miércoles, 26 de septiembre de 2018

PAQUIRRI: DE YUNQUE A MARTILLO

Por Antonio Luis Aguilera
Francisco Rivera Paquirri. Foto Ciarrusta
La muerte de un torero deja marcada para siempre la plaza donde ocurrió. Selladas quedaron las de Talavera de la Reina, en cuya arena tuvo lugar la cogida fatal de Joselito; Manzanares, donde su cuñado Ignacio Sánchez Mejías halló idéntico fin, inmortalizado con desgarrado dolor y enorme belleza literaria en el “Llanto” del inolvidable Federico García Lorca; Linares, donde una calurosa tarde de San Agustín la parca segó la vida del rey de los toreros: Manolete. 

Hace treinta y cuatro años, en su imprevisible elección, el destino sumó a la triste lista el coso de Los Llanos de Pozoblanco, donde Francisco Rivera Paquirri había acudido a poner punto final a su temporada actuando en la feria de Nuestra Señora de las Mercedes, que organizaba el empresario de Sevilla Diodoro Canorea. En el corazón del honrado y laborioso Valle de los Pedroches, un astifino toro negro del hierro de Sayalero y Bandrés, de nombre Avispado, pasaría a la historia por herir de muerte a un torero de inmenso poderío, que nunca volvió la cara ante las dificultades, y que hasta el último aliento de vida tuvo la gallardía de mirar a la muerte cara a cara, para testimoniar al mundo entero su hombría y torería.
          
Un jovencísimo Francisco Rivera
Fue el 26 de septiembre de 1984, miércoles para más señas. Al caer la tarde, cuando la noche desplegaba su velo negro sobre encinas y olivares, una ambulancia buscaba desesperadamente ganar tiempo al tiempo por la sinuosa carretera que unía la capital con los pueblos serranos. Las ráfagas de color ámbar centelleaban en la penumbra, mientras el rugido del acelerado motor rasgaba el silencio de una noche de estío en el angustioso trayecto al Hospital “Reina Sofía”. Pero la muerte viajaba en el habitáculo del torero herido, y cuando el horizonte dibujaba las primeras luces de Córdoba su presencia obligaba a un cambio de plan. El torero agonizaba y había que llegar cuanto antes a un centro sanitario, el que fuera, sin demora alguna. El primero era el antiguo Hospital Militar, situado a la entrada de la ciudad bajando desde Cerro Muriano. Solo un milagro podría impedir que unos párpados sin fuerza cerraran para siempre aquellos ojos azules como el mar que besa Barbate, donde Francisco de niño, quebrando olas de espuma blanca, soñó alcanzar la gloria del toreo. 

Mas la parca llegó silenciosa en el bochorno de aquella noche de principio de otoño con aromas a jazmín, mientras en el cielo azul oscuro, como el color del último traje que vistió el torero, las estrellas rutilaban viendo llorar a los hombres del toro, rotos y hermanados en el caserón castrense donde moraba el cadáver de Paco. La noticia, propagada con inmediatez por la radio, recordaba al mundo que el toro mata y le basta un instante para segar la vida del torero más poderoso, incluso aquel que por sus fabulosas facultades pueda parecer imposible, como ocurrió con Joselito en Talavera de la Reina. Y como había vuelto a suceder con Paquirri en Pozoblanco.

En la plaza de Los Califas de Córdoba, 29 de mayo de 1977. Antes del paseíllo
 sonríen Curro Romero, Paquirri y Manzanares. Todo un cartel. Foto Arjona
Porque como Joselito, Francisco Rivera fue un lidiador excepcional, de inmenso poderío, completo en todos los tercios. Y como el menor de los Gallo tenía obsesión por demostrar su hegemonía en el toreo. La lidia carecía de secretos para él, conocía el oficio de principio a fin, le sobraba afición y reunía las cualidades necesarias para ser figura enfrentándose a cualquier encaste, sin vacilar en la forja de una vocación donde si difícil es llegar más lo es mantenerse en primerísima fila. La noble y legítima aspiración del diestro de Barbate era codearse con los grandes en las puertas de cuadrillas. Su ansiedad juvenil fue administrada sabiamente por el sagaz apoderado cordobés José Flores Camará, que dirigió su carrera hasta situarlo en la cúspide de la torería, y del que no olvidó nunca una frase con aire de sentencia, pronunciada en un momento duro de sus comienzos para espolearlo: “Francisco, aprende a ser yunque para cuando seas martillo”. 

Hizo tan suyas estas palabras que siendo máxima figura las repetía a los compañeros que empezaban en momentos de fragilidad. Francisco Rivera hubo de aprender a ser yunque, comprobar como la triunfal carrera de novillero no contaba tras la alternativa, donde  comenzaba otra guerra más difícil en la que era imprescindible poderle a los toros por duros que fueran, para abrirse paso a codazos ante un elenco de espadas fabuloso: Manuel Benítez El Cordobés, Paco Camino, Diego Puerta, El Viti, Antonio Bienvenida, Jaime Ostos, Julio Aparicio, Litri, César Girón, Mondeño, Miguelín… Pero Camará, admirador de Joselito y astuto como pocos, sabía que dirigía la carrera de un gallo de pelea, capaz de triunfar a golpe cantao, cuyas cualidades terminarían por revelar a un lidiador largo, dueño de la lidia de principio a fin, poderoso con el capote, brillante banderillero, eficaz muletero y gran estoqueador, con valor probado y ambición sobrada para lograr su objetivo. 

