jueves, 20 de octubre de 2022

COMO LOS ESPORTONES DE LUIS MIGUEL

Por Antonio Luis Aguilera 

Plaza de toros de Madrid. Foto Agencia Reuters

Todavía existen restos de esa «olla podrida de la crítica» a que se refería José Alameda en su libro «Los heterodoxos del toreo» (Editorial Espasa 2002), que desde las tribunas de importantes medios de prensa, como «El País» —información taurina solo en edición digital—, de forma habitual denigran de los toreros en general. A los  considerados «artistas» se les tilda de «comodones, veleidosos, frágiles, cortos de ánimo y con su crédito cogido con alfileres», y a las figuras se les ha llegado a llamar «cobardes» (sic), por no anunciarse en las «corridas duras». Inaceptable. Puede que al irrespetuoso cronista le agradara verlos «pasar el quinario», para así aquilatar su condición de primeros espadas del toreo. O simplemente, como de rutina, amparado en la libertad de expresión, que continuara añadiendo cuentas a ese rosario de descalificaciones e insultos en un medio antitaurino, donde con su consabido desprecio el redactor olvida el respeto que merecen los toreros, todos los que pisan el ruedo, desde el primero hasta el último, porque todos sin excepción se juegan la vida para expresar el toreo. 

También se menosprecia habitualmente a los ganaderos de toros de lidia, acusándoles de criar borregos, toritos descastados, sin poder alguno, animales cadavéricos, mal presentados o justos de presencia, que permiten a los toreros comodones verlas venir y no dar un paso adelante. El tono del discurso, siempre habitual en ese medio, es parecido al denunciado en la «olla podrida de la crítica» por José Alameda, el de aquella crítica que no pudo lograr el descarrilamiento de la locomotora que fue Manuel Benítez, que remolcó con fuerza arrolladora el toreo de su tiempo, contra quien se emprendió una campaña que hizo mucho daño a la Fiesta en las décadas de los años sesenta a ochenta del siglo pasado, al contribuir de forma decisiva en la extinción de muchas ganaderías y encastes minoritarios, en el burdo acoso que obligó a arrojar por los sumideros de los mataderos un irrecuperable caudal genético. 

Manuel Benítez «El Cordobés»

Quien mejor sabe ver el toreo es el público que acude a las plazas, aunque su formación como aficionado no afine mucho en jergas y términos taurinos, porque es esa gente sencilla, libre de prejuicios y que no necesita leer luego lo que otros escriben, la que va dispuesta a emocionarse y manifestar su aprobación a lo que le gusta con estruendosos olés y atronadoras ovaciones. Nada que ver con la dictadura de «sanedrines» y «coros de grillos que cantan a la luna», con esos talibanes que se atribuyen licencia para ejercer de jueces togados e impartir ¿justicia?, utilizando como mazos pañuelos verdes para poner orden en la integridad del toro, y gritando una letanía de chuflas e insultos a los espadas, a modo de correcciones técnicas, para defender «la verdad del toreo» desde la ínsula de su cátedra, esa que desvaría en quijotescas andanzas sin gracia reventando agriamente tantas tardes de toros. 

Hasta que surge el milagro del toreo, claro está, ese chispazo cegador que desde el redondel ilumina toda la plaza y hace rugir el coso desde las barreras hasta los tejados. Entonces, el público que había permanecido callado, el que hubo de soportar como le fastidiaban el espectáculo, despierta jubiloso y dejándose llevar por la emoción del toreo silencia rotundamente tanta chorrada, dogma y consigna, mandando a hacer puñetas con sus ensordecedoras manifestaciones a los intolerantes de la docta cátedra, personajes que recuerdan las palabras de Luis Miguel Dominguín, cuando el maestro aseguraba que mucha gente de la que acude a las corridas se parecía a sus esportones, que le acompañaron por los callejones de todas las plazas pero jamás supieron una palabra de toros.

