Por Antonio Gala
Antonio Gala con Troylo |
Muchas veces me has oído decir que hay en el mundo tres cosas que me gustaría no haber ido conociendo, poco a poco, desde niño, para encontrármelas de golpe ahora y comprobar el efecto que me harían en esta madurez, algo pocha, que tengo. Esas tres cosas son: la ciudad de Córdoba -recóndita y rezumante de historia-, el castellano de Santa Teresa -barroco e inmediato- y las corridas de toros. Pero, por fortuna o no, jamás he gozado de perspectiva bastante para contemplar ni juzgar tales dones: los tres han formado parte de mi vida desde que comenzó. En los muros milenarios de Córdoba he orinado cuando tenía dos años; en los rincones sorprendentes de Córdoba he quebrado el silencio jugando a policías y ladrones; en las altas callejas de Córdoba me ha escalofriado, adolescente, al cruzar, la belleza. Y, a los siete años, alguien me regaló las obras de Teresa de Cepeda, y yo anduve entre ellas, avanzando y retornando por sus largos periodos, tropezando y cayendo entre la plenitud y el grácil desenfado. ¿Cómo puede opinar nadie con objetividad de algo que ya es sí mismo? ¿Cómo conseguir uno alejarse de su propia mirada?
Plaza de Los Tejares de Córdoba |
¿Y los toros? De niño me llevaban a Los Tejares, la plaza cordobesa que ya no existe, mi padre y Machaquito. Me sentaban entre ellos, pensaba yo que para enseñarme la fiesta, sus complicados cánones, el rígido entresijo de la lidia, los minúsculos secretos de su trama. (Algunas veces, muy pocas, he escrito yo de toros. Y siempre me ha parecido tan difícil entenderlos, tan habitual confundir el griterío con la sabiduría, tan sencillo caer en la grosera estupidez de quien paga, por eso sólo, entiende). Jamás me compraron una gaseosa, ni un pestiño, ni un paloduz. Los dos estaban, uno a cada lado, dignos, erguidos, atentos y callados. No recuerdo haberles escuchado una palabra. No recuerdo haberles visto sacar el pañuelo para pedir una oreja. Cuando el graderío bramaba, subía yo los ojos en busca de uno y otro. Ni un gesto, salvo el ligero tic que aleteaba en la cara de Machaco. Entre mí me preguntaba yo cómo iba a aprender nada de aquellas dos esfinges. Sólo una tarde (toreando un torero que no tuvo futuro) los vi mirarse de reojo, y dejar caer los párpados en una levísima aquiescencia, y apuntar en sus labios algo relativamente semejante a una sonrisa. Al salir a la calle se despedían con el mismo desbordado entusiasmo: «Adiós, Rafael». «Don Luis, hasta la próxima». (¡Qué poco habla la hermosa gente de Córdoba, Troylo!). Y el niño que yo era se quedaba dudando si ellos estaban locos o los locos eran los vociferantes espectadores de la plaza.
"Córdoba, recóndita y rezumante de historia" |
No creo saber una palabra de toros. Después de mi experiencia infantil dudo que sean palabras lo que se necesiten. Lo cierto, Troylo, es que me pica la curiosidad de comprobar qué impresión me produciría una corrida sin haber visto ninguna previamente; qué me parecería ese espectáculo de activa participación, ese marchoso roce con la tragedia, ese riesgo asedado y dorado, esa inutilidad luminosa, ese aplomado aburrimiento -en que lo atroz se hace costumbre- del que se desprende, como una chispa, el arte y la belleza repentinos. En España, desde las seculares tradiciones hasta su mismo contorno geográfico; desde sus virtudes raciales, hasta el jocundo desgarro de su idioma, casi todo se halla, Troylo, en relación con los atributos y la figura del toro. No hay otro tótem que nos coja más cerca. En su doble manera, culta o popular, casi todas nuestras creaciones están empapadas de ese tema o de sus contigüidades.
