martes, 10 de enero de 2023

«MANOLO CAMARÁ»

Por Antonio Luis Aguilera

Manolo Camará. Foto Marogo

Las rupturas de apoderamiento son un hecho habitual que se repite cada año al terminar la temporada, cuando llega el momento de hacer balance de cuentas y resultados. Nada nuevo en el toreo. Sin embargo, los aficionados recordamos con nostalgia aquella figura del apoderado independiente, que se ha ido perdiendo porque los modernos «multiusos taurinos» solo han preservado de ella el cobro de las comisiones por festejo contratado —ahora multiplicadas por algunos comisionistas que representan a varios comisionados—, mientras que con groseros borrones han difuminado las virtudes que debe reunir un buen apoderado, cuando este ejerce la profesión entregado por completo a los intereses del torero y su carrera. Por fortuna aún los hay, aunque sean los menos, para poder distinguir entre esa importante figura y la del simple «comisionista», que es el espécimen más habitual en el enmarañado mundillo de alianzas y familias taurinas.

Tuvimos la suerte de conocer a uno de los grandes apoderados: Manuel Flores Cubero, «Manolo Camará» en el mundo del toreo, último representante de una de las más importantes dinastías de representantes de toreros, al que en esta entrada queremos recordar. En la primavera de 2006, dos meses antes de que un infarto le arrebatara la vida cuando jugaba al golf, había acudido a su Córdoba natal para recibir el homenaje que la Tertulia Taurina “El Castoreño” del Círculo de la Amistad tributó a la memoria de su padre, el matador de toros cordobés y famoso apoderado José Flores González «Camará». El acto, por la extraordinaria asistencia y el respeto de los muchos aficionados congregados en la preciosa sede de la tertulia, que por los valiosos objetos que expone es conocida como la «Capilla Sixtina del Toreo», fue extensivo al propio Manolo y a su hermano Pepe, ya fallecido, dignísimos sucesores del inteligente taurino que dirigiendo la carrera de «Manolete» mandó de barreras hacia adentro como nadie antes lo había hecho, mientras que el torero que representaba se encargaba de hacerlo en el ruedo de barreras hacia afuera, para de esta forma mandar como lo hicieron en el toreo de su tiempo.

Después de Linares José Flores González «Camará», animado a retornar a la profesión por sus dos hijos varones, demostró su sagacidad para administrar y poner en valor la carrera de una larga nómina de figuras del toreo, labor que pronto halló continuidad y reconocimiento profesional en Pepe y Manolo, que al terminar sus estudios y dedicarse al apoderamiento consolidaron una marca: la «casa Camará», deseada por muchos toreros que anhelaban consolidar su posición en el toreo. También, además de apoderados, José y Manuel Flores Cubero fueron un tiempo ganaderos de toros bravos, y compaginaron su tarea de representantes de toreros con el mundo empresarial gestionando plazas de primera categoría como Valencia y Córdoba, esta última junto a su cuñado Antonio Pérez-Barquero Hererra.   

Manolo Camará con el autor de este texto. Foto Marogo

En varias ocasiones tuvimos el gusto de hablar de toros con Manolo Camará, a quien le agradaba entablar conversación sobre un mundo que conocía a la perfección, y siempre encontramos en él a una persona cordial, sencilla y poseedora de la señorial seriedad que distingue la personalidad cordobesa, con un sentido profesional que le hacía estar por encima de otros puntos de vista no compartidos, que aceptaba y respetaba. Entre sus cualidades personales recordamos como signo de hombría y rectitud el valor de su palabra. Manuel Flores fue un hombre cabal que se caracterizaba por esta virtud, tan recordada en su muerte por los profesionales del toreo. A modo de ejemplo evocamos una mañana del domingo de Ramos de 1992, antes del sorteo de la corrida que inauguraba la temporada cordobesa, cuando concertamos con Manolo una tertulia que trataría de la figura del apoderado en Onda Cero Radio. El día de la cita Manolo acudió puntualmente, a pesar de que su madre se hallaba en estado crítico, como se confirmó con su fallecimiento dos días más tarde en Sevilla, desde donde no dudó en acudir a Córdoba para cumplir lo acordado, demostrando en silencio que el valor de su palabra estaba por encima de las circunstancias personales que estaba viviendo, por duras que fueran. 

