martes, 16 de marzo de 2021

GUERRITA: EL TORERO QUE PUDO Y QUISO

Por Rafael Sánchez González

Rafael Guerra Bejarano Guerrita. Foto Beauchy

El pasado día 21 se cumplieron ochenta años del fallecimiento del diestro Rafael Guerra Bejarano Guerrita, y sesenta y nueve de la desaparición del rejoneador Antonio Cañero Baena, dos figuras indiscutibles del toreo en sus respectivas parcelas. 

Citar a Guerrita, que es el personaje que en esta ocasión reclama mi interés, es referirse a uno de los toreros más importantes en la historia de la Tauromaquia, pues no hace falta ser un aficionado muy entendido en la materia para saber de su brillantísima ejecutoria profesional. Pero no es mi intención ahora entrar en datos concretos sobre su biografía, solo quiero centrar mi atención en su reinado taurómaco.

Guerrita fue la culminación de la escuela ecléctica, que se inicia con Jerónimo José Cándido y pasa por Francisco Montes Paquiro, José Redondo Chiclanero y Rafael Molina Lagartijo, a los que superó en poderío y dominio sobre las reses. Era la perfección personificada del toreo académico, de la lidia conforme a las reglas dictadas por el autor de la más antigua de las preceptivas taurómacas (La Tauromaquia de Pepe-Illo, aun cuando no la escribiera José Delgado), que aseguraban contra todo riesgo a quiénes las observaran y practicaran, aunque, paradojas del destino, sería él su contradictor. 

Guerrita y su cuadrilla en los primeros años de matador

Guerrita era el sueño de los viejos tratadistas hecho realidad. Conocía todos los secretos de la lidia, dominaba todas las suertes, podía con todos los toros y brillaba tanto con el capote y las banderillas como con la muleta y el estoque. En él se aunaban la sabiduría y el arte de Lagartijo con el pundonor y la valentía de Frascuelo, sus más inmediatos antecesores en el liderazgo taurino. Todas las posibles y humanas aptitudes que un hombre pudiera tener para la lidia las reunía el Guerra en grado superlativo, y aquí es donde, creo, radicaba su indiscutible supremacía. Lo mismo brillaba en quites, que banderilleaba en todos los terrenos o hacía el salto a trascuerno; de igual forma que dominaba a los astados con su muleta y, sin ser un estilista de la suerte suprema, los abatía de manera certera (nunca le echaron un toro al corral), y a veces los remataba tirando el cachete de ballestilla. En el ruedo no existían secretos para él. Como detalle preciso de su gran maestría, aunque pueda parecer anecdótico, recordaré que en la plaza francesa de Béziers (8-10-1899), con un toro devuelto que se resistía a dejar el ruedo, ante la ausencia de cabestros, haciendo gala de una inusual habilidad lo enlazó por los cuernos y así pudieron llevarle hasta los corrales.

Guerrita enlazando un toro en Béziers (8-10-1899). Revista Sol y Sombra

Guerrita fue un torero de más inteligencia que sensibilidad y de más dominio que inspiración. No fue el artista que improvisaba y en el que surgía una faena espontánea y genial, sino el lidiador que en base a las condiciones del toro realizaba la faena más adecuada y eficaz a la vez que brillante. Esto no quiere decir que no tuviese momentos de inspiración, pero el fundamento de su toreo, lo que sellaba su personalidad torera, era una inteligencia suprema. Pero en Guerrita había algo más. Junto a su gran entendimiento y dominio añadía una afición y un amor propio que le llevaron en más de una ocasión a jugarse la vida. No basta con tener inteligencia y valor, para se figura del toreo es preciso, además, tener pundonor. Hay determinadas ocasiones en que el torero más sabio y artista tiene que dejar a un lado la inteligencia y el arte y colgarse de los pitones para alcanzar el triunfo. Y Guerrita se colgó. ¡Vaya si se colgó! Una tarde, dirigiendo su mirada a un sector del público madrileño que le exigía más allá de lo posible, dijo: “¿Queréis que me coja?; pos me va a cojér”. Y se dejó coger. No se olvide, que para ser un extraordinario torero hay que ser también un gran hombre. Y ambas cualidades las reunía el diestro de Córdoba. Amparado en ese conjunto de valores que demostraba tarde tras tarde, me atrevo a decir que Guerrita puso letra y música al toreo. 

