Por Rafael
Sánchez González
Lagartijo en los pinceles de Antonio Bujalance |
Con demasiada
frecuencia, al definir como persona a un torero calificando su calidad humana,
suele decirse: "de (aquí el apodo) a (aquí su nombre) va una gran
diferencia". Dándose a entender con ello, que entre el torero y el hombre
existe una enorme distancia.
No es de extrañar
que quienes alcanzan la fama jóvenes en una actividad tan atractiva como es la
de torear, y rodeados de una legión de agradaores
con más falsedad que amistad sincera en su acercamiento al torero, no es de
extrañar, digo, que aquellos que logran elevarse a lo más alto de la fama (ocurre
igual en otras manifestaciones artísticas) acaben por adquirir una conducta
rayando el despotismo. No es un comportamiento muy generalizado, pero todos
sabemos de casos que existieron, existen y creo existirán, por culpa de la
vanidad y la adulación.
Si el califa era
grande como torero, no lo fue menos como persona. En este caso, Lagartijo
y Rafael Molina andaban a la par.
Estuvieron a esa gran altura difícil de equilibrar en ambas cualidades.
Repasando la
documentación sobre Lagartijo, encuentro un trabajo del escritor taurino Pascual Millán (Sol y Sombra 7/8/1900), que
viene al pelo para este capítulo, y que por su interés paso a transcribirles:
Caricatura de Pascual Millán |
"No ha muerto
un gran lidiador; ha muerto el último torero; ha desaparecido la encarnación de
una leyenda; se ha borrado el único ídolo que hoy adoraba nuestro pueblo.
Lo recuerdo como
si fuera ayer. Zorrilla, el colosal
poeta, quería oír a Gayarre, el
tenor colosal; pero quería que cantase para él solo, no convirtiendo aquella
hermosa voz en una especie de abrevadero público, donde todos pudieran beber,
sino haciendo de ella un manantial del genio, que brotase en una reducida
estancia, y del cual hasta la última gota habría de saborearse con deleite.
Y Gayarre, acompañado de sus íntimos,
cantó una noche para Zorrilla.
No es posible
formarse idea de tal velada: hay cosas que la imaginación no llega a
comprender.
Pues bien;
aquella noche en que Zorrilla leyó a
Gayarre sus mejores versos, y Gayarre cantó a Zorrilla las más hermosas creaciones musicales, uno de los amigos
del tenor, hombre de carrera, ilustradísimo poeta, escritor con nombre
respetable, decía entusiasmado mientras abrazaba al roncalés:
—Nada, chico: en
España no hay más que tres grandes hombres: Lagartijo, Zorrilla y tú.
—¿Y qué lugar ocupo entre ellos?—respondió
sonriendo el cantante.
—Pues coloca a Rafael el primero y ponte después en el
que te dé la gana.
Aquello no era un
chiste ni una andaluzada; era la expresión de un sentimiento. Aquel lagartijista
furibundo tenía a Rafael por la
primera figura de España. Y muchos
también.
El instinto
popular se equivoca raras veces; es inútil que os empeñáis en hacerle adorar
ídolos prestados; no los acepta. Quiere los suyos, los que él pone en un altar
levantado por él mismo.
Emperadores, reyes,
príncipes… ¡Bah!, de eso hay mucho. Ahí están sus nombres en el Gotha, llenando
algunas páginas, como llenan las guías los de las estaciones.
Ministros,
embajadores, generales, mitrados…, eso brota de los puntos de la pluma al
trazar una firma; eso lo puede ser cualquiera; eso abunda.
Rafael Molina Lagartijo |
Pero Lagartijo
era único, tenía una significación, representaba un hermoso pasado. Al morir
los otros, esos que brillaron un instante con la luz prestada por quien tampoco
la tenía propia, su nombre se borra y el pueblo lo olvida.
Con Lagartijo
muere algo que era del pueblo y que aquél amorosamente guardaba.
Si Lagartijo
hubiera sido únicamente el mejor torero de su tiempo, el más elegante, el más
clásico, el más estético, el que llenaba el circo con su figura, el que
componía un hermoso cuadro siempre que aparecía en la arena, el que llevaba al
público entre los pliegues de su muleta y en ellos lo manejaba su antojo; si Rafael solo eso hubiera tenido, no
hubiera llegado a ser tan ídolo popular. Guerra,
que resultó un fenómeno toreando, que ha sido el más completo de los lidiadores,
que no hizo nunca las desastrosas faenas realizadas algunas veces por Rafael y Salvador, no tuvo jamás las simpatías del público, y este lo echó de
la plaza
A Guerra se le silbaba con fruición; a Lagartijo
con pena, deseando verle hacer algo, por pequeñísimo que fuera, para borrar con
aplausos entusiastas las protestas, hijas de un momentáneo mal humor.
A Guerra se le exigía lo imposible; a Rafael se le perdonaba lo imperdonable.
No; no eran las
cualidades del lidiador las que pesaban en el ánimo del público; eran otras las
que subyugaban a todos y convertían a Rafael
en ídolo de la muchedumbre, más grande hoy por ser el único que nos quedaba.
En otras épocas,
cuando nuestros generales aniquilaban el capitán del siglo o entraban en las
ciudades enemigas metiéndose a caballo por las troneras de los cañones; Rafael hubiera tenido que compartir su
popularidad con la de aquellos héroes. Pero ahora estaba solo y el pueblo le
daba toda su importancia tasándole en su justo valor.
