viernes, 6 de marzo de 2020

RECORDANDO AQUELLOS ENCIERROS YA DESAPARECIDOS

Por Rafael Sánchez González 

Joaquín Sorolla: "El encierro" 
Hasta que en 1860 Pascual Mirete -empleado de la plaza de toros de la Villa y Corte- inventara “el cajón”, el traslado de ganado bravo se realizaba a pie. Fue precisamente el 28 de junio de 1863, cuando en Barcelona saltó a la arena el primer toro transportado en una jaula a través del ferrocarril.
Para aquella corrida se adquirieron seis reses a la ganadera de San Agustín de Guadalix (Madrid) doña Gala Ortiz, viuda de don Saturnino Ginés.
Cinco de ellas salieron por el sistema hasta entonces acostumbrado con cuarenta y cinco días de antelación -llegando a la Ciudad Condal la víspera del festejo-, en tanto que la sexta fue embarcada -enjaulada-, a vía de prueba, en los chiqueros de la antigua plaza de la Carretera de Aragón, rindiendo su viaje rápido y felizmente.
Las seis fueron estoqueadas por los diestros Julián CasasEl Salamanquino” y el cordobés Manuel FuentesBocanegra”, pudiéndose añadir que el público salió muy satisfecho del juego que habían dado, por lo que el ensayo resultó satisfactorio.
Poco a poco, fue imponiéndose este procedimiento altamente ventajoso en todos los aspectos, para el que se utilizaba la plataforma de un vagón sobre la que se instalaban las jaulas. Mas no solo el tren monopolizó este modo de transporte, pues del mismo se encargaron igualmente, desde la modesta carreta arrastrada por bueyes hasta los modernos aviones de vuelos transoceánicos, siendo el camión el medio más generalizado.
Uno de los primeros camiones de "Porritas"
También en Córdoba, cómo no, llegó tal innovación y aunque fuese Manuel Guillén Fernández el primero en emplearla, hay que considerar a la familia “Porritas” –apodo legendario en el traslado del ganado bravo- como los auténticos pioneros de dicha modalidad.
Así, Rafael Ramírez (hijo de un gran aficionado al arte de “Cuchares”, dueño en Andújar de la fonda “La Cordobesa”, donde se hospedaban los toreros que actuaban en la mencionada localidad jienense), en 1910, fue el fundador de la familiar y popular empresa. ¿Quién no conocía en nuestra capital, por aquellas calendas, el "De Dion-Boutón" matrícula CO-42, un pequeño y ruidoso cacharro con el que “el Tío Porritas” hacía el transporte de las distintas jaulas? A su fallecimiento le sucedieron sus hijos Rafael, Ángel (yerno del referido Guillén) y Manuel, hasta la llegada de la sociedad "Domínguez-Porritas" en 1969.
Pero retrocedamos en el tiempo para ver cómo eran aquellos tradicionales encierros, y particularmente, los que se efectuaban en Córdoba.
Una vez apartados del resto de la camada los ejemplares escogidos, se procedía a su traslado desde la dehesa donde pastaban al lugar en que habrían de lidiarse. Esta labor, que suponía largas y penosas jornadas de lento caminar por sierras y campiñas, utilizando cañadas, cordeles o los denominados caminos de carne, requería a su vez poner en movimiento una bien adiestrada parada de cabestros, diferentes vaqueros, varios caballos y el correspondiente acompañamiento de algún que otro perro que en determinados momentos aportaba una valiosa colaboración.
"Tres de casta". Óleo de Walter Zuluaga
Cuando los recorridos eran largos se desarrollaba en varias etapas, que llegaron a durar hasta treinta o más días, a los que había que sumar el retorno. Téngase en cuenta que tan solo aceleraban la marcha cuando circundaban lugares nutridamente habitados. En tales casos, con suficiente antelación, uno de los vaqueros se adelantaba para prevenir a los vecinos del riesgo que suponía el paso de las reses. Este individuo, a quien se conocía por el "hatero" ("jatero" en Andalucía), cabalgaba en cabeza y además tenía la misión de cargar con las ropas y víveres de la caravana, las cuales iba reponiendo convenientemente durante el viaje según las necesidades.
Bucólica estampa (maravillosamente plasmada por la casi totalidad de los artistas que han dedicado su atención a nuestra ancestral Fiesta), la de una pluriforme piara hoyando polvorientos senderos o surcando campos al compás de los cencerros como único y pausado sonido de fondo, roto alternativamente por las voces de los vaqueros, el restallar de sus hondas, o bien, los estruendosos ladridos de un perro, que en su esfuerzo por incorporar al grupo a ese astado que, aventando el aire para orientarse, manifiesta constantemente su querencia a la dehesa de la que lentamente se va alejando.
Detalle de "El encierro", óleo de Joaquín Sorolla.
