Rafael Molina Sánchez Lagartijo |
La primera rivalidad en los ruedos que recoge la historia
del toreo se remonta al siglo XVIII cuando eran ídolos Costillares, Pepe-Illo
y Pedro Romero, con los que el toreo a pie tomó carta de naturaleza. Fue
aquella una rivalidad a tres bandas, que alcanzó su punto más álgido durante la
competencia que entre sí mantuvieron José
Delgado (herido mortalmente en Madrid al entrarle a matar al toro Barbudo) y el coloso de Ronda, quien,
según indican los historiadores, mató más de cinco mil toros en veintiocho años
de actividad. Anciano ya, Pedro Romero
dirigió la Escuela de Tauromaquia que en Sevilla fundara el rey Fernando VII, de efímera vida.
Después vendrían otros enfrentamientos directos
entre espadas, que si bien sirvieron para dar mayor interés a los festejos
taurinos, no prevalecieron durante mucho tiempo ni alcanzaron niveles que
marcaran hitos para los anales de la tauromaquia. Así, las parejas que formaron
Curro
Guillén y Jerónimo José Cándido,
Juan León y El Sombrerero, Cúchares
y El
Chiclanero o El Tato y El Gordito. Sería con Rafael Molina Lagartijo y Salvador
Sánchez Frascuelo, cuando la
pasión por los toros volvió a polarizar la atención de todo el país. Un clamor
que no volvería a repetirse entre los españoles hasta la llegada a las plazas
de Joselito
y Belmonte.
Hasta encontrarse con Frascuelo, Lagartijo "había puesto ya en su sitio", es decir, había arrinconado a quienes venían disfrutando de las preferencias de los aficionados.
Hasta encontrarse con Frascuelo, Lagartijo "había puesto ya en su sitio", es decir, había arrinconado a quienes venían disfrutando de las preferencias de los aficionados.
Salvador Sánchez Povedano Frascuelo |
Toreros consagrados como Curro Cúchares, el
infortunado Tato (al que después socorrería en situaciones económicas
comprometidas), Manuel Domínguez, El Gordito –su maestro-,
el también cordobés Bocanegra o el patilludo y elegantísimo Cayetano Sanz. Ninguno pudo hacer frente y robarle aplausos al
primer califa del toreo. Ninguno, hasta que apareció en escena Frascuelo.
Con esta pareja encontró el toreo su contrapunto ideal. Y
los españoles, dos toreros en los que repartir sus preferencias. Podría
decirse, que para ellos no era entonces tan importante seguir políticamente a O'Donnell o Narváez como identificarse con Lagartijo o Frascuelo. En ese momento
de gran decadencia de las letras, caducado ya el Romanticismo, incluso los
intelectuales, al margen de elegir la oratoria de Emilio Castelar o del canónigo Emilio
Monterola, se alistaron a uno de los dos bandos taurinos. En aquella España
se era carlista o republicano como se podía ser lagartijista o frascuelista.
Pero cuando Rafael estaba bien, solo
había lagartijistas en los cosos taurinos.
Aunque con el transcurso del tiempo fuese suavizándose,
la acritud y dureza que en principio tuvo esta disputa levantó las más
acaloradas pasiones entre las multitudes, muchas de cuyas discusiones, tanto en
el tendido como en la calle, acabaron a estacazo limpio. Según el historiador Luis Carmena, "el bando lagartijista
preponderó en todas partes con relevante ventaja por su número y me atrevo a
decir, que por su cultura e inteligencia", mientras que, a decir de El
Bachiller González de Rivera, “el frascuelista era más intransigente,
más adusto, más rencoroso".
He aquí dos grupos de selección: a Lagartijo le miman Cánovas del Castillo, Rafael Calvo y Massini; a Frascuelo, Práxedes Mateo Sagasta, Julián
Gayarre y Antonio Vico.
