Por Rafael Sánchez González
Antonio María Bejarano Millán «Pegote» |
En febrero de 1887 y a modo de ensayo para la
alternativa, fijada ya para el otoño, toreó «Guerrita» en Madrid una serie de novilladas, en las que salieron
con él como picadores Francisco Parente
«El Artillero», muy conocido de
aquella afición, y Antonio Bejarano
Millán, mozo fornido y de arrogante presencia que comenzaba a picar con
habilidad y valentía y al que, indistintamente, apodaban «Cono» o «Pegote». Acartelado con
el primero de estos alias hizo su debut en la Corte el día 27 —festejo en el
que «Arriero», del Duque de Veragua, le infirió un puntazo en el pie derecho—,
y a partir de la novillada del 12 del siguiente marzo adoptaría definitivamente
el de «Pegote», con el que
alcanzaría justa fama.
Todo transcurría con
normalidad a las órdenes de Rafael Guerra, primo hermano suyo, hasta que
en 1892 el comportamiento de Antonio
Millán comenzó a preocupar a todos sus compañeros de cuadrilla,
situación que se vería agravada el siguiente año, al extremo de que «Guerrita», tras actuar en Logroño (22/9),
hubo de aconsejarle su regreso a Córdoba. Así lo hizo, pero a su paso por
Madrid, no se le ocurrió otra cosa que personarse en el Gobierno Civil para
denunciar el robo de unas alhajas del que, según él, había sido víctima, suceso
que sólo existía en su ya trastornada mente. Y lo peor fue que no quedó ahí la
cosa, porque, aquella misma noche se echó a la calle casi desnudo, portando en
sus manos una lavativa y provocando un gran escándalo, ya que, además de gritar
y proferir insultos, golpeaba a cuantos sorprendidos transeúntes encontraba a
su paso, amén de algún municipal que avisado del alboroto acudió con intención
de detenerle. Gracias que coincidió a pasar por allí su compañero y amigo José Galea Jiménez, banderillero
gaditano enrolado en las filas de Mazzantini,
que anteriormente había pertenecido a las de su primo Rafael Bejarano «Torerito», quien, reconociéndole, salió
en su defensa y se lo llevó a la fonda «La Gregoria», asiduo cuartel
general en Madrid de las huestes del Guerra,
donde al fin pudo ser calmado.
Prácticamente, todo estaba acabado ya para el desventurado «Pegote». Recluido en el manicomio que en Carabanchel tenía el doctor Esquerdo, y aunque pasara en Córdoba cortas etapas cuando su lucidez era más acorde, el 2 de febrero de 1899 fallecería en dicho establecimiento psiquiátrico, totalmente loco.
Días después fue trasladado su cadáver a Córdoba en un furgón funerario del tren correo, y a la torerísima hora de las cinco de la tarde, antes de ser enterrado en el cementerio de San Rafael, se celebraron en la iglesia de Santa Marina los funerales, resultando insuficiente el templo para poder acoger a cuantas personas asistieron a los mismos. «Guerrita», aquél poderoso diestro que jamás desmayara frente a los astados, apenado por la muerte de Antonio Millán, no pudo evitar que unas lágrimas cayeran por su rostro. Hasta esa fecha, nadie había visto llorar al Guerra.
Un revuelo de gemidos…
Una angustiosa llamada…
Y luego, solo el silencio…
el aire… la luna… nada…
(José de la Vega)
2 comentarios:
Bien por Rafael y por hacer presentes sus palabras, amigo Antonio.
Un abrazo
Los grandes también lloran.
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