De vez en cuando uno de los jinetes, elástica figura erguida sobre la silla, rasca el aire con un cante por serranas, característico de los hombres de pica y garrocha, mientras que el viejo mayoral en tan cansino peregrinaje va haciendo cábalas sobre sus mentales notas acerca del ganado que conduce, soñando siempre con el bravo y noble comportamiento de los toros que con "paternal" celo ha criado durante varios años, para tan solo una tarde de gloria y de muerte.
Por fin, con algunos días de antelación -cuando el trayecto era largo- se alcanzaba la localidad donde tendría lugar el espectáculo, acampando en alguna finca, pastizal o paraje cercano, en cuya estancia, hombres y animales, se reponían de las fuerzas perdidas en pasadas jornadas. Y llegamos a la última etapa, sin duda la de más belleza y emoción de todo el trayecto: el traslado del ganado hasta la plaza el día del festejo, esto es, el encierro.
En la oscuridad de la noche o cuando el alba empezaba tímidamente a despuntar, en compacto tropel, al que se unían algunos caballistas locales que en calidad de acompañantes cerraban el cortejo, se enfilaba velozmente el tramo final.
Abría marcha el mayoral, montando una briosa jaca cuyas ancas protegía el cabestro de punta encunándolas con su voluminosa cornamenta, en tanto que los bueyes de estribo se situaban a ambos lados resguardando sus flancos. A continuación, iba la manada sabiamente arropada por los mansos de tropa y rodeada por los vaqueros, garrocha en ristre, quienes con sus voces avivaban el galope a medida que se aproximaban al coso. Y finalmente, los eventuales caballistas mencionados, precediendo a varios voluntarios de a pie, que desperdigados y con el pecho hirviendo, cubrían los últimos metros del itinerario.
"El encierro". Óleo de Walter Zuluaga
Por lo que a nuestra capital respecta y salvo cuando pertenecían a alguna ganadería cercana (Castellones, Guerra, etc.), en cuyo caso se les traía directamente de la dehesa a la plaza, solían acampar en Rabanales -si llegaban por el norte de la provincia- o en el Aljibejo -si procedían del bajo Guadalquivir-. Lugares hasta los que en todos los medios de transporte disponibles (coches de caballos, bicicletas, caballerías) e incluso "echando un paseo" se acercaban nuestros paisanos con la vista puesta en los bureles, lo que originaba jugosos y polémicos comentarios que ambientaban las vísperas de la corrida.
Llegada la hora del encierro, que por los general se llevaba a cabo entrada ya la madrugada y en la forma detallada anteriormente, se emprendía rumbo a la plaza, en un itinerario que variaba también, como es lógico, según proviniesen de Rabanales o de El Aljibejo. En el primero de los casos, el trayecto urbano era camino de las Ollerías, Campo de la Merced (Plaza Colón) y Los Tejares; mientras que para el segundo recorrido, una vez atravesado el paso nivel de "la esquina pará" (posteriormente viaducto de la “Electro”, ya desaparecido), continuaba por la calle Cuarteles (avenida de Medina Azahara), explanada de la Victoria y Ronda de los Tejares. Para obligar la entrada de las reses en el coso, extendidos a lo ancho de la vía se colgaban unos esterones, a modo de telón, colocados convenientemente en relación con su punto de procedencia.
"Al paso del mayoral". Óleo de Walter Zuluaga
Como dato anecdótico, diré que en la confluencia de la calle Cuarteles con la Victoria solía situarse un guardia municipal (que por aquellos entonces iban provistos de sable), el cual, tan pronto divisaba la piara -de por sí perceptible mucho antes de ser avistada-, hacía sonar un silbato con el fin de que los faroleros apagasen las luces próximas. (Aquellas melancólicas lámparas de gas instaladas por iniciativa de don Pedro Gil y Moreno de Mora, acaudalado catalán fundador en Córdoba de la “Compañía del Gas). Los cordobeses trasnochadores solían rematar su jornada ferial con la presencia del encierro. Para ello se daban cita en “La Montañesa” (taberna y casa de huéspedes habitualmente frecuentada por ferroviarios, enclavada en la esquina de la calle Cervantes con Tejares), o en las tabernas de “Ordóñez” y "Gama", establecimientos de bebidas muy antiguos, situados junto al coso taurino, desaparecidos ambos, al abrirse el segundo tramo del Gran Capitán. Allí, entre vasos de vino (40 céntimos el medio de "veinticuatro") y chicuelas o clásicas de aguardiente (5 y 10 céntimos respectivamente), hacían hora en atiborrada tertulia. Sin que pudiera faltar algún que otro émulo de don Antonio Chacónque a grito pelado daba rienda suelta a su exaltación alcohólica hasta que finalmente era expulsado del local.