Alrededor de estos, una larga lista de hombres ilustres. Rafael Molina cuenta con un altar en Lhardy; Salvador Sánchez lo tiene en Botín, aunque ello no impida que el
califa coma cuando se tercie cochinillo asado, y Salvador poularde au maître
d´hotel. Ellos saben alternar con todo el mundo y en todas partes. Lagartijo
tiene un ferviente trovador en el dilecto cervantista Mariano de Cavia; Frascuelo goza con los himnos
literarios de Peña y Goñi, paladín
de la música y el toreo. Lagartijo tiene continente de
emperador romano, Frascuelo muestra un ceño de sultán marroquí. Entre Córdoba y
Granada se ha firmado un pacto de soberanía que no expirará hasta la retirada
de los dos puntales de la Fiesta Nacional.
Lagartijo visto por Antonio Bujalance |
Rafael Molina y Salvador Sánchez
no solo tenían distinta concepción sobre las suertes de la lidia, sino que,
además, eran también diferentes fuera de las plazas. Había surgido, por tanto,
la pareja idónea para fomentar pasiones contrapuestas. De un lado, estaba la
valentía insuperable del granadino, su pundonor, su amor propio, su bravura
impresionante al tirarse a matar y la eficacia de su toreo seco pero auténtico;
y de otro, el estilo puro, grave y florido a la par, flexible y afiligranado
del cordobés, del que Guerrita decía que solo por verle hacer el paseíllo podría
pagarse la entrada.
Estas dos grandes figuras, tan distantes entre sí, se
complementaban armonizándose. Parecía como si los colosales pares de
banderillas del cordobés, debieran ir engarzados en los inmensos quites
aguantando del granadino.
En cierta ocasión el político antequerano Francisco Romero Robledo, queriéndoles
poner en un compromiso, les preguntó quién de ellos dos era el mejor torero.
Dudando qué contestar estaba Frascuelo, cuando resolutivo atajó
el dilema Lagartijo con estas palabras: "No le des más vueltas, Salvaor; los mejores semos tú y yo… Y los
peores, tu hermano y el mío", refiriéndose a los también matadores de
toros Paco Frascuelo y Manuel
Molina.
Lagartijo tomó la
alternativa el 29 de septiembre de 1865. Dos años después (27/10) la recibió Frascuelo,
y en 1868 comenzó una competencia que habría de durar hasta la retirada de Salvador en 1890.
En el referido año de 1868 fueron contratados para las
corridas que habían de celebrarse en la feria del Corpus en Granada los días 7
y 11 de junio. Nada extraordinario ocurrió en la primera de ellas. Como era
costumbre de cortesía, más antiguo Lagartijo -de verde y oro- cedió el
primer toro de Concha y Sierra, Centello, cárdeno oscuro, a su compañero
de cartel, que vestía un terno castaña y plata, y fue quien ganó por puntos la
pelea, pues, aunque no resaltase su labor en ese animal, ni en el cuarto -que
brindó a la popular bailarina Piteri-, cobró tal estocada en el sexto que fue
aplaudido de forma entusiástica. Rafael
también fue ovacionado en el segundo, pero no consiguió agradar en sus otros
dos oponentes.
Frascuelo. Revista Sol y Sombra |
Concluido
el primer festejo, ambos matadores decidieron permanecer en Granada hasta el
día 11. Entre tanto, por peñas y mentideros taurinos de la ciudad se fue
caldeando el ambiente al extremo de picar el amor propio de los dos diestros,
hasta tal punto, que realizaron el paseíllo con el firme propósito de comerse
vivos a los seis astados de Saltillo
que aguardaban en los corrales de la ya desaparecida plaza granadina.
Así
lo refiere un historiador taurómaco: "Hasta el cuarto toro no hubo ocasión
de que la rivalidad entre los espadas se pusiera de manifiesto. El bicho tomó diez
varas, y Frascuelo al salir de un quite, quedó de hinojos ante el burel,
ganándose la consiguiente ovación.
Entonces Lagartijo, al hacer el siguiente
repitió la suerte, pero postrándose más cerca del toro y de espaldas. El
público, ante el alarde, rompió en una atronadora salva de aplausos. Mas no
acabó todo en eso, sino que, en un afán de superación, los dos se tendieron en
la arena a una distancia increíble de la res. Los graderíos frenéticos de
emoción hasta el paroxismo, tributaron a los espadas su más encendida muestra
de admiración. Banderillearon colosalmente con las cortas -para complemento-,
intentando Lagartijo clavarlas en silla, tentativa frustrada por las
condiciones del saltillo. Una vez
arrastrado el toro, el presidente les llamó al palco, reprendiendo tales
métodos de ganar aplausos e invitándoles a que se ajustaran a las normas
naturales de la lidia. Tal fue la emoción causada. No hay que decir que el
público ya no cesó de ovacionarles toda la tarde y que salió encantado de tan
memorable corrida".
