Ni un instante, desde que la pronunció, he podido olvidar
la frase del torero grande, grandioso; del torero eje de una época, un estilo y
una norma; el torero símbolo, ejemplo, código y ley del pundonor profesional:
"Los asuntos taurinos se resuelven en las plazas de toros y no detrás de
las mesas de los despachos".
Y en la plaza de toros ha resuelto Manolete, no ya un
asunto, no ya un pleito, no ya una discusión; ha resuelto y trazado para
siempre una inquebrantable línea de conducta profesional y personalísima:
entregar la vida a un toro, a la fiesta dramática y a las muchedumbres del
viejo y nuevo continentes, que lo encumbraron como únicamente se encumbra a un
dios del toreo, a una deidad que la fiesta brava creó para mantener enhiesto su
estandarte de bizarría, belleza y tragedia. A pleno sol, rodeado de muchos
miles de almas que conciliaban su idolatría con su exigencia en torno al ídolo,
en una plaza provinciana no de gran capital, no de Maestranza, no de alto tono,
no exornada con la presencia en racimo de destacadas personalidades; en fin, en
un ruedo de segundo orden, en una población sin relumbrante historia taurómaca,
en el que acaso tenía disculpa lo de "salir del paso", allí ha
sucumbido Manolete, la montaña más alta del toreo contemporáneo. Y ha
sucumbido para que la ética de la profesión de matador de toros tuviera en él
su más sagrada defensa.
Se ha repetido la historia en la que en días aciagos para
el toreo dieran con su cuerpo en tierra, para siempre, otros dos ídolos
igualmente glorificados por la afición: Joselito y Sánchez Mejías. Los ruedos de Linares, Talavera y Manzanares han
ofrecido a la fiesta de toros, en el transcurso de poco más de un cuarto de
siglo, tres páginas de la más desgarradora emoción registradas en este siglo. Pepe-Illo,
el
Espartero y Manolo Granero,
figuras cumbres también del grandioso espectáculo español, cayeron en un
redondel cumbre como ellos, el de Madrid. Manolete, Gallito y Sánchez Mejías acaso exaltaron su
propia grandeza, su grandeza máxima, dejándose matar en una plaza de escaso tronío,
aunque de amor profundo al toreo, que siempre ha cultivado con calurosa afición.
Manolete. Óleo de Diego Ramos |
Manolete. Cartel de Cros Estrems |
Un concilio de horror, estremecimiento y propaganda para
el toreo, se abre paso a través de los millares de frases, elogios, crónicas y
versos que la dolorosa tragedia taurina de Linares ha dado en catarata al mundo
entero, porque Manolete estuvo siempre tan cerca de los millones como de la
mortaja. Y, como secuela de esta propaganda de tragedia y belleza, de lágrimas
y frenesí, las muchedumbres seguirán pidiendo sangre y entregando su dinero a
torrentes a los arlequines de seda y oro que el ejemplo de Manolete deja en las
plazas. Son sus ídolos; ellas los hacen, y como de ellas son, unas veces los
ensalza y glorifica como a dioses y otras los vapuleada y estruja como a
guiñapos.
Buen amanecer para la Muerte; mal anochecer para el
Toreo. La Parca, con satánica burla, se ha puesto sobre sus esqueléticos
hombros, en la plaza de Linares, el capote de paseo de Manolete, mientras al
gladiador táurico lo ha metido en un sepulcro con brutal empellón. Y acaso no
se conforme con esta fechoría, porque seguramente su trágica estampa y su voz
seguirán ahora asomándose a los redondeles taurinos para que los áureos arlequines
que quedan sobre la escena tiemblen ante las astas de los toros y pierdan
"su sitio", caliente aún el recuerdo del drama, para que la virilidad
de la fiesta se resquebraje y para que el toreo caiga en un estado de dolorosa
postración y mortecina gravedad.
Manolete. Dibujo de Pepe Sala |
También se enriquece, y ahora con ruido estrepitoso, la trágica
leyenda de la divisa de Miura. Al entrar Manolete
en la eternidad, un grupo de víctimas de la divisa verde y negra —verde y
encarnada fuera de Madrid— habrá recibido a Manolo
con las lágrimas y el dolor con que ellos se fueron. El Espartero, Pepete
—abuelo de Manolo—, Llusio,
Fabrilo,
Dominguín
—aquel ídolo del madrileño barrio de Lavapiés— y Faustino Posadas darán
al glorioso torero cordobés, adalid del pundonor frente a la fiera, una luctuosa
bienvenida. Como en la tragedia de Talavera, que tuvo por blanco y víctima al
gigante Joselito, la fatalidad ha puesto a la bandera del toreo un
nuevo crespón de luto, en cuyo lazo se escribirá, para no borrarse nunca, el
nombre de Manuel Rodríguez (Manolete).
Y, a todo esto, el viejo cronista taurino firmante de
esta crónica, aún sin ostentar el título de amigo de Manolete, ni el de cantor
de Manolete,
ni siquiera el de conocido de Manolete, pero sí el de admirador de
Manolete,
profundo y leal, del tendido al ruedo exclusivamente, no ha podido reaccionar
aún de la terrible impresión que recibió el viernes al conocer la noticia de
que Manolete
había sucumbido en la plaza de Linares, víctima de su deber, el deber de matar
toros cara a cara. Tan profunda ha sido esta emoción, que hasta ahora mismo, al
poner mi firma en la crónica, no se me había ocurrido pensar en el destrozo de
corazón sufrido por esa madre, mártir de la Fatalidad.
Manolete, óleo de Daniel Vázquez Díaz |
CORINTO Y ORO
(Publicado en SEMANA, Madrid, 2 de septiembre de 1947)
(Publicado en SEMANA, Madrid, 2 de septiembre de 1947)
*Con el seudónimo de CORINTO Y ORO firmaba sus crónicas Maximiliano Clavo de Santos. Arévalo
(Ávila), 13/6/1879 - Madrid, 12/11/1955.
CAPOTE DE GRANA Y ORO, pasodoble de Quintero, León y Quiroga, interpretado por Juanita Reina
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