"En ella el hombre es como el vaso de un dios" |
Y es que la mitología entera se despeña sobre la fiesta. En ella el hombre es como el vaso de un dios; el sacerdote que reclama sobre si los pecados de todos, antes de iniciarse en el rito de la soledad y la proeza; Prometeo sacrificado; Orfeo, apaciguador de la fiera, descendiendo a las sombras; Dionisos inmóvil entre la danza de faunos, silenos, ménades y bacantes; Narciso virginal frente al doble unicornio. En ella, el toro significa la carne y sus poderes, el ímpetu desordenado y rebelde, la transgresión amenazadora, la víctima también propiciatoria, la hostia ofrecida, el raptor de Europa. Pero entremezclándose ambos símbolos de espíritu y materia, amándose, buscándose, dándose muerte, dándose victoria, dándose victoria en la muerte y viceversa. Es decir, con las contradicciones típicas -y tópicas- de lo más español… Acaso yo viese así -aterradora, enriqueciente, monstruosa, repugnante, obsesiva e hipnotizadora -mi primera corrida.
"se desprende, como una chispa, el arte y la belleza repentinos".
Sin embargo, leo en estos días con frecuencia que las corridas de toros son una vergüenza nacional. (Aquí somos propensos a calificar de vergüenza nacional todo lo que no nos hace individualmente gracia). Y bastantes cartas me piden, apoyándose en mi afecto por ti, Troylo, que escriba denigrando lo que se llamó siempre fiesta nacional, y procure su prohibición. Parece que a la democracia española le ha dado más por proteger a los animales que a las personas. Y hasta tú sabes, Troylo, que eso es comenzar la casa por el techo. Por descontado que percibo y me duele la pasión del toro en la arena (la activa y la pasiva, que también la primera es pasión). Pero, sin las corridas, ni siquiera existiría ese toro de lidia, creado y conservado y dirigido para ellas; un animal tan majestuoso en libertad -en la relativa libertad de los campos- como ningún otro. Por descontado que veo el espeso chorreón de su sangre y escucho su mugido. Pero también me estremece el infinito balar de los corderos amontonados en las jaulas, camino de su muerte, carreteras alante. Y me estremece el atroz grito del cerdo en las matanzas, y el desorbitado terror de las terneras, y la candidez de los pavos navideños. El hombre mata y come (no creo que ni el comer sea excusa suficiente para matar); el hombre caza también por gusto. El hombre, en definitiva, forma parte de la naturaleza- y su ritmo o su arritmia ecológicos.
"sin las corridas, ni siquiera existiría ese toro de lidia..." |
¿Por qué no contestamos, Troylo tranquilizando a quienes se sonrojan del mundo de los toros? Si los españoles aparecemos ante ojos ajenos como incivilizados, o sangrientos, o rudos, no es por el hecho de la fiesta; es por la simple razón de que los somos. Más vergüenza nacional, muchísima más, producen otras cosas: desde el funcionamiento- si llamamos así a justamente lo contrario- de la Telefónica, hasta el de cualquier otro monopolio; desde el terrorismo de ETA hasta el de la ultraderecha; desde el espeluznante paro a la multiplicación de los atracos tan ligados a él. Suprímase, Troylo, antes que los toros el sudoroso esplendor del circo con sus niños entre aéreos y víctimas. Suprímase antes la percutante locura del boxeo. Suprímase antes la guerra que llega, pendularmente, desde hace siglo y medio, a anegarnos de odio. Porque es posible -¿verdad Troylo?- que para el toro de lidia, ancestral y mítico, sea su muerte menos incomprensible que para nosotros, cuidados y engordados para ser abatidos por una muerte sorda, sin nombre, indiferente y silenciosa. Más cruel, Troylo, cuanto más sorda e indiferente.
*Antonio Gala Velasco falleció en su querida Córdoba el 28 de mayo de 2023. El gran escritor, sin ser aficionado a los toros, respetó y defendió con la singular belleza de sus palabras la fiesta nacional.
(Libro: "Córdoba de Gala". Caja Provincial de Ahorros de Córdoba. Año 1993)
1 comentario:
Querido amigo Antonio:
Oportuno y exquisito homenaje que has hecho a nuestro escritor cordobés Antonio Gala.
¿Podría decirse que has ejecutado un magistral quite?
Creo que sobran comentarios a la reflexión de Gala.
Como siempre, gracias.
Publicar un comentario