Por Antonio Luis Aguilera
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Manolete, El Estudiante y Juanito Belmonte |
Hemos releído un libro que hace décadas nos regaló un buen aficionado y nos causó una grata impresión. Su nombre «El libro de los toreros», y fue escrito por el periodista y novelista José María Carretero Novillo (Montilla -Córdoba- 1887 – Madrid 1951), que popularizó el seudónimo «El Caballero Audaz», y fue editado por el propio autor en 1947.
En la obra se recogen entrevistas a toreros, que van desde José Gómez «Gallito» a Manuel Rodríguez «Manolete», pasando por Rafael Guerra «Guerrita», Rafael «el Gallo», Juan Belmonte, Rodolfo Gaona, Ricardo Torres «Bombita», Rafael González «Machaquito»… Entre ellas figura la del matador de toros madrileño Luis Gómez «El Estudiante», que hoy propicia esta entrada, donde opina con meridiana claridad sobre su admirado compañero Manuel Rodríguez Sánchez y quien fuera su apoderado José Flores «Camará», que digamos no sale muy favorecido en el fragmento que insertamos.
Del mismo modo, de la opinión de Luis Gómez tuvo conocimiento por José María Carretero el sagaz apoderado, al ser entrevistado tras la muerte del torero cordobés, y en su respuesta sorprenden unas declaraciones de muy mal estilo sobre «Manolete», que sin pretenderlo reflejan el momento de angustia del torero en sus últimos días, cuando aborrecía torear para cumplir un contrato que le venía demasiado largo. También, la tensa relación entre ambos, como evidencia la poca clase del taurino al eximirse de todas sus argucias en los despachos y culpar al propio torero de su mala imagen ante el público.
Les dejamos con estos interesantes testimonios para que obtengan sus propias conclusiones. Curiosamente, entonces, como ahora, también estaban de moda los vetos que algunos aseguran ver. Nada nuevo bajo el sol.
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Luis Gómez "El Estudiante" |
LUIS GÓMEZ «EL ESTUDIANTE»
«—Oye, Luis: Tú has cogido dos generaciones del toreo. ¿Con qué figuras cumbres has alternado?
—En la primera, con Marcial, Barrera, Ortega, Armillita, Manolo Bienvenida y Laserna. A mi juicio, ésa ha sido la época más difícil del toreo. Entonces salía el toro, y todos éstos entendían de toros, y sabían lo que los bichos llevaban dentro. Yo me consideraba un ignorante, pues no era “un torero de cabeza”… La segunda generación, la actual, en que aparece Manolete, con su majestad de Califa, acortando las distancias; Pepe Luis, Vázquez, Domingo Ortega, que sigue; Antoñito Bienvenida y, a última hora, Carlos Arruza.
—¿Y cuál ha sido la época en que la afición ha estado más entusiasmada con nuestra fiesta nacional?
—Chico, yo creo que ahora… Quizá la mayor efervescencia del toreo fue la del cuarenta y tres y cuarenta y cuatro, cuando yo me enfrenté a Manolete…
—A propósito de tus relaciones con Manolete —casi le interrumpo yo—. Por ahí se dice que Manolete te había puesto el veto.
Reflexionó un instante con un gesto de amargura. Después exclamó:
—Manolete se ha ido, desgraciadamente, del toreo, sin conocer a fondo todas las cosas malas que rodean la profesión, y, sobre todo, las que suscitaba su nombre. Para mí, este compañero era un chico nobilísimo; pero su mayor desgracia ha sido conocer a Camará, porque este apoderado suyo, que ha sido un ministro de Hacienda, maravilloso para Manolete, ha sido el peor diplomático que yo he podido conocer. Él supo llevarse —para su torero, claro está— todo el dinero que pudo, pero mezclado con unas hondas antipatías para Manolete, que este buen compañero no merecía. Hay que hablar claro. Ninguno de nosotros estaba enfrentado con Manolete ni nos producían envidia sus éxitos, pues todos le admirábamos y le colocábamos en el primer lugar. Ahora bien: lo que no podíamos resistir es que Camará utilizara estas condiciones excepcionales de su torero para humillarnos a todos y tratar de someternos a sus caprichos o hundirnos. Yo aseguro públicamente que el egoísmo desmedido de Camará ha llevado al trágico fin que ha tenido la más grande figura que hubo jamás en el toreo. Porque este torero, al que yo conocía muy íntimamente, no tenía ya necesidad de ir a Linares a torear una corrida de miuras, y mucho menos a que en el mes de septiembre Camará le tuviese firmadas veintitantas corridas de toros. Las últimas manifestaciones de Manolete, que yo he sabido por íntimos que han hablado con él poco antes de morir, eran de estar amargado, cansado; siempre estaba quejando de que era un disparate el esfuerzo tan brutal que estaba haciendo, precisamente, en el momento en que más trabajo le costaba vestirse del torero. ¡Por lo que fuera!, conste que yo he sido el mayor admirador de él y que conocía fondo todos sus sentimientos.
