serio, medio en broma, hablando de erigirle una estatua. Los hombres sesudos, tomando por todo lo grave aquel trabajo, me pusieron como digan dueñas.
Tienen razón: Rafael no merece una estatua. Sería equipararle a esos estadistas que en veinticinco años de paz y buenas cosechas, dándoles todo lo que pidieron, privándonos de todo por servirles, han arruinado a España, han dejado que nos arrebaten las colonias y han sembrado de conventos el país. Es verdad: Rafael no debe tener una estatua. Aún hay clases.
Pero el pueblo español puede ofrecerle un imperecedero recuerdo y hacerle por suscripción un magnífico sepulcro, como Niembro propone y como debe ser. Pascual  Millán".

Ante tan fenomenal y exacta descripción de Lagartijo hombre, hecha además por quién lo conoció y trató, sobra cualquier otra definición. No seré yo quien la haga.


Del libro LAGARTIJO EL GRANDE, CENTENARIO DE UN CALIFA DEL TOREO, del que es autor Rafael Sánchez González, editado por El Semanario La Calle de Córdoba en el año 2000.


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