Por Néstor Luján
(Diario ABC: Madrid, 21 de Abril de 1957)
Manolete y Arruza se saludan en Valencia, la tarde del 7 de octubre de 1945. Foto Finezas. |
«He de escribir sobre una etapa taurina a la cual me ligan no solamente unas marcadas diferencias de tipo estético, sino también de carácter sentimental. Es la comprendida entre 1939 a 1947, fecha de la muerte de Manolete, y, singularmente, los intensos años de la competencia entre Manolete y Arruza. Es decir, de julio de 1944 a la muerte del cordobés, en agosto de 1947. Esta época la contemplaré a través del acontecer taurino en Barcelona.
En las plazas barcelonesas que, como es bien sabido, son temperamentales, muy generosas, poco exigentes y heterogéneas en cuanto a la cantidad y calidad de aficionados, la época mencionada fue, sin lugar a duda, el último gran momento de una auténtica afición a los toros. Sin prejuzgar, porque sería absurdo hacerlo, las calidades de los toreros que precedieron a Manolete y las de los que le han seguido, hemos de señalar que, en ese lapso de tiempo, la afición permaneció en sus límites estrictos por lo que se refiere a la actitud estética y técnica. A la plaza iba el suficiente número de aficionados para contrapesar al cada vez mayor contingente de público. Después de esta etapa, cuando se perdió la fascinación del toreo de Manolete y la enajenación del toreo de Arruza, sobrevinieron unos años de crisis y de desgana, luego han llegado los opulentos años del turismo y la afición, ese grupo siempre minoritario, pero que es verdadero fermento de la plaza, ha dejado totalmente de tener influencia en ella. Conste que hablamos de la afición reflexiva, entendida y conservadora, que ha sido el núcleo que, desde siempre, ha mantenido los toros en sus magníficas proporciones y que ha permitido en el curso de la historia del toreo la necesaria, descrita y progresiva evolución.
"Manolete conoció la soledad en la cumbre del toreo" Sevilla, 18 de abril de 1945. Foto Finezas. |
Desde hace varios años, el aficionado pesa muy poco en la plaza. Exactamente, en las plazas barcelonesas, el aficionado está en tan penosa minoría, que las más de las veces deserta de su puesto. Hay demasiadas fiestas de toros, excesivos intereses creados, y, sobre todo, un público nuevo, deseoso solamente de espectáculo, que ha hecho desaparecer cualquier rigurosidad. Para este público extranjero o español que acompaña a extranjeros, conceder una oreja es tan gentil y prodigioso espectáculo como ver un buen natural.
Quede, pues, claro que, en Barcelona al menos, el viejo clima de la fiesta de los toros lo ofreció en todo su dorado prestigio, la extraordinaria figura de Manolete y su pugna con Arruza que en el momento en que surgió en estas plazas —exactamente en julio de 1944—, si no hubiese existido, hubiera sido necesario crearlo. Y Arruza con su fábula de valor, fue creado en diez corridas seguidas que toreó en la plaza Monumental catalana, de julio a septiembre de aquel año.
"Manolete devolvió la afición de los toros a Barcelona" |
Manolete apareció en Barcelona el día 1 de octubre de 1939, en una corrida de Curro Caro y Juanito Belmonte, y con reses de Atanasio Fernández. Desde el primer momento, los aficionados vieron algo excepcional en el torero cordobés y en aquel momento, Barcelona, que había pasado tres años sin ver toros, volvía a ellos mezclando la curiosidad con una especie de entusiasmo patriótico, retornaba las plazas. El momento era desconcertado y en toda España, por las circunstancias bélicas, había pasado por un momento letárgico. Cuando vino el sosiego, los toreros de preguerra tenían un prestigio lejano, nebuloso. Marcial Lalanda, Vicente Barrera, Domingo Ortega, Pepe Bienvenida y Nicanor Villalta monopolizaron los primeros carteles y representaron un arte conservador. Pero la afición estaba, ante la repetición de estos maestros, que no aportaban nada nuevo, como entumecida, sin recuperar la alegría cordial y desbordada que llena de sol todas las tardes de toros.
Manolete. "Desde el primer momento interesó". Plaza México, 2 de febrero de 1947. |
Por aquel tiempo, en Barcelona empezó a torear Manolete. Desde el primer momento interesó. Se le consideró un muletero con estilo pulimentado y duro, destellante en los naturales y lento y solemne los ayudados por alto. Como matador se le aplaudió mucho, pero le faltaba un descabello contundente y eficaz. Su toreo con la capa era fláccido y solo toreaba a la verónica. A pesar de todo, el público de sombra y gran parte de sol —que luego tanto le tenía que denostar— lo tomó como bandera de combate ante el toreo maduro y crepuscular de Marcial Lalanda. Quien tenga presente los “mano a mano” que se vivieron en Barcelona entre Manolete y el torero madrileño recordará con qué sencillo patetismo se desarrollaban. Lalanda produjo las faenas más grandilocuentes de su historia. Su esfuerzo fue agotador. Toda su capacidad de retorcimiento y de angustia artificiosa adquirió, por primera vez, un significado vivo y palpitante. Por última vez, su toreo, respondió a una sinceridad temperamental, porque se estrellaba ante un toreo natural y lógico, impecable y sin estridencias. Aquellos mano a mano fueron la gran campaña final de Marcial Lalanda. Acabó magníficamente, soberbio, en un acorde final de todas sus posibilidades.