—Era un buen muchacho, ¿no es cierto?
—Era un torero incapaz de falsear la verdad en el ruedo… Es decir, que para él no existían categorías de plazas; por eso había que administrarlo con mucho tacto, cosa que no hacía Camará, al cual yo acuso públicamente de haber enrarecido la atmósfera que rodeaba su torero, hasta el punto de ir indisponiendo con los públicos y obligándole a que su esfuerzo, dado su gran amor propio, fuese cada vez mayor. Manolete sin Camará, hubiese sido, además del torero más grande de la época, el más querido por todos sus compañeros y el más mimado del público, como lo fue Belmonte en su tiempo. Hay una prueba evidente: todo el que trataba a Manolete se hacía íntimo amigo de él, lo que demuestra que era un muchacho angelical y admirable. Pero las marrullerías de Camará en los negocios, sus ruindades, sus imposiciones, sus venganzas, su demanda de privilegios y otras cosas más que no quiero decir, habían conseguido incluso que los públicos lo mirasen con antipatía, como ocurrió en Vitoria y Santander, hasta que él, por su orgullo, tuvo que dar la vida en la plaza de Linares.
—Entonces, ¿tú consideras que Manolete ha sido la figura más grande del toreo?...
—¡¡Hombre, indiscutiblemente!! Creo, además, que pasarán muchos años para que un torero alcance el merecido prestigio y la personalidad de este artista, ya que ha sido el creador de una escuela nueva, no solamente con el toro, sino en relación con su presencia en la plaza.
—Explícame eso.
—Manolete se distinguía de los demás en que era un hombre que acusaba una personalidad, tan distinta de todos, que jamás se le ha visto correr delante del toro ni sentir la emoción del triunfo, tan corriente en los demás. Sus tardes apoteósicas las encontraba tan naturales, tan lógicas, que a mí me daba la sensación de que la única alegría que le producían era la de sentirse satisfecho por haber cumplido con el público. Es decir: que era un hombre tan sencillo, tan llano, que cuando hacía una cosa extraordinaria, se encontraba como a bien consigo mismo y… nada más. No por lo que había hecho de extraordinario al toro, sino porque había correspondido a las esperanzas del público.
—¿Tu toreaste mucho con él?
—Sí; alterné con él en muchas corridas. Nuestro estilo hermanaba muy bien y yo procure adaptarme a su toreo, ya que era revolucionario. La competencia fue durísima, pues pelear con un torero como Manolete era jugarse la vida todas las veces… A mí, como a otros, muchos toreros, Camará procuró alejarme de las plazas, y tengo que confesar que lo consiguió y me ganó la batalla, pues la fuerza con todas las empresas, indiscutiblemente, la tenía Manolete, y se aprovechaba de ella, para estas cosas feas, Camará. Podría citar muchos casos, no solamente personales míos, sino de otros toreros, a los que este hombre ha hecho tanto o más daño que a mí. Como ya te he dicho anteriormente, Manolete, el pobre, estaba al margen y ni se enteraba de esto».
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José Flores "Camará" y Manolete |
JOSÉ FLORES «CAMARÁ»:
«—En este mismo libro atestiguo yo que usted se interesaba mucho por su torero, no dejándole torear hasta que estuviese completamente repuesto; pero también va una Interviú de otro torero en la cual se dice que usted fue un gran ministro de Hacienda de Manolete, pero un pésimo diplomático, porque lo indispuso con muchos públicos y con algunos de sus compañeros, a los cuales ponía usted vetos. ¿Qué quiere usted decirme de todo esto?
