miércoles, 15 de enero de 2020

MANOLETE EN FUENTELAENCINA (1946): UN HOMBRE FELIZ LEJOS DE LOS RUEDOS.

Fuentelaencina, verano de 1946. Manolete, Juanito Padilla y las hermanas
 Bronchalo Lopesino observan el paso de los bueyes. Foto José Lara.
Los días felices de Manuel Rodríguez Manolete en Fuentelaencina (Guadalajara), recordados por su gran amigo y anfitrión don Juan Padilla.

La muerte de Manolete, el torero más valiente, noble y pundonoroso que han visto los cosos taurinos, y el ídolo público más sencillo y dado a los afectos de la amistad que se ha conocido en el mundo artístico de estos últimos tiempos, trae de continuo a la memoria de los que lo trataron íntimamente multitud de recuerdos que se convierten en anecdotario alborotar, fervorosos y incesantes, en las conversaciones en que se rememora la figura ingente del diestro y el amigo desaparecido.
En una de estas charlas, don Juan Padilla, conocido perfumista madrileño y gran amigo del torero cordobés, al que él y sus hijos trataban con la más completa intimidad —uno de estos, Juanito, está casado con una hermana de Lupe Sino, la novia de Manolete—, es quien nos va suministrando profusos e interesantes detalles de la vida del llorado Manolo fuera de los ruedos. Él habla, y nosotros dejamos correr el lápiz sobre las cuartillas, en una ávida recolección de tan preciosos datos de la biografía íntima del monstruo.
Manolete, antes de aprender a nadar, con el fotógrafo José Lara y Juanito Padilla
Cuando Manolete quiso comprar una charca.
A Manolete le gustaba mucho pasar todo el tiempo que podía en Fuentelaencina, provincia de Guadalajara, en una finca que allá poseemos y en la que hemos vivido con él ratos inolvidables. —«Esto es la gloria», —solía decirnos—, porque a él, que no le agradaba la exhibición, le encantaba poder pasear por el pueblo y por el campo a sus anchas, sin que nadie le diera importancia. Aquello, para Manolo, era un sedante. Una vez que pudo pasar en la finca dieciséis días de descanso, y de allí marcho a torear en Zaragoza, luego nos confesó que en aquella corrida se había encontrado mucho mejor y que no le había pesado tanto el estoque al matar. Porque una de las cosas que hacía siempre cuando andábamos por el campo era llevar todo el rato una gruesa piedra en la mano para fortalecer los músculos de la muñeca.
Manolete alegre tras lograr sus primeras brazadas. Foto José Lara.
En Fuentelaencina —sigue contando el señor Padilla— aprendió a nadar; por cierto, en una charca que hay allí y que él quiso comprar porque le gustaba mucho lo pintoresco del sitio. Pero hubo de desistir de la compra ante el elevado precio que le pedían por ella… Manolo no nadaba, y le enseñó allí mi hijo Juan. Los tres primeros días entraba en el agua con mucho miedo; no se atrevía a tirarse. Y cuando ya aprendió, un día, al hacerlo, se le cayeron al agua las medallas que llevaba al cuello y que apreciaba mucho. Una de ellas, grande, estaba hendida del golpetazo de una banderilla. Manolo decía que lo había librado de que aquella banderilla le hubiese hundido la yugular. Por eso, al verlas caer al agua, se llevó un susto tremendo. Menos mal que mi hijo, buceando, pudo recuperarlas.
El torero descansa al sol. Foto José Lara
En el campo era muy dormilón, pero se levantaba al oír su pasodoble.
—También le entusiasmaba a Manolete la caza, pero nunca había tirado a perdices. Y el primer día que lo hizo, allá en nuestra finca, mató dos en los primeros tres tiros. Tenía una puntería formidable. El decía: «yo creo que es fácil hacer todo en la vida con perseverancia y dominio de nervios». Y ese fue su lema para todo, y todo lo consiguió con su gran voluntad.
Manolete lleva el burro que montan Lupe y su hermana Luchy. Foto José Lara
—¿Qué vida hacían esos días de descanso campestre?
—Se levantaba tarde; era muy dormilón y resultaba inútil que lo llamáramos una y otra vez. ¿Sabe usted cómo conseguíamos que se despertase? Poniéndole en el gramófono el disco de su pasodoble. Y así lo hacíamos todas las mañanas. Él se asomaba después a la ventana y le decía a mi esposa a gritos y muy alegre, pues Manolete era como un chiquillo en su vida íntima: «¡Mamá: hoy quiero huevos fritos para desayunar!», pues le entusiasmaban los huevos fritos. Después nos íbamos andando unos tres kilómetros hasta la charca, donde nadaban mis hijos y él hasta la hora de almorzar. Por la tarde después del reposo, jugaba a la pelota en el frontón del pueblo, cosa que le gustaba mucho y en la que cansaba a todos, pues era muy resistente. También, a veces, organizaba unos graciosos partidos de fútbol, para que los para reclutaba jugadores entre los chiquillos del pueblo. Y allí se estaba jugando con ellos toda la tarde.