No sabía la masa
qué tenía aquel hombre para que así le adorarse, ni tampoco Rafael pudiera explicar el porqué de
aquella adoración; pero el instinto popular veía en Lagartijo algo que se
apartaba de lo común, que lo elevaba del nivel ordinario, que lo engrandecía,
que lo deificaba, y ese algo, ya lo he dicho hasta la saciedad, y lo repetiré
constantemente, era que Rafael
poseía las típicas cualidades del Tenorio, esas en otros tiempos peculiares del
lidiador y que no debieron abandonarle nunca, porque al hacerlo murió el torero
y nació el toreador, el que especula con su oficio, el que se escatima, el que
piensa en el mañana, el que no siente despego a la vida ni la pone siempre
entre su honrilla y las astas del bruto, el que apela a todas las malas artes y
a todos los ruines tranquillos para trabajar lo más posible con el menor
riesgo, y hacer pronto una fortuna que le permita dejar el oficio.
Lagartijo |
Lagartijo
tenía aquellas condiciones, personificaba al héroe popular; era valiente,
desprendido, enamorado, rumboso, decidor; derrochaba lo ganado, y no comprendía
que teniendo él un duro hubiese quien no comiera aquel día. Llegó casi a la
vejez sin ahorrar una peseta; lo suyo era de todos y solo cuando encaneció su
cabeza, y cedieron sus fuerzas, y se debilitó aquella naturaleza de hierro,
pensó, alentado por los suyos, en guardar algo para que no tuviese que vivir de
la caridad al retirarse, quien había sido la figura más popular de España.
Compárese la
fortuna de Rafael, en cuarenta años
que llevó toreando, con la que tiene hoy cualquier principiante, y…, todos
estaremos de acuerdo.
Aquellas
cualidades le habían convertido en héroe, le habían levantado un altar en cada
pecho, le hacían ser ovacionado por donde quiera que pasaba.
Diríase que había
nacido en el hueco de unas manos que aplaudían.
Ya estaba
retirado, ya no figuraba su nombre en los carteles, ya su ausencia había
llenado de sombras aquel cuadro que antes era todo luz, alegría, entusiasmo,
calor, y aún se le buscaba solicitando su presencia en las grandes
solemnidades. Y al verle el público, le vitoreaba, le aclamaba, y él era
siempre el rey de la fiesta.
Cuando un hombre
tiene esas ovaciones y esos aplausos, e inspira esos fanatismos; cuando todo lo
avasalla y a todos relega a segundo término; cuando hasta la Iglesia en estos
tiempos de fanatismo, comparables a los del imbécil Carlos II, altera por él sus ceremonias religiosas, como ocurrió con
la procesión del Corpus el año 93, hay que dar a ese hombre toda su importancia
y estudiar lo que significa; nada sirven las muecas desdeñosas de los filósofos
pour rireé; los hechos pueden más que todas ellas.
Yo, pecador de
mí, ya lo hice. Y por eso, por haber analizado casos y cosas, hombres y actos,
actitudes de públicos y movimientos de opinión, puse siempre a Lagartijo
en el sitio que debía ocupar. Que lo quiten otros, si así les place. Lo repito; con él
muere el último torero y desaparece la personificación del Tenorio popular.
Panteón del torero en el cementerio de
Nuestra Señora de la Salud en Córdoba
|
Su despedida de
la plaza fue un rudo golpe; pero mientras vivió parecía que le teníamos entre
nosotros, que aún volvería vestir el traje de luces, que aún iba enseñar a los
de ahora la diferencia entre el torero y el toreador, y por eso, cuando en becerradas,
como la última de los funcionarios civiles, ponía aquellos inmensos pares de
banderillas, el público en masa se deshacía en aplausos; era él, estaba allí,
siempre elegante, ágil, fuerte, sabiendo,
siempre dispuesto a sacrificarse por cualquiera. Mientras vivió, no dimos a aquella
retirada todo su alcance; era como el cadáver sin descomponer que guardábamos
en casa; podíamos verlo, y aún imaginarnos que se trataba de una catalepsia;
pero ahora al cerrar su ataúd, al enterrar aquel cuerpo, notamos el vacío que
deja, miramos a la plaza y nos hace el efecto de un Guignol.
Al retirarse Rafael escribí un artículo, medio en
serio, medio en broma, hablando de erigirle una estatua. Los hombres sesudos,
tomando por todo lo grave aquel trabajo, me pusieron como digan dueñas.
Tienen razón: Rafael no merece una estatua. Sería
equipararle a esos estadistas que en veinticinco años de paz y buenas cosechas,
dándoles todo lo que pidieron, privándonos de todo por servirles, han arruinado
a España, han dejado que nos arrebaten las colonias y han sembrado de conventos
el país. Es verdad: Rafael no debe
tener una estatua. Aún hay clases.
Pero el pueblo
español puede ofrecerle un imperecedero recuerdo y hacerle por suscripción un
magnífico sepulcro, como Niembro propone y como debe ser. Pascual Millán".
Ante tan
fenomenal y exacta descripción de Lagartijo
hombre, hecha además por quién lo conoció y trató, sobra cualquier otra
definición. No seré yo quien la haga.
Del libro LAGARTIJO EL GRANDE, CENTENARIO DE UN CALIFA DEL TOREO, del que es autor Rafael Sánchez González, editado por El Semanario La Calle de Córdoba en el año 2000.
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