Antigua plaza de "Los Tejares"
Cuando se advertía la aparición de la torada se reducían las luces de dichos establecimientos, contemplando su paso los parroquianos en emocionado silencio que contrastaba con el alboroto del tropel, mezcla de patas y cuernos espoleados en fugaz carrera por los vaqueros, quienes con su particular vocabulario conducían hábilmente a los bovinos hasta los corrales, si bien, quedaban a veces en el redondel hasta su posterior enchiqueramiento, llegada ya la luz del nuevo día.
Se daba la curiosa circunstancia de que algunos feriantes, en su mayoría garbanceros y turroneros, dormían a la intemperie junto a sus improvisados puestos o tenderetes de repelente olor a carburo, sin preocuparles lo más mínimo la proximidad del ganado bravo que pasaba de largo sin percatarse siquiera de la presencia de aquellos que ajenos a tal barullo descansaban a la espera de una nueva jornada.
Ya he referido que en los encierros era frecuente el acompañamiento a caballo de jóvenes aficionados locales. En Córdoba no faltaban tampoco estos voluntarios, entre los que cabría recordar a Pedro Cárdenas, Eustaquio Pérez Terroba, Enrique Roldán Sanzel sordo Perucho”, Rafael Aguilar Barbudo y otros. Y en cuanto a participantes “de infantería” era poco habitual su concurrencia, no obstante los había que, próximos a la puerta principal de la plaza, saltaban anticipándose a la llegada del grupo y entraban en ella abriendo el cortejo, continuando algunos -los más arriesgados- hasta las últimas dependencias, donde finalmente y en un alarde de agilidad se encaramaban por el espárrago (peldaños de hierro adosados a la pared haciendo escalera). En ocasiones resultaba providencial la intervención de Gabriel Delgado y sus eficaces colaboradores, como eran: su hijo Rafael, Antonio León, Manuel Rivas, Rafael García y el recordado Luis Llamas, quienes poniendo en evidente riesgo sus vidas sacaban de apuros a tan intrépidos participantes.
Personaje muy popular era “La Solitaria”, un betunero muy aficionado a empinar el codo, a quien el “mollate” le estimulaba a saltar al ruedo. Gracias a que de peón debería llevar al Custodio San Rafael, porque casi siempre resultaba milagrosamente ileso del trance, siendo quizás el peor percance que sufrió cierto altercado con un sargento de los municipales conocido por Luna, quien de un mandoble cortó en una ocasión la zigzagueante carrera de este peculiar "gusano".
Finalizado el encierro, la mayoría de aquellos noctámbulos espectadores regresaban andando a sus casas. Tan solo los más adinerados o echados "palante" lo hacían en coches de caballos -aparcados en los alrededores- previo acuerdo con “Once Roscas”, “El Camarón”, “Curro el Sabio” o algún que otro colega, cocheros todos a los que gustaba participar de la juerga, aún a riesgo de verse apuradillos al día siguiente para cuadrar las cuentas con “el amo”, Eusebio Sánchez, un soriano afincado en nuestra capital, propietario de la equina flota.
Encierro de Cuéllar (Segovia) 
Hasta aquí mi recuerdo sobre aquellos antiguos encierros, de los que aún perduran con bastante popularidad los que tienen lugar en Cuéllar (Segovia), Pamplona y San Sebastián de los Reyes (Madrid), entre otros, poniendo punto y final a estas líneas con un dato histórico: el 30 de agosto de 1947 -pleno apogeo de la tragedia de Linares- se lidiaron en el “Stadium” de La Habana cuatro toros de la ganadería colombiana de “Piedras Vivas”, llegados al aeropuerto de la capital cubana procedentes de Cartagena de Indias (Colombia), donde habían sido embarcados en una aeronave de la Pan American AirWays. Se trataba del primer transporte aéreo de ganado para la lidia. 
Pero este trabajo, no quedaría completo si en honor a la verdad no hiciera mención de algunos aficionados, por desgracia ya desaparecidos, quienes a lo largo de las innumerables y agradabilísimas tertulias mantenidas con ellos, me informaron de este y otros muchos variados pasajes de la historia taurina cordobesa. Ellos son: Francisco Molina Guerra "Curro Molina", Francisco Prieto Aguayo “Paco Guerrita” y en especial Rafael Muñoz RayaEl Niño”. A todos mi recuerdo y agradecimiento.                                                                                                                                 

1 comentario:

Andrés Osado dijo...

Quizás, alguno de esos faroleros, que se encargaban de apagarlos, fuera mi abuelo cuando de joven tenía ese trabajo.