Manolete tuvo entonces dos posibles rivales: Domingo Ortega y Pepe Luis Vázquez. Con el primero, la pugna no tuvo vitalidad; Ortega podía con todos los toros, la mayoría de ellos frágiles, que rompían plaza en aquellos años y explicaba su lección escuetamente como un lógico profesor. La pugna con Pepe Luis Vázquez se hundió en una ráfaga de abulia que se apoderó del gran torero sevillano. Recordaremos toda la vida el primer mano a mano Manolete-Pepe Luis Vázquez, que se celebró en Barcelona en 1942. Allí nos dimos cuenta que Pepe Luis no iba a plantarle cara a nada ni a nadie. Era un torero precioso, desdeñoso, mágico y alegre, extraordinario, pero sin la tensión del luchador. Entonces vinieron dos años en que Manolete conoció la soledad en la cumbre del toreo. Es aquella suprema soledad tan peligrosa, que acabó incluso con el hombre más macizo moralmente que han tenido los toros; nos referimos al Guerra. Por julio de 1944, en nuestra ciudad, que ha sido la que más veces vio torear a Manolete y la que más devotamente le había seguido, el público estaba ya de uñas con él. Recordamos aquella gran faena al toro de Miura del 4 de julio —la de la fotografía del natural, miles de veces repetida—, en la cual, después de la faena más clásica, parte del público, le silbó. A finales de aquel mes, por fortuna para Manolete, se presentaba Arruza en Barcelona, acompañado por un extraño y enigmático destino, del mismo Chicuelo que había asistido a Manolete en 1939. Carlos Arruza lo vulneró todo.
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Rivales en el ruedo y grandes amigos en la calle. Barcelona, 27 de junio de 1945. Foto Mateo. |
Carlos Arruza fue exactamente una vitalidad pura. Con los toros de aquellos años, lo hizo todo, sin que nada se le antojara grotesco o impuro. Su visión deportiva y musculada de la fiesta, su limpieza aséptica en el adorno, su trasteo con la muleta, brutalmente acongojado, sin buscar otra cosa que la emoción, aunque viniera no importa por cualquier camino, aunque bordeara el ridículo, ha sido definitiva. Sus faenas de muleta recortadas, fogosas, en donde cada paso era un quiebro —cite con el cuerpo y un vaciado de un reflejo rapidísimo, infalible— llena de alardes a veces casi visibles, no produjeron otra cosa que un estupor profundo. Arruza ha tenido como ningún otro torero el don de producir una emoción arañada y súbita con los pases menos interesantes. Su personalidad lo ha superado todo, su sugestión para producir entusiasmo, la frescura fuerte y felina de su cuerpo han sido el suceso de esta época. En Arruza todo tenía un latido joven e incluso los menos arrucistas —entre los que me cuento yo— nos hemos dejado llevar en algún momento por el enardecido ambiente que creó este fabuloso torero. Ante él, Manolete reaccionó de una manera magistral. Creó un arte de contención que palpitaba de una manera impresionante. Recordamos los “mano a mano” con Arruza en las fiestas de la Merced de 1945. En ellos estallaban los variados quites del torero mexicano con una precisión seca y luminosa, y a cada quite correspondía Manolete del mismo modo, toreando con una capa lenta y enjabonada y trazando aquella media verónica, en la cual el capote parecía tener una circulación sanguínea, una red fina y angustiada de venas y arterias. Su último quite se esculpió siempre con el público enajenado, sin volver de su asombro. La afición se dividió y se vivieron días brillantísimos dentro del toreo de aquel momento. Barcelona vivió unos años entusiastas y vibrantes porque tuvo la sensación, además, de que ambos toreros habían salido al calor del entusiasmo. Ciertamente, tanto Manolete como Arruza fueron unos toreros barceloneses en el sentido de que en nuestras plazas fue donde torearon más, y fue nuestro público, con el de Valencia quizá, el que les hizo pareja. Con ello no queremos decir que no hubiese sucedido lo mismo en otras plazas. Pero Barcelona, por las especiales características del público y de su empresario de toros don Pedro Balañá, tuvo la oportunidad de lanzar estos toreros, de enfrentarlos luego, de discutirles y de aplaudirles.
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"Después de la faena más clásica, parte del público le silbó". Barcelona, 2 de julio de 1944. Foto Mateo. |
Estamos a diez años del fin de aquella época taurina. Resulta curioso contemplar cómo pasa el tiempo en los toros. Esta época parece ya mucho más lejana y no puede mirarse sin una agridulce sensación de nostalgia. El toro ha cambiado mucho más de lo que creemos y el público también. No hemos de desconocer que muchas de las cosas que hoy nos desagradan de los toros estaban en germen entonces, o ya habían nacido. Pero todo ello estaba contenido por la enorme capacidad del arte de Manolete y por la extraordinaria vitalidad de Arruza. El despeñadero por el que han caído los toros luego, ellos lo contuvieron, con una evidente dignidad. Manolete devolvió la afición de los toros a Barcelona y Arruza añadió la polémica. Fueron unos años de una gran amenidad para quienes asistieron a las corridas. A partir de entonces el toreo ha empezado a hacerse en serie, se ha llegado a la monótona industrialización del espectáculo. En este momento, no queremos discutir sobre la calidad de los toreros ni de su toreo, pero sí decir que el público va a la plaza sin aquella ilusión, sin aquella esperanza, sin aquella profunda alegría que durante aquellos años tuvimos. El arte de torear estaba vivo, palpitante todavía…».
1 comentario:
Me ha encantado, amigo Antonio. Un abrazo
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