Aquí
arrancó una rivalidad taurina que duró veintitrés años.
Indudablemente
Lagartijo
arrastraba más seguidores, y por consiguiente acaparaba más interés para los
empresarios.
Los
madrileños, entre los que Salvador
tuvo tantos adeptos acérrimos, eran mayoritariamente lagartijistas, por lo que
no soportaban la ausencia de su ídolo por más de un año. Así, las campañas en
las que no compareció (1879 y 1886 por ejemplo) las taquillas sufrieron serios
quebrantos. En cambio cuando el de Churriana, acabada la temporada de 1880,
dolorido y amargado decidió alejarse por unos años del ruedo capitalino (de 1881
a 1884 solo intervino, por un compromiso muy emotivo y personal, en la corrida
extraordinaria de Beneficencia de 1882), no llegó a resentirse la economía del
flamante empresario Rafael Meléndez de
la Vega, sustituto del célebre Casiano
Hernández, fallecido no hacía mucho.
Salvador en foto de estudio |
La
última vez que Lagartijo y Frascuelo actuaron juntos fue el
domingo 6 de octubre de 1889. Aquel año la plaza de la Villa y Corte ofreció
uno de los abonos más interesantes, con los dos abuelos (así les denominaba entonces de manera cariñosa la afición
madrileña) Mazzantini y Guerrita.
Dicho
día se celebraba la corrida número trece de abono de la temporada y para ello
se anunciaron tres toros con divisa encarnada, celeste y blanca de la ganadería
del Conde de la Patilla, y otros tres
con cintas celestes y encarnadas de la de Rafael
Surga. Como sobresaliente figuró Manuel
Antolín, que aquella tarde se
estrenaba en la cuadrilla de Lagartijo ocupando la vacante de Torerito,
alternativado el 29 de septiembre anterior. La corrida, que comenzó a las tres
de la tarde, estuvo amenizada por la banda del Regimiento de Infantería de
Saboya núm. 6, y presidida por el edil Enrique
Benito Chavarri. Lagartijo vestía uno de aquellos
ternos recamados con plata a los que tan aficionado era, acreditando con ello
su buen gusto para la indumentaria torera, bordado el de dicha efeméride sobre
seda de color canela. Frascuelo sacó su combinación
favorita, traje grana con caireles de oro.
Por
orden de lidia estos fueron los toros que en tal ocasión saltaron al redondel
de la plaza madrileña: Capa-corta, Latero, Lagunero, Carpintero (un
buey de Surga que fue fogueado), Cara-ancha y Coruñés, con los que, por no extendernos más, diremos solamente que
ambos espadas dieron claras pruebas de su gran maestría y de las facultades
físicas que aún conservaban.
Lagartijo |
Esta fue, repito, la última vez que Lagartijo
y Frascuelo coincidieron en un ruedo,
cerrándose así una rivalidad taurina que tardaría mucho tiempo en repetirse.
Corría el año 1889 cuando Frascuelo, llena de canas
su cabeza y de cicatrices el cuerpo, fatigado y deseoso de compartir con los
suyos la tranquilidad del hogar, decidió dejar de torear. Al verse
"solo" Lagartijo sus triunfos quedaron partidos por la mitad. Salía a
las plazas apático, sin ese afán de lucha al que ya se había acostumbrado. ¿Quién
iba a poner junto a sus faenas otras faenas? Y el declive que venía
advirtiéndose en el califa se agravó al marcharse "su otro yo".
Cuatro años después Rafael
descansaba en Córdoba, donde tanto se le quería y admiraba. Otro cordobés había
tomado ya el mando del toreo, Rafael
Guerra Bejarano Guerrita. Pero éste, soberbio y altivo, porque podía y quería,
no admitió competencias.