Hizo un gesto de suprema indiferencia y después repuso:
—Todo eso es completamente falso. Lo que ocurre es que todas las figuras del toreo —don José, usté que es un hombre avezao lo sabe bien—, cuando están arriba del tó, se llevan las culpas de tó lo que ocurre. “No toreo porque la figura me pone el veto”. Y cuando torean dicen: “Yo toreo sin ayuda de nadie”. Y con todo esto quieren tapar su mala fama o que ya han pasao. Es cierto que yo exigía para Manuel todo lo posible, pero sin ocuparme de poner vetos ni tonterías. Yo buscaba el mayor beneficio para él, sin meterme en las cosas de los demás, como saben los empresarios. Y sobre todo, cuando un torero es figura y sabe su oficio, no hay nadie que le pueda poner el veto.
—Dicen que ejercía usted sobre él una absoluta sugestión.
—No —me responde rápido—. Esas son cosas que cundían pá quitarle mérito a Manolete, porque como era imbatible en la plaza, tenían que combatirle la calle. Lo que ocurría es que estábamos tan compenetraos en los asuntos de toros, que pensábamos lo mismo y él me dejaba una gran libertad de acción, porque tenía en mí una absoluta confianza y de esta forma tó nos salía bien.
—Mire usted, Pepe. Yo tengo grandes simpatías hacia usted. Creo que ha cumplido con su obligación en sacar el mayor producto a su torero, que se jugaba la vida, como se ha demostrado; lo que no me explico, es cómo al mismo tiempo, por medio de la propaganda o lo que fuera, no procuraba usted rodearle de un ambiente más favorable, más simpático, para los públicos, como el El Alfombrista hacía con Joselito y el apoderado de Belmonte con su torero.
Casi hizo un gesto de pesadumbre. Después murmuró:
—Mire usté: en estas cosas, aunque la gente lo diga, no forma parte ni puede intervenir el apoderado, sino el carácter del individuo. Manolo en la calle era una desgrasia: no se sacrificaba por nada ni por nadie. En lugar de sumar amistades procuraba alejarlas, y ¡ná más! Era un corazón de oro, muy bueno y muy cariñoso con los amigos que le salían al encuentro; pero él no buscaba ninguno, ni daba coba a nadie, ni le importaba quedar mal o bien con la gente. Como a él no le molestaba que le hicieran cualquier cosa mal hecha, cualquier descortesía dentro de la amistad, él las hacía a puñaos a tó el mundo, y lo creía tan natural… Era buenísimo, daba gusto estar con él, se apoderaba del corazón de uno; pero a la vuelta de la esquina no volvía acordarse de lo que había dicho. En una palabra: que no matizaba y no tenía ni idea de lo que debía de hacer un artista, que se debe al público, en su vida de relación con las gentes, ni de lo que era una incorrección. —Hizo una pausa, y como para robustecer su argumentación, prosiguió: —Mire usté: este año estábamos en San Sebastián. Al doctor Oliver, además de ser un personaje que merece todos los respetos, él tenía que estarle agradecido y era muy amigo suyo. Hasta tal punto que el doctor estaba loco por almorzar con él y presentarlo a unos amigos extranjeros que estaban allí, y claro, lo que pasa: “Yo soy amigo de Manolete”. “Pues, hombre, queríamos conocerle”. “Pues un día almorzaremos con él”. En esta situación el doctor Oliver va a ver a Manolete y le propone: “Dime un día para comer contigo, Manolo, y con unos compañeros extranjeros, que quieren conocerte; el día que tú quieras, me da lo mismo”. Pues sí, doctor, cuando usted quiera. ¿Le parece bien el martes?”. “Pues el martes en el Hotel Cristina, a las dos. Yo iré a recogerte”. “Bien, pues a las dos les espero a usté”. “¿Sin falta?” “Sin falta”. Y el día antes Manolo se fue a cenar con unos amigotes. Se emborrachó con Camacho y a las dos del día siguiente no había aparecido por el Cristina y estaba durmiendo y dejó plantao al doctor Oliver, que era su íntimo amigo y una persona respetable, a la cual se debían atenciones… Mire usté —terminó—. Usté lo conocía bien, porque a usté hace un par de años le hizo algo parecido. Y era así con tó el mundo. ¡fuese quien fuese! ¡Hasta con el mismísimo rey de España! Y la gente pagaba conmigo sus incorrecciones y sus cosas. Pero los genios tienen sus defectos, y éste era un genio y no había más remedio que tomarlo así y admirarlo».
1 comentario:
Muy interesante, y lo de Cámara siempre se supo aquí.
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