Gran pase de pecho de Paquirri. Foto Cano

Paquirri, sabiendo que el timón de su carrera lo guiaban unas manos expertas, curtidas en mil galernas, que marcaban con precisión el rumbo para atracar en el puerto soñado, afrontó un reto que solo superan quienes reúnen condiciones para mandar en el toreo. En las primeras temporadas hubo de matar corridas menos apetecibles con honorarios ridículos, pero sacó su raza cuando las dudas y percances invitaban a pensar si todo merecía la pena. Confiando en sí mismo atacó sin guardar nada dentro y  el éxito no tardó en llegar, ni el caché de figura y las repeticiones en plazas determinantes con carteles de categoría que sellarían su carrera con la aureola de primer espada que mantuvo siempre. Las palabras de Camará se cumplieron a rajatabla: el yunque se convirtió en martillo. Como ejemplo de la autoestima de Paquirri, recordamos que en las postrimerías de su carrera, en plena revolución de un genio llamado Paco Ojeda, no dudó en anunciarse con él varias tardes mano a mano. Era su modo de decir al revolucionario de Sanlúcar quién ocupaba el trono del toreo.
Marbella, 29 de julio de 1984. Paquirri y Paco Ojeda con 
Francisco  y Cayetano Rivera Ordóñez. Foto J.L.Carabias
Córdoba fue testigo del inicio de su carrera. Francisco Rivera se presentó con picadores en la vieja plaza de Los Tejares el 19 de marzo de 1965, junto a Curro Limones y El Monaguillo, cortando dos orejas como tarjeta de visita, triunfo que le sirvió para echar el paseíllo siete tardes en la nueva plaza de Ciudad Jardín, entre las temporadas de 1965 y 1966. En el coso levantado en terrenos de la antigua Huerta de la Marquesa, Paquirri se enfrentó a su hermano José, de apodo Riverita, Manolo Sanlúcar, Paco Asensio, Pedrín Benjumea, Rafael Poyato, Paco Pallarés, Palomo Linares, Andrés Torres El Monaguillo, Paco Ceballos, Alfonso González Chiquilín y Antonio Ruiz El Barquillero. Tal fue el idilio que despertó el gaditano con la afición cordobesa, que en el verano de 1965 lo anunciaron tres domingos consecutivos, llenando la plaza el 25 de julio, festividad del apóstol Santiago -también hacía en verano un calor insoportable, lo que demuestra la calidad de aquella afición-, donde alternó con Paco Pallarés y Palomo Linares, saliendo a hombros tras cortar tres orejas a un encierro de doña María Pallarés de Benítez-Cubero

Madrid 24 de mayo de 1979. Paquirri estoqueando
 a Buenasuerte de Torrestrella. Foto Botán.
Se aguardaba con expectación su presentación como matador de toros, que ocurrió el 25 de septiembre de 1966, en la desaparecida feria de otoño, donde el coso se llenó para verlo cruzar el albero junto a Manuel García Mondeño y Manuel Benítez El Cordobés, auténtico amo del toreo, quienes lidiaron un encierro de Hermanos García Romero. Sería la primera de la docena de corridas que sumó en Córdoba, plaza donde también alternó con Ángel Peralta, Gabriel de la Haba Zurito, Manuel Cano El Pireo, Victoriano Valencia, Pedrín Benjumea, Miguel Márquez, Curro Rivera, Luis Miguel Dominguín, José Antonio Campuzano, Sebastián Palomo Linares, Agustín Parra Parrita, Curro Romero, José María Manzanares, Emilio Muñoz, Luis Francisco Esplá, Dámaso González y Pedro Gutiérrez Moya Niño de la Capea. Su última comparecencia tuvo lugar el 26 de mayo de 1982, con Dámaso González y José María Manzanares, para despachar un encierro de don Ramón Sánchez Rodríguez

La satisfecha sonrisa del triunfo. Foto Moratalla
El 26 de septiembre se cumple el aniversario de la cogida mortal del espada nacido en Zahara de los Atunes, en el término de Barbate, quien con enorme valor, sin perder la sonrisa, manifestó su entrega en los ruedos saludando a los toros con largas de rodillas, protagonizando brillantes tercios de banderillas, y sometiéndolos en la muleta antes de homenajear la suerte suprema con fulminantes estocadas al volapié o recibiendo. Con la muerte de Paquirri el toreo perdió a un lidiador completo. Córdoba lo vio salir a hombros de las plazas de Los Tejares y de Los Califas en atardeceres de gloria y triunfo. También, porque el destino lo quiso,  del Hospital Militar en un féretro portado por toreros, mientras los aficionados congregados en las puertas del recinto le tributaban un sencillo y emotivo homenaje, rompiendo el tenso silencio de la madrugada con una emocionada ovación y gritando entre lágrimas al héroe muerto: ¡Torero, torero, torero...!  

2 comentarios:

magui dijo...

Gracias por tu artículo. Paquirri siempre estará en el recuerdo de los aficionados.

Anónimo dijo...

Descanse en paz