lunes, 10 de diciembre de 2018

EL MIEDO DE LOS TOREROS

Por Antonio Luis Aguilera
Antiguo coche de cuadrillas, con el botijo en la fresquera
Como viene ocurriendo cada temporada, los matadores que encabezan el escalafón acaban la campaña habiendo participado en un considerable número de corridas. Decenas de tardes vividas con la preocupación atenazando el estómago ante la incertidumbre de los toros que han de lidiar, y de los miles de kilómetros que tantas veces después han de recorrer para cruzar la península de norte a sur y de este a oeste, con el fin de estar en la puerta de cuadrillas a la hora anunciada, tras largas noches de duermevela intentando conciliar el sueño en el furgón, que en los meses de mayor número de ferias será el improvisado hogar de la cuadrilla entre las localidades donde hay que torear. Intenso trasiego motivado por el lógico afán de ocupar siempre los primeros puestos en la privilegiada lista de espadas considerados figuras del toreo.

Juan Antonio Vallejo-Nágera
A mediados de octubre, cuando llega el momento de terminar con el trasiego de la temporada y encontrar el anhelado descanso, la tensión acumulada durante tantos meses suele pasar factura, y son varios los toreros aquejados de una serie de trastornos fisiopatológicos que son provocados en su organismo por el miedo, el respetabilísimo miedo de los toreros, esos héroes que cada tarde de corrida, en la tremenda soledad del redondel, con toros más grandes o chicos, más bravos o mansos, más cornalones o menos ofensivos, arriesgan su integridad física y ponen en juego el don más preciado para cualquier ser humano: la propia vida.

De este tipo de trastornos, que pueden ir desde úlceras de estómago, crisis asmáticas, calambres, algias musculares, insomnio hasta un largo etcétera, se hizo eco hace años en su página de la revista dominical del diario ABC el prestigioso psiquiatra y gran aficionado taurino don Juan Antonio Vallejo-Nágera, que por su estrecha amistad con destacadas figuras del toreo frecuentó el trato cercano con varios matadores de toros. A lo largo de tres magníficos artículos este facultativo analizó las consecuencias del miedo de los toreros, de esos hombres excepcionales que además de las cicatrices del cuerpo guardan otras en el alma.

Recordaba el eminente escritor y doctor que los toreros acudían al médico de cabecera buscando alivio a sus trastornos, pero este, tras las oportunas pruebas clínicas, concluía su consulta derivándolos a la del psiquiatra. Como se puede suponer, en un mundo tan cerrado como el del toro, donde todo suele exagerarse y las etiquetas se cuelgan con asombrosa facilidad, la prudencia aconseja silenciar este tipo de visitas, siendo lo más habitual que el propio torero concierte su cita con el especialista fuera de la consulta, para no compartir la sala de espera con otros enfermos. ¿Quién puede imaginar a un torero en la sala de espera de un psiquiatra rodeado de otros pacientes?

Pero acudirá, porque sabe que lo suyo es un problema personal, no clínico, como consecuencia del frecuente e intenso miedo soportado. Sospechaba el famoso psiquiatra que probablemente antes del año 1950 ningún torero había acudido a este tipo de consultas, pero estaba seguro de que la mentalidad de estos había cambiado y el boca a boca cumplía perfectamente la función de tranquilizar a más de un diestro que comprendía que él no era el único profesional del toreo con ese problema.

Luis Miguel Dominguín
Como podrán observar no todo es lujo y opulencia en la vida de las grandes figuras del toreo. El sufrimiento y la preocupación adquieren una dimensión desconocida por la mayoría de los aficionados. El doctor Vallejo-Nágera concluía con gran acierto que el mundo de los toros es un despiadado selector de superdotados, donde se elimina a todos los que no lo son tanto en el plano físico como en el intelectual. Y contaba una anécdota protagonizada con su amigo Luis Miguel Dominguín, cuando ambos contaban veintipocos años de edad. Le comentó el doctor al espada que por su juventud y fama el mundo se le presentaba como una alfombra persa desplegada a sus pies cargada de tesoros. El torero, tras unos instantes de reflexión, le contestó: “Sí, es cierto; pero tengo firmadas treinta corridas entre España y América, y eso significa que para estar vivo en Navidades debo haber matado antes sesenta toros con un estoque. Y si ahora entorno los párpados y miro el horizonte, los veo venir hacia mí en fila india, como un interminable tren de mercancías con todos los vagones cargados de muerte”.

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