La rivalidad que Lagartijo y Frascuelo
mantuvieron en la arena, en ningún momento empañó la admiración que
recíprocamente sentía el uno por el otro, sellada con una sincera amistad.
Numerosas son las citas de las que podríamos echar mano para corroborar esta
doble circunstancia. Sirvan como ejemplo las dos siguientes.
Convaleciente Lagartijo del percance sufrido en Madrid el 26 de junio de 1873
(el más grave de su vida taurómaca), el 13 de julio asistió desde un palco al
extraordinario triunfo de Salvador,
quien, vestido de azul con alamares negros, le brindó la muerte del tercer
toro. Entusiasmado Rafael por la
faena, envolvió su reloj de oro en un pañuelo y se lo arrojó al churrianero.
Herido
Frascuelo
-también en Madrid- por el toro Peluquero,
bravo ejemplar de Antonio Hernández,
la tarde del 13 de noviembre de 1887, corrida benéfica organizada por la
Sociedad el Gran Pensamiento, acudió a interesarse por su salud Lagartijo,
que nada más entrar en la habitación, le dijo: "¡Qué Grande eres!" contestándole a ello Salvador: "Como tú nadie. Tú eres el mejor torero que conocido. Delante de ti, yo
me quito el sombrero, y no me quito la cabeza porque la necesito para torear".
La
amistad que mantuvieron en vida quedó confirmada con ocasión del fallecimiento
de Frascuelo.
Este había pasado la última etapa de su vida en Torrelodones, donde en más de
una ocasión, por voluntad del rey, se detuvo el tren real en la pequeña
estación del pueblo para que el monarca estrechara las manos del que un día
fuera uno de los toreros favoritos de la aristocracia.
Mascarilla del difunto Salvador |
Aquejado
de traidora pulmonía, por indicación de su yerno el doctor Porras, se le trasladó al domicilio de éste en Madrid (Arenal, 22),
y pese a los cuidados de los médicos que
le atendieron, encabezados por el doctor Pérez
del Hierro, el 8 de marzo expiraba uno de los más brillantes astros del
firmamento taurino.
Mausoleo de Lagartijo. Cementerio Virgen de la Salud |
Informado
del suceso, Rafael Molina, que
apenas había salido de Córdoba desde su retirada, se desplazó expresamente a
Madrid para presidir el fúnebre cortejo. Cuentan, que al llegar a la sala donde
yacía el cadáver se deshizo de la compañía del espada Lagartijillo y el picador
Chano
y entró solo. Al contemplar aquella rígida figura, cuyo enérgico rostro había
labrado con hondas arrugas la gubia inexorable del tiempo, a la par que sus
ojos se inundaban de lágrimas, cayó de rodillas, exclamando entre sollozos: "¡Pobre Salvaor!"… ¡Tanto luchá pa
esto!”
Sin
levantarse rezó durante largo rato, agarrotadas sus manos a las del Negro (como cariñosamente se le motejó)
y la vista clavada en el compañero de tantas y tantas tardes de gloria. Allí
estaban los dos frente a frente de nuevo, después de siete años de alejamiento.
Pero en esta ocasión sin rivalidades ni rumor de clamores, en silencio. Hubo
necesidad de sacar a Rafael del
aposento, y sin que apenas le saliese la voz del cuerpo repetía una y otra vez:
"¡Pobre Salvaor!... "¡Pobre
Salvaor!...”
Así
correspondió el califa con el único rival verdaderamente auténtico que había
conocido en su larga ejecutoria profesional.
Rafael Molina Sánchez Lagartijo y Salvador Sánchez Povedano Frascuelo,
no cabe la menor duda, llenaron uno de los periodos más sobresalientes y
emotivos de cuantos ha conocido la densa historia de la tauromaquia.
Del libro LAGARTIJO EL GRANDE, CENTENARIO DE UN CALIFA DEL TOREO, del que es autor Rafael Sánchez González, editado por El Semanario La Calle de Córdoba en el año 2000.
Del libro LAGARTIJO EL GRANDE, CENTENARIO DE UN CALIFA DEL TOREO, del que es autor Rafael Sánchez González, editado por El Semanario La Calle de Córdoba en el año 2000.
No hay comentarios:
Publicar un comentario