Cuanto digo está bien apuntado en la historia de la Tauromaquia. Tan bien apuntado, como que a partir de Guerrita, el toreo, sin perder su tradición escolástica -de escuela-, parece vaciado en otra norma técnica. Del mismo modo que a partir de Juan Belmonte está inspirado en otros principios estéticos. ¿Qué hubiera podido pasar en el toreo contemporáneo si Belmonte -o cualquier otro diestro capaz de revolucionar como él los fundamentos del arte de torear- no surge tres lustros escasos después de la retirada de Guerrita? Pero ese es otro tema, también interesante, y no me quiero apartar del guión escogido. 

Guerrita citando para banderillear. Madrid, 1889. Revista Sol y Sombra

Ya ha quedado bien claro, y no porque lo diga yo, sino ateniéndonos a lo escrito por la casi totalidad de los historiadores taurinos -siempre y en todo existirán algunos contradictores-, que Guerrita ha sido el más completo de cuantos han vestido el traje de luces. Pero cuando se alcanza la cumbre, y es algo que de manera especial suele suceder en las facetas artísticas, se inicia siempre el descenso al no poder llevar más lejos ningún paso que le siga después. Y si a eso unimos la intransigencia de un público cada día más exigente tan solo queda una solución: dejar la actividad, retirarse. Y esa fue la determinación que, haciendo gala de su innata clarividencia, tomó Guerrita en octubre de 1899 tras torear la última corrida de la Feria del Pilar en Zaragoza. Hasta entonces, y a lo largo de sus doce años de predominio en los ruedos, pudo con todos los toros y venció a todos los diestros que intentaron competir con él. Pero, por un fenómeno colectivo de difícil comprensión y también muy repetido en otras manifestaciones artísticas,  los públicos se echaron en su contra. Aunque su trayectoria en los ruedo se desarrollaba envuelta en continuados triunfos, podría decirse que llegó un momento en el que ya les molestaba conocer el resultado final de cada festejo antes de iniciarse el paseíllo. En una palabra, estaban cansados de su dictadura taurina.

Guerrita igualando. Revista Sol y Sombra

Cabe añadir, que los años de predominio taurino de Guerrita son, a la vez, tristes y amargos para los españoles. La indiferencia popular que el político liberal y masón Práxedes Matero Sagasta preconizaba al inicio de la Restauración, se acentuaría considerablemente durante la Regencia de la reina María Cristina (1885-1902). Se suceden las pérdidas de Cuba, Filipinas y Puerto Rico, y unos meses después, en una especie de almoneda, España liquida a precio de saldo las islas que le quedaban en Oceanía. Y a pesar de este ambiente de pesadumbre que inundaba a todo el país, los españoles parecían vivir de espaldas al angustioso problema nacional, y seguían enardeciéndose con las grandes faenas de sus ídolos en los ruedos. Pero ese ambiente enrarecido terminó por trasladarse a las plazas de toros, y descargó con exigencias que rayaban en lo imposible sobre quién consideraban que era la máxima figura. Así, a pesar de sus éxitos, la temporada de 1899 se hizo muy dura y desagradable para el diestro cordobés. A la acritud de Madrid se sumaron también las hostilidades en otras plazas como Sevilla -donde nunca predominaron sus partidarios, que no le perdonaban la supremacía que ejerció sobre los toreros de la tierra-, Bilbao, San Sebastián y Valladolid, por citar solo algunas de las más importantes. Así las cosas, al llegar a Zaragoza su decisión de marcharse era ya definitiva. “¿No lo va usted a sentir?”, llegaron a preguntarle nada más conocerse la noticia. Su repuesta fue rotunda: “¿Quién, yo, los que lo vais a sentir sois ustés?

Conociendo el recio y decidido carácter de Rafael Guerra era lógico suponer que, ante tan injusta situación de inmerecidos ataques, la determinación que tomara tenía que ser acorde con su acusada condición personal. Porque, podrá adjudicársele un fuerte temperamento, una excesiva altivez si se quiere, incluso decir que a veces se dejaba llevar por impulsos de soberbia, que más bien era conciencia de su grandeza torera. Pero no quedará la más mínima duda de que Guerrita mandó implacablemente en el toreo… por que pudo, y porque quiso. 

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