Público jubiloso pidiendo premiar al torero

El éxito ajeno parece molestar a algunos en este país. Lo sentenció Antonio Machado en los sabios comentarios de su alter ego "Juan de Mairena":

«El español suele ser un buen hombre, generalmente inclinado a la piedad. Las prácticas crueles —a pesar de nuestra afición a los toros— no tendrán nunca buena opinión en España. En cambio, nos falta respeto, simpatía, y, sobre todo, complacencia en el éxito ajeno. Si veis que un torero ejecuta en el ruedo unan faena impecable y que la plaza entera bate palmas estrepitosamente, aguardad un poco. Cuando el silencio se haya restablecido, veréis, indefectiblemente, un hombre que se levanta, se lleva dos dedos a la boca, y silba con toda la fuerza de sus pulmones. No creáis que ese hombre silba al torero —probablemente él lo aplaudió también—: silba al aplauso».

Guarda relación con este asunto la célebre conferencia de Domingo Ortega, titulada «El arte del toreo», que fue editada por la «Revista de Occidente». Puede que el respetado maestro nunca pensara en la negativa interpretación que tendría en el devenir del toreo. Él defendió que «cargar la suerte» no es abrir el compás, porque de esta forma el torero alarga el viaje del toro, pero no profundiza, asegurando que la profundidad la otorga el lidiador cuando la pierna avanza hacia el frente, no hacia el costado. Lo moralmente triste fue que ese 29 de marzo de 1950, fecha de la conferencia en el Ateneo madrileño, el torero aludido pero no nombrado ya no existía, un toro lo había matado en la plaza de Linares, y nunca podría defender —con la elegancia y el respeto que siempre le caracterizaron—, que su concepto del toreo, el de reunión para ligar los pases, nada tenía nada que ver con ese otro concepto de toreo de avance, de pasos y pases cruzándose al pitón contrario, que los críticos influyentes canonizaron como “la verdad del toreo”. Porque desde entonces —de aquellos barros, estos lodos—, no han faltado quienes, obsesionados con el mecanismo de adelantar la pierna contraria, siguen tildando de «ventajista» al torero que permanece en el sitio para ligar el toreo en redondo. Queremos pensar como Antonio Machado: «no hay gente mala, sino ignorante».

«Manolete», sombra eterna del toreo ligado en redondo.
Foto Juan Luis Seco de Herrera

Dejamos para el final una extraordinaria reflexión de José Alameda, cuñado de Domingo Ortega, que en el libro citado explica lo difícil que es ver el torero :

«Los toreros, que son los únicos que por naturaleza saben del toreo —cada uno su pedazo—, son también, con algunas excepciones pero poquísimas, los que peor lo explican. Por eso al torero no hay que preguntarle, hay que verlo, sabiéndolo ver, sin dejarse engañar por la corriente del toreo, donde se marea el que mira si en vez de atraparla mentalmente permite que se lo lleve el río. El toreo es tan difícil de ver porque es un arte en movimiento, un arte en el tiempo, que nunca se detiene para que lo alcances, ni deja respiro para que lo vuelvas a pensar antes de haber transcurrido. El aficionado tiene que tener mucha imaginación, toda la necesaria para volver a pasar el toreo por el corazón y por su frente, pero tampoco más, para no inventar lo que no ha visto. Ver el toreo es más difícil que tener oído para la música. Difícil, en el sentido de infrecuente, no de trabajoso».

4 comentarios:

Andrés Osado dijo...

Cada nueva opinión tuya me sorprende más y más. Continuamente sacando agua fresca de tu pozo. Es un placer seguirte. Un abrazo amigo Antonio

JAragon dijo...

Magnífica entrada en la que mezclas, de una manera brillante, reflexiones y citas para hacernos pensar en la falta de respeto y humanidad que tenemos hacia los que se juegan delante de un toro lo más valioso que tienen, su vida.
Enhorabuena

Jose Morente dijo...

Magnífica entrada Antonio.... Como siempre

Luis Miguel López R. dijo...

"Amén de los amenes", Antonio.
Se puede decir más alto, pero no más claro. ¡Enhorabuena!