Hasta que en 1860 Pascual Mirete -empleado de la plaza de toros de la Villa y Corte-
inventara “el cajón”, el traslado de ganado bravo se realizaba a pie. Fue
precisamente el 28 de junio de 1863, cuando en Barcelona saltó a la arena el
primer toro transportado en una jaula a través del ferrocarril.
Para aquella corrida se adquirieron seis
reses a la ganadera de San Agustín de Guadalix (Madrid) doña Gala Ortiz, viuda de don Saturnino Ginés.
Cinco de ellas salieron por el sistema hasta entonces acostumbrado con cuarenta y cinco días de antelación -llegando a la Ciudad Condal la víspera del festejo-, en tanto que la sexta fue embarcada -enjaulada-, a vía de prueba, en los chiqueros de la antigua plaza de la Carretera de Aragón, rindiendo su viaje rápido y felizmente.
Cinco de ellas salieron por el sistema hasta entonces acostumbrado con cuarenta y cinco días de antelación -llegando a la Ciudad Condal la víspera del festejo-, en tanto que la sexta fue embarcada -enjaulada-, a vía de prueba, en los chiqueros de la antigua plaza de la Carretera de Aragón, rindiendo su viaje rápido y felizmente.
Las seis fueron estoqueadas por los
diestros Julián Casas “El Salamanquino” y el cordobés Manuel Fuentes “Bocanegra”, pudiéndose añadir que el público salió muy satisfecho
del juego que habían dado, por lo que el ensayo resultó satisfactorio.
Poco a poco, fue imponiéndose este
procedimiento altamente ventajoso en todos los aspectos, para el que se
utilizaba la plataforma de un vagón sobre la que se instalaban las jaulas. Mas
no solo el tren monopolizó este modo de transporte, pues del mismo se
encargaron igualmente, desde la modesta carreta arrastrada por bueyes hasta los
modernos aviones de vuelos transoceánicos, siendo el camión el medio más
generalizado.
También en Córdoba, cómo no, llegó tal
innovación y aunque fuese Manuel Guillén
Fernández el primero en emplearla, hay que considerar a la familia “Porritas” –apodo legendario en el
traslado del ganado bravo- como los auténticos pioneros de dicha modalidad.
Uno de los primeros camiones de "Porritas" |
Así, Rafael
Ramírez (hijo de un gran aficionado al arte de “Cuchares”, dueño en Andújar de la fonda “La Cordobesa”, donde se
hospedaban los toreros que actuaban en la mencionada localidad jienense), en
1910, fue el fundador de la familiar y popular empresa. ¿Quién no conocía en
nuestra capital, por aquellas calendas, el "De Dion-Boutón" matrícula
CO-42, un pequeño y ruidoso cacharro con el que “el Tío Porritas” hacía el transporte de las distintas jaulas? A su
fallecimiento le sucedieron sus hijos Rafael,
Ángel (yerno del referido Guillén) y Manuel, hasta la llegada de la sociedad "Domínguez-Porritas" en 1969.
Pero retrocedamos en el tiempo para ver
cómo eran aquellos tradicionales encierros, y particularmente, los que se
efectuaban en Córdoba.
Una vez apartados del resto de la camada
los ejemplares escogidos, se procedía a su traslado desde la dehesa donde
pastaban al lugar en que habrían de lidiarse. Esta labor, que suponía largas y
penosas jornadas de lento caminar por sierras y campiñas, utilizando cañadas,
cordeles o los denominados caminos de carne, requería a su vez poner en
movimiento una bien adiestrada parada de cabestros, diferentes vaqueros, varios
caballos y el correspondiente acompañamiento de algún que otro perro que en
determinados momentos aportaba una valiosa colaboración.
Cuando los recorridos eran largos se
desarrollaba en varias etapas, que llegaron a durar hasta treinta o más días,
a los que había que sumar el retorno. Téngase en cuenta que tan solo aceleraban
la marcha cuando circundaban lugares nutridamente habitados. En tales casos,
con suficiente antelación, uno de los vaqueros se adelantaba para prevenir a
los vecinos del riesgo que suponía el paso de las reses. Este individuo, a
quien se conocía por el "hatero" ("jatero" en Andalucía), cabalgaba
en cabeza y además tenía la misión de cargar con las ropas y víveres de la
caravana, las cuales iba reponiendo convenientemente durante el viaje según las
necesidades.
"Tres de casta". Óleo de Walter Zuluaga |
Bucólica estampa (maravillosamente
plasmada por la casi totalidad de los artistas que han dedicado su atención a
nuestra ancestral Fiesta), la de una pluriforme piara hoyando polvorientos
senderos o surcando campos al compás de los cencerros como único y pausado
sonido de fondo, roto alternativamente por las voces de los vaqueros, el
restallar de sus hondas, o bien, los estruendosos ladridos de un perro, que en su esfuerzo por incorporar al grupo a ese astado que, aventando el aire para
orientarse, manifiesta constantemente su querencia a la dehesa de la que
lentamente se va alejando.
