Por Antonio Luis Aguilera
Juan Belmonte |
Fue tanta la repercusión literaria del personaje, que sus panegiristas se perdieron en exageraciones y olvidaron explicar la genialidad de su toreo, impactante por su acento personal y por el sentimiento expresado en las suertes. En la carrera de ditirambos, donde compitieron intelectuales y revisteros buscando el summum, no hubo reparos en proclamarlo «padre» del toreo moderno —«paternidad» en la que algo tuvo que ver, como también lo tuvieron otros que quedaron silenciados por los que escribieron la historia, como Manuel Jiménez «Chicuelo»—, sin valorar que el toreo, como arte vivo, tenía una evolución que se perfeccionaría con el tiempo, que es lo que necesitaban los ganaderos para mejorar la selección del toro, pulir sus acometidas toscas y defensivas, y encontrar la entrega de la auténtica bravura, noble y enclasada, esa que iba a permitir otro toreo más sosegado, de mayor rango artístico, en cuya transformación fueron decisivos otros espadas históricos, anteriores y posteriores al «fenómeno» de Triana.
«Daba mis verónicas y medias verónicas estando muy cerca y con las manos muy bajas, según toreábamos en el campo» |
Sin embargo, a pesar de los años transcurridos, Juan Belmonte sigue teniendo un magnetismo tremendo por el atractivo de su toreo, por el trazo personalísimo de un arte aprendido en la calle, sin otra escuela que la transmisión oral, y que practicó furtivamente a la luz de la luna, un toreo que lógicamente debería haber sido defensivo y que solo imaginarlo produce escalofrío, como el que debía sentirse de noche, en un apartado del campo, enfrentándose a un toro bravo. Pero el toreo de Juan no fue defensivo. Todo lo contrario. Aquel chaval del Altozano sevillano fue un genio por ceñir el toreo, por torear más cerca y disputarle los terrenos al toro de su época, más seleccionado siguiendo las recomendaciones del Guerra a los ganaderos, que le permitiría revelar un temple portentoso, la gran virtud personal e intrasferible que resultaría fundamental para expresar el misterio de su acento, ese cante jondo que liberaba desde su alma en el vuelo de las telas, tan profundo que todavía emociona en las fotografías que testimonian su paso por la historia.
La torería de Juan... |
Gracias al ameno libro «Lo que confiesan los toreros», escrito en 1917 por el periodista José López Pinillos (Parmeno), podemos saber algo más sobre el Juan Belmonte jovial, su forma de pensar y gracia natural, manifestada en el buen humor de su relato. Recordaba el torero que José María Calderón, el banderillero amigo de su padre que lo descubrió y ayudó en sus comienzos, fue a Nimes «pa vender porvorones y mantecaos», pero se comió las muestras en el camino, y se tuvo que quedar en Valencia, donde le gestionó una corrida. Añadía que Calderón era un sentimental que le decía: «Ladrón, ¿quién te ha enseñao eso? ¿Eres el arma de Cúchares o la Pantasma de Paquiro, mardito fenómeno. Y de alegría me atizaba en la espalda unos puñetazos terribles, soltando «ca lagrimón como una nué».
«¿Y los oles y los aplausos que saca uno si se arrodilla?» |
En el ameno relato de López Pinillos, el periodista preguntó a Belmonte por su toreo y este le contestó:
«—Si no sé… ¡Palabra!
Yo no sé las reglas, ni tengo reglas, ni creo en las reglas. Yo “siento” el
toreo, y, sin fijarme en reglas, lo ejecuto a mi modo. Eso de los terrenos, el
del bicho y el del hombre, me parese una papa. Si el matador domina al toro, to
el terreno es del matador. Y si el toro domina al matador, to el terreno es del
toro. Esa es la fija. Y lo de templar, mandar, parar y recoger depende de los
nervios del tocaor, y de la madera de la guitarra. ¿Me comprende? Y de cuando
en cuando, el toque no le disgusta a uno y no entusiasma al público. Por
ejemplo: yo, que no me engrío nunca con lo que hago, el año 15 toreé y maté a
mi gusto, en Seviya, un toro de Santa Coloma, y la gente me aplaudió menos que
otras tardes que había toreao y matao peor... Pues ¿y los oles y los aplausos
que saca uno si se arrodilla?... Y como casi siempre se arrodilla uno porque la
guitarra no le deja tocar bien…
El pase natural de Juan Belmonte |
—¿Y se adivina la clase de la «guitarra» en cuanto se presenta en el redondel? Vamos, ¿se conoce la condición de los toros?
