sábado, 25 de julio de 2020

TU MONTERA

Por Carlos Valverde Castilla 

Premio del concurso literario convocado por el Ayuntamiento de Córdoba en los actos conmemorativos del cincuenta aniversario de la muerte de Manolete (1997).

Manolete enseñoreó el toreo. Lima, 12 octubre 1946

Manolo: en mi lento discurrir por los actos que esta Córdoba tuya organiza para conmemorar tu muerte gloriosa hace medio siglo, con sus dosis de folklore y donde no han faltado graves ofensas a tu memoria, he vuelto recalar por el Museo Taurino Municipal en la bonita plaza de las Bulas, donde celebraban sus fiestas infantiles las amables criaturas de don Luis de Góngora. He subido a la sala donde se custodian -se veneran, mejor- tus recuerdos, en medio de la cual duermes tu sueño tranquilo en el modelo que Ruiz Olmos confeccionó para tu mausoleo. Al costado, la piel de Islero, con el ojal abierto por tu estoque en la mismísima cruz. Allí os ha juntado la muerte, ya sin rencor y sin bravura, y así os contemplo en esta luminosa mañana otoñal, cuya dulce claridad recorta tu sereno perfil de cordobés señero y majestuoso, como el de Lagartijo que en el caballo de Las Tendillas suplanta a la del Gran Capitán; y no es disparatada la comparación porque tú fuiste también Gran Capitán de la Tauromaquia y Califa del toreo. 
 La tensión en el rostro de quien se juega la vida
A tus pies hay una vitrina con diversos objetos y recuerdos de tu paso por los ruedos y por la vida; en el centro, el traje corto de etiqueta con el que apabullaste en el Lhardy madrileño la elegancia importada de quienes te rendían -con sus altos discursos y hermosas estrofas- el mejor de los homenajes. Me parece, no estoy seguro, que allí estuvo también alguna vez el vestido de la fatídica tarde linarense que inspiró al poeta: “De rosa pálido y oro/hace el diestro el paseíllo./Sobre el albero amarillo/cruje la furia del toro /La gente, en injusto coro/contra el Califa arremete;/pone su vida en un brete/el pundonor del torero/¡y luego dicen que es Islero/fue quien mató a Manolete!”/.
Pero allí, entre cosas de diversa importancia, hay una que me ha llamado poderosamente la atención: tu montera, la única que usaste en tu brillante carrera, la que llegó a ser corona imperial de tu califato y terminó siendo tu corona de espinas; la que encierra en su hueco toda la grandeza de tu torería.
No puedes figurarte, Manolo, la emoción con que he acariciado en mis temblorosas manos tan singular objeto; y me he preguntado qué sería de ella cuando en el coso de Linares caíste herido de muerte y se quedó esperando tu regreso imposible entre barreras. Pienso que tu mozo de estoques doblaría nerviosamente tus capotes, esas grandes mariposas con los colores de nuestra bandera (¡hasta eso se está perdiendo!) que revoloteaban grácilmente en tus manos como un prodigio de luz y color, con la suavidad de una caricia y la fuerza de un látigo que paraba la primeriza acometida de los toros. Después, también para el esportón, desarmaba y planchaba las muletas (“ave con ala escondida/es tu muleta plegada”); y al introducir en el fundón de los estoques el último que usaste oiría como este susurraba a sus compañeros: “He vengado la muerte del maestro”. Mientras, como la lira del poeta, tu montera quedaba sola en cualquier rincón hasta que alguien la recogiera y, dentro de su funda de cuero, llegaría a tu casa, a la que había sido tu casa. Algún tiempo después, tu familia la depositó en este museo, en esta vitrina, y entre tantas otras cosas, pasa casi desapercibida para las visitas, turísticas o no. Y sin embargo, ¡qué objeto más significativo de tu vida taurina!
Cumplimentando con su montera 
No podía soñar el madrileño sastre de toreros Juan Jiménez, establecido en la calle del Prado -la del Ateneo- cuando te proporcionó esta prenda bastantes años atrás, que iba a rematar la enhiesta y majestuosa figura del diestro cordobés más grande del siglo veinte. Y que ninguno de los objetos que ibas a usar a lo largo de tu quehacer profesional iba a ser único, y a tener tan brillante ejecutoria como esta montera, esta que acarician mis manos pecadoras. Y al contemplarla me pregunto: ¿con qué mezcla de emoción y nerviosismo te la encasquetarías en tus primeras actuaciones? ¿Cuántas veces harías el paseíllo con ella en la mano, como una prolongación natural de tu arqueado brazo derecho -apenas doblado por el codo- cuando estrenabas albero? ¿Cómo sería el vuelo de tu montera, como una paloma escapada de tu mano, cuando cruzaba el aire calino y denso de los tendidos en busca del afortunado a quien distinguías con tu brindis? ¿Qué caricias te transmitiría después de sentirse apretada contra el palpitante seno de una mujer hermosa a quien ofrecías el holocausto de la muerte del toro… O la tuya? ¿Cómo sentiría  el nervioso palpitar de tus sienes en momentos de angustia o de peligro? ¿Cómo gozaría de tu gloria en los paseos triunfales por los ruedos, cuando la alzabas en tu mano derecha saludando al público enfebrecido y entregado a tu arte singular, valeroso y sereno?