De vez en cuando uno de los jinetes,
elástica figura erguida sobre la silla, rasca el aire con un cante por serranas, característico de los hombres de pica y garrocha, mientras que el viejo mayoral
en tan cansino peregrinaje va haciendo cábalas sobre sus mentales notas acerca
del ganado que conduce, soñando siempre con el bravo y noble comportamiento de
los toros que con "paternal" celo ha criado durante varios años, para
tan solo una tarde de gloria y de muerte.
Detalle de "El encierro", óleo de Joaquín Sorolla. |
Por fin, con algunos días de antelación -cuando
el trayecto era largo- se alcanzaba la localidad donde tendría lugar el
espectáculo, acampando en alguna finca, pastizal o paraje cercano, en cuya
estancia, hombres y animales, se reponían de las fuerzas perdidas en pasadas
jornadas. Y llegamos a la última etapa, sin duda la de más belleza y emoción de
todo el trayecto: el traslado del ganado hasta la plaza el día del festejo,
esto es, el encierro.
En la oscuridad de la noche o cuando el
alba empezaba tímidamente a despuntar, en compacto tropel, al que se unían algunos
caballistas locales que en calidad de acompañantes cerraban el cortejo, se
enfilaba velozmente el tramo final.
Abría marcha el mayoral, montando una briosa
jaca cuyas ancas protegía el cabestro de punta encunándolas con su
voluminosa cornamenta, en tanto que los bueyes de estribo se situaban a ambos
lados resguardando sus flancos. A continuación, iba la manada sabiamente
arropada por los mansos de tropa y rodeada por los vaqueros, garrocha en
ristre, quienes con sus voces avivaban el galope a medida que se aproximaban al
coso. Y finalmente, los eventuales caballistas mencionados, precediendo a
varios voluntarios de a pie, que desperdigados y con el pecho hirviendo,
cubrían los últimos metros del itinerario.
Por lo que a nuestra capital respecta y
salvo cuando pertenecían a alguna ganadería cercana (Castellones, Guerra,
etc.), en cuyo caso se les traía directamente de la dehesa a la plaza, solían
acampar en Rabanales -si llegaban por el norte de la provincia- o en el Aljibejo
-si procedían del bajo Guadalquivir-. Lugares hasta los que en todos los medios de
transporte disponibles (coches de caballos, bicicletas, caballerías) e incluso
"echando un paseo" se acercaban nuestros paisanos con la vista puesta
en los bureles, lo que originaba jugosos y polémicos comentarios que
ambientaban las vísperas de la corrida.
"El encierro". Óleo de Walter Zuluaga |
Llegada la hora del encierro, que por los
general se llevaba a cabo entrada ya la madrugada y en la forma detallada
anteriormente, se emprendía rumbo a la plaza, en un itinerario que variaba
también, como es lógico, según proviniesen de Rabanales o de El Aljibejo. En el
primero de los casos, el trayecto urbano era camino de las Ollerías, Campo de
la Merced (Plaza Colón) y Los Tejares; mientras que para el segundo recorrido,
una vez atravesado el paso nivel de "la esquina pará" (posteriormente
viaducto de la “Electro”, ya desaparecido), continuaba por la calle Cuarteles
(avenida de Medina Azahara), explanada de la Victoria y Ronda de los Tejares.
Para obligar la entrada de las reses en el coso, extendidos a lo ancho de la
vía se colgaban unos esterones, a modo de telón, colocados convenientemente en
relación con su punto de procedencia.
Como dato anecdótico, diré que en la
confluencia de la calle Cuarteles con la Victoria solía situarse un guardia
municipal (que por aquellos entonces iban provistos de sable), el cual, tan
pronto divisaba la piara -de por sí perceptible mucho antes de ser avistada-,
hacía sonar un silbato con el fin de que los faroleros apagasen las luces
próximas. (Aquellas melancólicas lámparas de gas instaladas por iniciativa de
don Pedro Gil y Moreno de Mora, acaudalado catalán fundador en Córdoba de la “Compañía
del Gas). Los cordobeses trasnochadores solían rematar su jornada ferial con la
presencia del encierro. Para ello se daban cita en “La Montañesa” (taberna y
casa de huéspedes habitualmente frecuentada por ferroviarios, enclavada en la
esquina de la calle Cervantes con Tejares), o en las tabernas de “Ordóñez” y "Gama", establecimientos de bebidas muy antiguos, situados junto al coso taurino, desaparecidos ambos, al abrirse el segundo tramo del Gran Capitán. Allí, entre vasos de vino (40 céntimos el medio de "veinticuatro") y chicuelas o
clásicas de aguardiente (5 y 10 céntimos respectivamente), hacían hora en
atiborrada tertulia. Sin que pudiera faltar algún que otro émulo de don Antonio Chacón, que a grito pelado daba rienda suelta a su
exaltación alcohólica hasta que finalmente era expulsado del local.