  La foto anterior adecentada por la censura: Lupe en falda y sin su hermana. Foto José Lara
Hace una pausa don Juan para mostrarnos unas fotos de las muchísimas que por allá le hicieran sus hijos al Monstruo, y prosigue:
—En Fuentelaencina lo querían muchísimo todos por su sencillez. Jamás dejo de saludar, como es costumbre en los pueblos, a los vecinos que encontraba sentados a sus puertas al pasar. Como era muy religioso, siempre se disputaba con los demás el llevar las andas del Cristo en las procesiones que se celebraban. En la subasta era él el que ofrecía elevadas cantidades. Y como se enterara de que en la iglesia faltaba un Jesús Nazareno que habían quemado los rojos, regaló una imagen que era una verdadera preciosidad… Ahora, cuando se enteraron allá de su muerte, le hicieron un funeral, al que acudieron en masa todos los vecinos del pueblo, abandonando, por asistir a él, las faenas del campo. Y esto, en honor al hombre bueno y generoso que fue, ya que como torero apenas si lo habrían visto actuar tres o cuatro vecinos de todos los que tiene Fuentelaencina.
Era una criatura que gozaba con las películas cómicas y jugando caseramente al julepe.
Continúa nuestro interlocutor recordando más detalles del famoso y admirado diestro.
—Le gustaba mucho el cante flamenco, y nos confesó alguna vez que una de las cosas por las que tenía tanta amistad con Gitanillo de Triana era su arte para el cante y el baile, con los que le hacía pasar muy buenos ratos entre corrida y corrida cuando andaban por ahí juntos. Un día que estábamos todos cenando con él en Villa Rosa, lo invitó un prócer, amigo suyo, a que pasara con todos a otra habitación, donde estaban celebrando una fiesta flamenca, y, aunque no bebió vino Manolo, lo tuvimos que sacar de allí mareado, porque la habitación era tan chica y nosotros tantos, que materialmente no quedaba allí aire respirable. Luego él mismo se reía del percance. «Cualquiera que no lo sepa —decía—, se creerá que ha sido la manzanilla la que me ha hecho doblar».
El cine también lo atraía mucho, especialmente si se trataba de películas cómicas, que eran las que prefería. Con las de Cantinflas, aún antes de conocerlo personalmente, se reía como una criatura, que es lo que era Manolete, al fin y al cabo… Recuerdo que una vez que, allá en el campo, teníamos postre de nata, se le ocurrió a él coger un poco con los dedos y embromar a Lupe, su novia, lanzándosela a la cara, como hacen en las películas. Y al poco rato aquello era una batalla, en la que la nata corría por todos los rostros, menos por el suyo, pues la esquivaba maravillosamente. Cuando, al fin acertó un proyectil a estamparse en su frente, se enfadó mucho.
 Leyendo relajado en Fuentelaencina. Foto José Lara
Era muy casero —nos dice el señor Padilla seguidamente—. Prefería después de cenar, quedarse en casa a ir al cine o a dar un paseo. Y lo que le encantaba entonces era jugar al julepe, juego que conocía muy bien; a pesar de lo cual, una noche, jugando con judías, como se hace caseramente, llegó a perder tres duros.
La pasión por su madre y el susto que dio un día a su cuadrilla.
—Muchas noches nos quedábamos charlando con él hasta muy tarde. Nos contaba cosas de su vida, de cuando los diecisiete años trabajaba en la carretera de Córdoba de asfaltador, y él mismo se hacía su pucherito para la comida. Y de cuando se lanzó a torear por afán de ganar dinero para alimentar a su madre, a la que, decía, veía perder carnes por momentos. Luego, en cuanto empezó a ganar dinero con los toros, después de cada corrida compraba un jamón y se lo enviaba a su madre para que se alimentara bien. Sentía un cariño tan inmenso por ella, que todo se la recordaba. A mi señora le decía: «Doña Isabel, yo la quiero usted tanto porque se parece mucho a mi madre…».
La charla, embalada en lo anecdótico, prosigue:

Antoñita y Manolo felices en Fuentelaencina. Foto José Lara.
—Una vez, antes de su ida a México, le pregunté a Manolete cuál fue el momento más peligroso de su vida. No recuerdo en qué plaza me dijo; pero la cosa fue con un toro al que, al entrar a matar, «ya lo llevaba calado», como decía en su argot taurino; pero al darle la estocada, lo engancho por la pierna, lo zarandeó en el aire y lo lanzó magullado contra el estribo de la barrera. Y estando allí, sin poderse mover, vio como se arrancaba el toro hacia él. ¡Entonces fue su pánico! Gracias a que el toro, nada más llegar a rozarle el muslo con el hocico, cayó redondo, porque le había calado bien el estoque. Pero el susto fue para Manolo el más grande que se había llevado hasta entonces. Lo que lamentaba es que no lo hubieran hecho ninguna fotografía de aquel momento los reporteros gráficos para tenerla como recuerdo.
Antoñita, la mujer de su vida. Foto Lara
Otro susto que nos contaba más adelante fue el que les dio él a los de su cuadrilla una vez que, en México, iban en un avión desde Guadalajara a no sé qué otro punto de aquel país. El viaje lo hacían en un avión de guerra que había sido convertido en avión de transportes. Los pilotos le hicieron pasar a Manolete a la cabina de mandos y ver lo fácil que era conducir el aparato, invitándole a que lo llevara un rato (supervisado por ellos, claro). Cuando se enteró la cuadrilla de que iban, como quien dice, en manos de él, el pánico fue horroroso. «¡Maestro, —le decían—, que esto es peor que un toro!». Luego, el avión se lleno de humo, y todos creyeron llegado el fin de sus vidas. Pero lo que ellos creían que era una avería del motor producida por haber intentado su maestro conducir, resultó que era simplemente que el tubo de la calefacción se había desunido…
Por qué no toreaba Manolete a gusto en Córdoba.
—Un día —nos sigue contando don Juan—, Manolete nos descubrió porque no gustaba mucho de torear en la plaza de Córdoba.
Según parece, en la primera corrida que toreó allí le ofreció el empresario 1000 pesetas y sacarlo en la siguiente. La plaza se llenó, pero a la hora de pagar, el empresario con el pretexto de que Manolo no había hecho nada, le hizo elegir entre cobrar 70 duros menos de lo estipulado o no torear la otra novillada prometida. De nada sirvió que Manolete dijera que su madre estaba esperando aquellas 1000 pesetas para comer y librarse de deudas. ¡O las 650 pesetas o nada! Tuvo que acceder el muchacho. Pero cuando luego vinieron los éxitos, y las orejas, y los rabos, por otras plazas, el empresario de Córdoba quería que toreara allí. Cuando al fin quiso hacerlo, Manolete le exigió 5000 pesetas por torear… Y un recibo aparte con aquellos 70 duros que le había quitado en su primera corrida, y que Manolo donó, inmediatamente, al Asilo de Ancianos de aquella ciudad.
Manolete ayuda a cavar la poza donde aprendió a nadar. Foto José Lara
Otra anécdota que nos contó nuestro amigo fue una que le ocurrió en la plaza de Zaragoza y que le hizo mucha gracia. Estaba en uno de sus toros dando una serie de naturales estremecedores en medio del silencio admirativo de toda la plaza. Y cuando ya llevaba dados diez o doce (la serie fue de trece), un mañico le gritó con toda su alma: «¡¡Anda ya, granuja: «qui» no haces más «qui» ripitir»!!».

Reportaje publicado sin firma en la revista DÍGAME (Madrid, 9 de septiembre de 1947).

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