—Si son claros…
Algunos, al salir, parese que disen a uno: «Anda, atrévete a barbarisar, que
soy un lila perdío». Y a esos se los lía uno a la sintura en las medias
verónicas, y les coge los cuernos, arrodiyao, al torear de muleta. Pero otros
traen las intensiones de incógnito y le hasen a uno aviadó en cuantito se
descuida. Como el asesino cornudo —de la ganadería de Anastasio— que me tocó en
Salamanca. Paresía una piedra por lo quedao, y se arrancaba como un ciclón...
Mugía con la infelisidá de un tontaina y le pegaba sincuenta pitonasos a un
mosquito.
La primera media verónica que dio Belmonte en la plaza de Sevilla (Foto auténtica de la corrida organizada por la Hermandad de San Bernardo en julio de 1912, que fue la revelación del trianero. |
—¿Y cómo lo mató usted?
—No lo maté. Se murió,
que no es iguá. Dios quiera que no me toque nunca en Madrí un flamenco de su
categoría, porque en Madrí hay que entregarla.
—Pero ¿sigue usted
dispuesto «a entregarla»?
—«¡Cómo que sí sigo!
¿Es que yo no soy ya Juan
Belmonte?»
De
las andanzas del torero en sus comienzos, contaba al periodista el mayor de
sus apuros:
—«Escuche
usté. Por entonses yo no había toreao más que en los tentaderos y en los
puebleciyos, y pa aprender iba de noche a Tablada con otros muchachos, ensendía
unas luces de asetileno que yebábamos de Seviya y me ensayaba con las reses del
corralón. Me encontré a Riverito,
a Toboso y
a otros amigotes y nos fuimos a Tablada. Tuvimos la suerte de que uno de los
bichos embistiera con bravura, y ya habíamos resuelto chaquetearlo hasta que se
cansara, cuando se levantó un airaso que apagó las luses, y mis amigos,
prudentemente, se fueron. Yo, que, enfrascao toreando, me quedé, le di algunos
lanses al bulto —porque no se veía más que un bulto— y de pronto sentí un
choque, subí como una flecha, caí como un peñón, oí unos resoplíos y aguanté
unos trastasos…
El primer documento gráfico de la vida torera de Juan Belmonte: el trianero pasando de muleta, en la corrida celebrada en el Arahal en 1910, al primer novillo que mató en su vida. |
—¿No se avergüenza usted de recordar los malos tiempos?
—¡Yo!… ¡Por vía de los
moros que no soy tan cursi! ¡Me hincho de orguyo, amigo! ¡Pues me gusta poco a
mí después de un banquetaso y con un puro de a dies reales en la boca, hablar
de los tiempos en que me acostaba con las tripas como cañones de órgano! Y
quieren que me retire ahora. ¡Sí, sí!... ¡Poca guerra tiene que dar Juan Belmonte!».
A través de «Parmeno»
hemos conocido la gracia con que Juan Belmonte recordaba sus
inicios en la profesión, pero para profundizar en la belleza de sus
pensamientos sobre el toreo, recurrimos a otras declaraciones posteriores del
matador, las que inmortalizaría magistralmente Manuel Chaves
Nogales en el conocido libro dedicado al torero.
Así pensaba el genial
espada de Triana:
«Para mí, aparte de las cuestiones técnicas, lo más importante en la lidia, sean cuales sean los términos en que ésta se plantee, es el acento personal que en ella pone el lidiador. Es decir, el estilo. El estilo es también el torero. Se torea como se es. Esto es lo importante: que la íntima emoción traspase el juego de la lidia: que al torero, cuando termine la faena, se le salten las lágrimas o tenga esa sonrisa de beatitud, de plenitud espiritual, que el hombre siente cada vez que el ejercicio de su arte, el suyo peculiar, por ínfimo o humilde que sea, le hace sentir el aletazo de la Divinidad».
3 comentarios:
Muy bonito el artículo, enhorabuena primo, un fuerte abrazo
¡Que fenomenalmente has lidiado esta reflexión en la que te has embarcado, amigo Antonio"
Pues, "na" a seguir palante. Un abrazo
Encandila tanto conocimiento y la manera de compartirlo.
Un lujo poder seguirte
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