Pienso en las veces que este forro de seda blanca empapó tus sudores de calor y de coraje; en los “diálogos” que mantuviera con el mechón blanco que apareció en tu frente, como airoso destello de tu brillante carrera; en las largas esperas por fondas y hoteles rematando “la silla”; en los miles de kilómetros que recorriera encerrada en su funda, que tenía como dos alas similares a las del hierro de Miura.
Era, Manolo, lo último que te ponías y lo primero que te quitabas. Y así como hubiste de desechar trajes estropeados por el uso o las cogidas, y renovar capotes rajados por los toros, y reponer muletas inservibles, tu montera te fue fiel hasta la muerte, y hasta después de muerto sigue compartiendo contigo -aquí dormido en piedra- estancia y techo. En esta fidelidad le ganó a Lupe Sino. Y tu montera que, igual que tú, fue acariciada por la poderosa mano de Jefes de Estado y altos dignatarios, y por la modesta de fervientes y leales hombres del pueblo, no perdió nunca la sencillez que tú le habías imbuido tarde tras tarde, hasta encontrarse aquí casi imperceptible.
Sevilla, abril de 1941. Manolete, montera
en mano, pasea un rabo en la Maestranza.
Pero todo esto no es, no puede ser casual; porque el Califato taurino tiene más de un siglo de historia y eso no se inventa ni desaparece. Mira Manuel: el primer Califa, cuya sangre se cruzó con la de tu madre en su primer matrimonio, le entregó el cetro del Califato al segundo, su discípulo Rafael Guerra, y no hubo entre ambos solución de continuidad. Pero cuando Guerrita se retiró (“no me voy de los toros, me echan”, como te estaba pasando a ti) en 1899 no tenía a quien traspasarle el honroso título. Es verdad que a primeros de este siglo surgió la impresionante figura de Machaquito que ha sido, a mi entender, el que mejor ha llevado durante el mismo el nombre de su profesión: MATADOR DE TOROS; pero sus inimitables estocadas creo yo que no le elevaron por encima de la gracia y el arte de su contemporáneo Bombita, y que por ello no llegó a alcanzar el Califato.
Y así las cosas, el Guerra, con la paciencia y el senequismo de un gran cordobés, al par que la fe de un buen creyente, se sentó en su “palco de la calle Gondomar” ostentando brillantemente su condición de torero para demostrar que seguía ejerciendo el Califato -¡genio y figura!-, a esperar la llegada de su sucesor, seguro de que alguien le pediría el traspaso de poderes. Y esta espera duró más de cuarenta años, Manuel, once años más que lo que tú viviste, sufriendo a la mitad de ella la dolorosa pérdida de su admirado y querido Joselito; pero nada ni nadie lo apartó de su sitio. Y ese mesías que esperaba fue el hijo del Sagañón, tú mismo, a cuyo bautizo no asistió  por algunas diferencias  que mantuvo con tu padre pero te envío, como primicia de una futura unción, una medalla con la efigie de San Rafael que llevaste siempre al cuello. Fue como si Guerrita presintiera tu destino, y un día, cercana ya su muerte, te oyera repetir las firmes palabras del Custodio: “Te juro por Jesucristo Crucificado que yo soy “… El nuevo califa. Y se murió con la tranquilidad de ver que el cetro de la Tauromaquia estaba en buenas manos. En las tuyas, Manolo, en esas que ahora mantienes cruzadas sobre tu pecho y que tantas veces sostuvieron tu montera, negra como tus ojos tristes, negra como tu pena, y blanca por dentro como tu sencillez de niño grande.
 "La tarde de Santander". (26 de agosto de 1947) 
Pero tú no pudiste hacer lo mismo, porque en plena madurez y juventud se cumplieron las palabras del poeta que mejor cantó la muerte de un torero, y que también murió trágicamente en otra madrugada de otro agosto: “Voces de muerte sonaron/cerca del Guadalquivir“. Y a la vera de la romana Cástulo, entre un aire de tarantas dolientes, te dormiste para siempre. Mas no se quedó Córdoba huérfana de toreros ni se quedará nunca; sino que esa montera que parece dormir a tus pies no es solo un recuerdo, sino también y sobre todo, una promesa que aguarda, como Guerrita, la llegada de tu sucesor. Lleva más de cincuenta años esperando; pero, ¿qué son cincuenta años en una ciudad que hace diez siglos era el centro del mundo? Más años tienen el puente y la Mezquita, y ahí siguen como símbolos de la perennidad de lo cordobés. Por eso tengo la seguridad de que en el próximo siglo un paisano tuyo te pedirá que le corones con ella como nuevo Califa de la tauromaquia.
El gran aficionado cordobés don Carlos Valverde
Castilla (Priego de Córdoba, 1928-Córdoba, 2019)
Y mientras, se me antoja que este sueño tuyo vigila tan valiosa prenda para que nadie la profane. No ha sido profanación el que yo, en la parte superior de su casquete, el punto más alto de la torería cordobesa de todo un siglo, haya dejado un beso trémulo; y me ha parecido que en ese momento la cicatriz de tu cara se distendía y que por tus labios, como un relámpago, pasó una leve sonrisa. Y es que después de besar esa reliquia yo te confieso, Manolo, que otra vez creo en los milagros.

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