"Al paso del mayoral". Óleo de Walter Zuluaga |
Antigua plaza de "Los Tejares" |
Se daba la curiosa circunstancia de que
algunos feriantes, en su mayoría garbanceros y turroneros, dormían a la intemperie
junto a sus improvisados puestos o tenderetes de repelente olor a carburo, sin
preocuparles lo más mínimo la proximidad del ganado bravo que pasaba de largo
sin percatarse siquiera de la presencia de aquellos que ajenos a tal barullo
descansaban a la espera de una nueva jornada.
Ya he referido que en los encierros era
frecuente el acompañamiento a caballo de jóvenes aficionados locales. En
Córdoba no faltaban tampoco estos voluntarios, entre los que cabría recordar a Pedro Cárdenas, Eustaquio Pérez Terroba, Enrique
Roldán Sanz “el sordo Perucho”, Rafael Aguilar Barbudo y otros. Y en
cuanto a participantes “de infantería” era poco habitual su concurrencia, no
obstante los había que, próximos a la puerta principal de la plaza, saltaban
anticipándose a la llegada del grupo y entraban en ella abriendo el cortejo,
continuando algunos -los más arriesgados- hasta las últimas dependencias, donde
finalmente y en un alarde de agilidad se encaramaban por el espárrago (peldaños
de hierro adosados a la pared haciendo escalera). En ocasiones resultaba
providencial la intervención de Gabriel
Delgado y sus eficaces colaboradores, como eran: su hijo Rafael, Antonio León, Manuel Rivas,
Rafael García y el recordado Luis Llamas, quienes poniendo en
evidente riesgo sus vidas sacaban de apuros a tan intrépidos participantes.
Personaje muy popular era “La Solitaria”, un betunero muy
aficionado a empinar el codo, a quien el “mollate” le estimulaba a saltar al
ruedo. Gracias a que de peón debería llevar al Custodio San Rafael, porque casi
siempre resultaba milagrosamente ileso del trance, siendo quizás el peor percance
que sufrió cierto altercado con un sargento de los municipales conocido por Luna, quien de un mandoble cortó en una
ocasión la zigzagueante carrera de este peculiar "gusano".
Finalizado el encierro, la mayoría de
aquellos noctámbulos espectadores regresaban andando a sus casas. Tan solo los
más adinerados o echados "palante" lo hacían en coches de caballos -aparcados en
los alrededores- previo acuerdo con “Once
Roscas”, “El Camarón”, “Curro el Sabio” o algún que otro
colega, cocheros todos a los que gustaba participar de la juerga, aún a riesgo
de verse apuradillos al día siguiente para cuadrar las cuentas con “el amo”, Eusebio Sánchez, un soriano afincado en
nuestra capital, propietario de la equina flota.
Hasta aquí mi recuerdo sobre aquellos
antiguos encierros, de los que aún perduran con bastante popularidad los que
tienen lugar en Cuéllar (Segovia), Pamplona y San Sebastián de los Reyes (Madrid), entre otros, poniendo punto y final
a estas líneas con un dato histórico: el 30 de agosto de 1947 -pleno apogeo de
la tragedia de Linares- se lidiaron en el “Stadium” de La Habana cuatro toros
de la ganadería colombiana de “Piedras Vivas”, llegados al aeropuerto de la
capital cubana procedentes de Cartagena de Indias (Colombia), donde habían sido
embarcados en una aeronave de la Pan American AirWays. Se trataba del primer
transporte aéreo de ganado para la lidia.
Encierro de Cuéllar (Segovia) |
Pero este trabajo, no quedaría completo
si en honor a la verdad no hiciera mención de algunos aficionados, por
desgracia ya desaparecidos, quienes a lo largo de las innumerables y agradabilísimas
tertulias mantenidas con ellos, me informaron de este y otros muchos variados
pasajes de la historia taurina cordobesa. Ellos son: Francisco Molina Guerra "Curro Molina", Francisco
Prieto Aguayo “Paco Guerrita” y
en especial Rafael Muñoz Raya “El Niño”. A todos mi recuerdo y
agradecimiento.
1 comentario:
Quizás, alguno de esos faroleros, que se encargaban de apagarlos, fuera mi abuelo cuando de joven tenía ese trabajo.
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