domingo, 1 de septiembre de 2019

BUEN AMANECER PARA LA MUERTE; MAL ANOCHECER PARA EL TOREO.

Por Corinto y Oro*
Manolete, óleo de Rafael Pellicer. 
Museo Taurino de Córdoba.
Ni un instante, desde que la pronunció, he podido olvidar la frase del torero grande, grandioso; del torero eje de una época, un estilo y una norma; el torero símbolo, ejemplo, código y ley del pundonor profesional: "Los asuntos taurinos se resuelven en las plazas de toros y no detrás de las mesas de los despachos".
Y en la plaza de toros ha resuelto Manolete, no ya un asunto, no ya un pleito, no ya una discusión; ha resuelto y trazado para siempre una inquebrantable línea de conducta profesional y personalísima: entregar la vida a un toro, a la fiesta dramática y a las muchedumbres del viejo y nuevo continentes, que lo encumbraron como únicamente se encumbra a un dios del toreo, a una deidad que la fiesta brava creó para mantener enhiesto su estandarte de bizarría, belleza y tragedia. A pleno sol, rodeado de muchos miles de almas que conciliaban su idolatría con su exigencia en torno al ídolo, en una plaza provinciana no de gran capital, no de Maestranza, no de alto tono, no exornada con la presencia en racimo de destacadas personalidades; en fin, en un ruedo de segundo orden, en una población sin relumbrante historia taurómaca, en el que acaso tenía disculpa lo de "salir del paso", allí ha sucumbido Manolete, la montaña más alta del toreo contemporáneo. Y ha sucumbido para que la ética de la profesión de matador de toros tuviera en él su más sagrada defensa.
Manolete. Óleo de Diego Ramos
Se ha repetido la historia en la que en días aciagos para el toreo dieran con su cuerpo en tierra, para siempre, otros dos ídolos igualmente glorificados por la afición: Joselito y Sánchez Mejías. Los ruedos de Linares, Talavera y Manzanares han ofrecido a la fiesta de toros, en el transcurso de poco más de un cuarto de siglo, tres páginas de la más desgarradora emoción registradas en este siglo. Pepe-Illo, el Espartero y Manolo Granero, figuras cumbres también del grandioso espectáculo español, cayeron en un redondel cumbre como ellos, el de Madrid. Manolete, Gallito y Sánchez Mejías acaso exaltaron su propia grandeza, su grandeza máxima, dejándose matar en una plaza de escaso tronío, aunque de amor profundo al toreo, que siempre ha cultivado con calurosa afición.
Manolete. Cartel de Cros Estrems
El viejo cronista que firma esta crónica no figuró entre los trovadores ardorosos de Manolete, el torero grande y, señaladamente, el grandioso matador de toros, ya que si su estilo con el capote y la muleta se discutió, porque no era indiscutible —después de la riqueza de clase que dejó Juan Belmonte—, no podía dudarse de su pureza en la ejecución del volapié: derecho, despacio, con recreo en la arrancada, la muleta "muerta" en el hocico de la res, la mirada y el corazón fijos en el morrillo, la salida limpia por el costillar… El viejo crítico firmante no fue trovador de él, no figuró en su "cuartel general", no tuvo ningún contacto con el hombre, aunque admiró noblemente, y como el que más, al torero extraordinario, adalid y orgullo de esta época, y de imborrable recuerdo en lo que a la fiesta de toros le quede de vida. Manolete, en fin, ha muerto sin que yo haya tenido la satisfacción de estrechar su mano, esa mano que con tanto acierto y con tanta dignidad echaba a rodar los toros sin puntilla. Pero, en cambio, las mías se juntaron frenéticas muchas tardes para "certificar", desde mi modesto y anónimo sitio de muy alta fila del tendido en Madrid, el entusiasmo que me producía la conducta recia e indomable del matador de toros sin trampa que a Córdoba dio el honor que antes le dieran Lagartijo, Guerrita y Machaco
Un concilio de horror, estremecimiento y propaganda para el toreo, se abre paso a través de los millares de frases, elogios, crónicas y versos que la dolorosa tragedia taurina de Linares ha dado en catarata al mundo entero, porque Manolete estuvo siempre tan cerca de los millones como de la mortaja. Y, como secuela de esta propaganda de tragedia y belleza, de lágrimas y frenesí, las muchedumbres seguirán pidiendo sangre y entregando su dinero a torrentes a los arlequines de seda y oro que el ejemplo de Manolete deja en las plazas. Son sus ídolos; ellas los hacen, y como de ellas son, unas veces los ensalza y glorifica como a dioses y otras los vapuleada y estruja como a guiñapos.
Manolete. Dibujo de Pepe Sala 
Buen amanecer para la Muerte; mal anochecer para el Toreo. La Parca, con satánica burla, se ha puesto sobre sus esqueléticos hombros, en la plaza de Linares, el capote de paseo de Manolete, mientras al gladiador táurico lo ha metido en un sepulcro con brutal empellón. Y acaso no se conforme con esta fechoría, porque seguramente su trágica estampa y su voz seguirán ahora asomándose a los redondeles taurinos para que los áureos arlequines que quedan sobre la escena tiemblen ante las astas de los toros y pierdan "su sitio", caliente aún el recuerdo del drama, para que la virilidad de la fiesta se resquebraje y para que el toreo caiga en un estado de dolorosa postración y mortecina gravedad. 
También se enriquece, y ahora con ruido estrepitoso, la trágica leyenda de la divisa de Miura. Al entrar Manolete en la eternidad, un grupo de víctimas de la divisa verde y negra —verde y encarnada fuera de Madrid— habrá recibido a Manolo con las lágrimas y el dolor con que ellos se fueron. El Espartero, Pepete —abuelo de Manolo—, Llusio, Fabrilo, Dominguín —aquel ídolo del madrileño barrio de Lavapiés— y Faustino Posadas darán al glorioso torero cordobés, adalid del pundonor frente a la fiera, una luctuosa bienvenida. Como en la tragedia de Talavera, que tuvo por blanco y víctima al gigante Joselito, la fatalidad ha puesto a la bandera del toreo un nuevo crespón de luto, en cuyo lazo se escribirá, para no borrarse nunca, el nombre de Manuel Rodríguez (Manolete).
Manolete, óleo de Daniel Vázquez Díaz
Y, a todo esto, el viejo cronista taurino firmante de esta crónica, aún sin ostentar el título de amigo de Manolete, ni el de cantor de Manolete, ni siquiera el de conocido de Manolete, pero sí el de admirador de Manolete, profundo y leal, del tendido al ruedo exclusivamente, no ha podido reaccionar aún de la terrible impresión que recibió el viernes al conocer la noticia de que Manolete había sucumbido en la plaza de Linares, víctima de su deber, el deber de matar toros cara a cara. Tan profunda ha sido esta emoción, que hasta ahora mismo, al poner mi firma en la crónica, no se me había ocurrido pensar en el destrozo de corazón sufrido por esa madre, mártir de la Fatalidad.
CORINTO Y ORO
(Publicado en SEMANA, Madrid, 2 de septiembre de 1947)

*Con el seudónimo de CORINTO Y ORO firmaba sus crónicas Maximiliano Clavo de Santos. Arévalo (Ávila), 13/6/1879 - Madrid, 12/11/1955.

CAPOTE DE GRANA Y ORO, pasodoble de Quintero, León y Quiroga, interpretado por Juanita Reina

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