Hablar de toros con «Manolo Camará» era un placer como aficionado. La última vez que disfrutamos de su conversación fue tras la celebración del homenaje antes referido, en el precioso patio de columnas del Círculo de la Amistad de Córdoba. Le preguntamos qué pensaba sobre la película que se estaba rodando de «Manolete» y «Lupe Sino», y nos mostró su incertidumbre, le inquietaba la forma en que iba a ser tratada la figura del torero, pues hacía tiempo que había tenido noticias de ese guión, que definitivamente fue un fracaso en las pantallas. Nos desveló que cinco años antes había recibido en Sevilla la visita personal del gran actor Francisco Rabal, a quien no conocía personalmente, y fue este quien le informó sobre esta película, para la que le habían ofrecido el papel de apoderado de «Manolete», motivo por el que decidió desplazarse hasta la capital hispalense, para saber del hijo del protagonista cómo fue realmente esa relación. Tras el encuentro, el célebre actor, que había leído el guión de la película, le aseguró que después del recuerdo que de él tenían los aficionados por el entrañable personaje de «Juncal» de la inolvidable serie televisiva de Jaime de Armiñán, no representaría una historia que poco tenía que ver con la vida real del inolvidable torero.

José Flores «Camará» y «Manolete»

Nos decía «Manolo Camará» que su padre no instituyó la figura del apoderado, pero le otorgó personalidad propia, pues anteriormente los apoderados se limitaban a cumplir las órdenes de los toreros, y consideraba que la pareja «Manolete-Camará», que en la década de los años cuarenta revolucionó el toreo fue perfecta y no volvería a darse más, porque si en «Manolete» concurrían unas cualidades excepcionales para ser la máxima figura del toreo, en su padre confluían las virtudes profesionales que se complementaban y resolvían a la perfección todo lo que significaba «torear fuera de la plaza», entendiendo que aquella pareja fue ideal por la mutua confianza que existió entre ambos para desarrollar sus respectivas tareas.

Sobre la evolución del toreo hasta los años noventa, él que llegó a ver torear hasta Belmonte en su reaparición, consideraba que el espectáculo se había concentrado en el último tercio de la lidia. Añoraba que se habían perdido los quites, pero no porque los toreros no quisieran o no supieran practicarlos, sino porque no había nada qué quitar ante un toro que generalmente no podía con el caballo, ni originaba esas situaciones de auténtico riesgo que otrora obligaban a hacerlos. Recordaba la época que el toro pesaba menos, pero tenía mayor movilidad y entraba dos o tres veces al caballo, pues no se picaba de una vez en el primer encuentro, sino que el animal entraba varias veces a la cabalgadura y los matadores hacían el quite cuando lo consideraban oportuno. Aseguraba que en los años cuarenta y cincuenta no se daban a los toros más de veinte o treinta muletazos, y desde la década de los sesenta fue necesario seleccionar un toro que admitiera ochenta y hasta noventa pases, algo que el de antes no admitía.

Derribo del picador José Doblado. Foto Álvaro Pastor

Desde su perspectiva histórica «Manolo Camará» analizaba la evolución del modelo de faena, recordando aquella donde era necesario doblegar y poder porque el toro tenía más casta. También observaba importantes variaciones en el público, que había cambiado de gustos y exigía bastante menos a los toreros. Defendía que en los años cincuenta faenas de veinte pases buenos y hasta excepcionales, con un público dispuesto a premiarlas, se diluían como un azucarillo cuando la espada quedaba dos o tres dedos más baja de lo normal, asegurando que entonces no existía la menor opción para que aquella labor fuera premiada, mientras que por el contrario hoy se estaba matando «no en el rincón de Ordóñez, sino en el sótano del hotel», y sin embargo se cortaban las orejas con gran facilidad, sentenciando que si el público exigiera a los toreros matar en la cruz, porque de lo contrario lo que hubieran hecho no serviría para nada, ya se esmerarían ellos en matar por arriba como antes era habitual.

Sirva esta entrada para recordar a un brillante apoderado y gran aficionado Manuel Flores Cubero, último representante de una dinastía de apoderados cordobesa que por inteligencia, sagacidad y discreción fue requerida por una extensa nómina de primeras figuras del toreo para dirigir sus carreras.

1 comentario:

Andrés Osado dijo...

Amigo Antonio:
Solo se me ocurre decir, excelente.
Un abrazo