lunes, 9 de abril de 2018

EL PESO DE LA PÚRPURA

Por Antonio Luis Aguilera

Luis Miguel Dominguín.
No vi torear a Luis Miguel Dominguín, pero tuve la suerte de saludar al maestro. Fue en Córdoba, cuando acudió como invitado a la “Semana del Toro de Lidia”, magnífico evento cultural que en los años noventa organizaba un elenco de grandes profesores de la Facultad de Veterinaria.  Aquella tarde, al estrechar su mano, le dije que era un honor poder saludar a uno de los toreros importantes de la historia. Sonriendo me dio las gracias. No podía suponer el veterano maestro que estaba reconciliándome conmigo mismo, pidiéndole perdón por el odio que pudo haber en mí cuando siendo niño creí a quienes decían que Luis Miguel había matado a Manolete. No era verdad. La historia y la vida me demostraron la falsedad de aquella cruel aseveración. Por eso guardo con enorme gratitud la oportunidad que me dio la vida, y recuerdo con inmensa paz el apretón de manos y la sonrisa agradecida de uno de los espadas grandes del toreo.                                             

A Manolete no lo mató Luis Miguel. Posiblemente ni “Islero”, con marcada querencia a chiqueros, tuvo intención de herirlo mortalmente cuando, en la suerte contraria y cerca de toriles, derrotó al sentir la estocada y emprendió huida hacia la querencia arrollando al torero, que había entrado muy despacio y no tuvo tiempo de pasar el fielato. Manolete había llegado a Linares tremendamente cansado de la hostilidad del público y la campaña antimanoletista de un influyente sector de la crítica taurina; hastiado de la profesión a la que se había entregado con honradez ejemplar y  pensaba dejar al concluir la temporada; apenado por el visceral rechazo de su familia y amigos íntimos a Lupe Sino, la mujer que amaba y con la que iba a casarse en octubre en Barcelona, como aseguró la noche antes de su muerte a don Antonio Bellón, crítico del Diario “Pueblo”, asegurándole que él era la única persona a la que creía capaz de convencer a su madre para que acudiera a la boda.  

Intrigas de despachos, protagonizadas por espadas que no le aguantaron el pulso en los ruedos, rompieron en 1947 el convenio entre México y España. La ruptura cobraba dos presas importantes: Manolete regresaba a España en plena campaña americana, cuando era un ídolo en el país azteca, y Carlos Arruza, primerísima figura en España, se quedaba fuera de la temporada. Contrariado por la política que le impide torear en la nación donde era feliz y tener que adelantar el regreso a España, donde le esperaba la dura defensa del cetro del toreo, Manolete declara que donde los toreros tienen que hablar es en el ruedo. Le dicen que en su ausencia Pepe Luis lo ha retado a torear varias corridas duras en plazas incómodas, hostil propuesta a la que contesta con ironía por el cariño y admiración que siente por el compañero con quien más tardes alternó: “Habrá sido a comer ostras”. Se comenta con insistencia que es su última campaña y la crítica afina el estilete, Gregorio Corrochano “le llama “banquero”, Giraldillo le pide que se retire de los toros y le llama “torero vergonzante”. Manolete manifiesta: “Para mí nunca hubo eso que llaman palmas de simpatía”.

El 28 de agosto de 1947 Manolete y Luis Miguel se hospedan en el Hotel Cervantes de Linares, donde a mediodía se produce el encuentro de ambos en la habitación del aspirante al trono. El rey de los toreros le dice a Dominguín que se siente muy cansado, y le anuncia su retirada al acabar la temporada. También le advierte que él heredará todos sus enemigos. Esa misma tarde, durante la lidia del sexto miureño, mientras Manolete libraba su última batalla en la enfermería, el público insulta al joven torero. Así lo narra el espada a Carlos Abella en la obra biográfica “Luis Miguel Dominguín” (Espasa Calpe, 1995): “El público de Linares empezó a insultarme, porque se sentía responsable de la tragedia. Ellos sabían que habían exigido todo al pobre Manolo y que lo habían llevado hasta la muerte. Empezaron a llamarme ¡canalla!, ¡sinvergüenza!, hasta ¡asesino!, dijo uno”. Más adelante añade: “La muerte de Manolete me produjo una inmensa rabia y una sensación de odio hacia la gente. Y por supuesto, desde ese día, mi actitud ante ella fue otra. A partir de Linares empiezo a maltratarla”.

Mucho se ha escrito de la competencia entre Manolete y Dominguín, pero la perspectiva histórica enseña que lo único que existió fue el  anhelo de un joven espada por ocupar el primer puesto del toreo, como demuestra que ambos solo se midieron doce tardes desde 1944, año de la alternativa del madrileño, confirmada por Manolete esa misma temporada. Una docena de corridas en cuatro años no permite hablar con fundamento de competencia. El joven Luis Miguel quería el trono del toreo, aspiración tan legítima entonces como ahora. Pero la tragedia se cruzó en Linares y entonces el público no soportó el aire altivo, pedante y suficiente de su carácter, ni la provocación que mantuvo con el “respetable”. Mas su fuerte carácter también poseía unas cualidades innatas que resultaron definitivas para conseguir su propósito de ser figura del toreo: inteligencia natural, ambición, amor propio y valor. Tampoco es desdeñable que la contrición del público por la muerte de Manolete hallara en Luis Miguel una nueva víctima, y pretendiera colgarle la etiqueta que le señalaba culpable de la tragedia. Se cumplía la profecía del cordobés en el Hotel Cervantes. Veinticinco años después, en la conmemoración del aniversario, Luis Miguel escribió: “Comprendí entonces lo que se me venía encima. Pensé en mi efímera conquista, que no era tal sino una herencia, y en el duro camino que me esperaba. Conocí desde entonces eso que mi amigo Agustín de Foxá llama el peso de la púrpura”.

Pero Luis Miguel no callaba como Manolete, sino que se enfrentaba a la animadversión del público. Convencido de su poderío y capacidad, lo desafiaba para demostrar que podía con los toros y con quienes le chillaban. La tarde del 17 de mayo de 1949 en Madrid, alternando con Parrita y Manolo González, se proclamó número uno del toreo, tras torear con largura y lentitud, cerrando círculos completos con la muleta, a un ejemplar de la viuda de Galache al que cortó dos orejas. Aseguraba Parrita que Luis Miguel se le acercó entre barreras, mientras el público estaba  entregado a la gran faena de Manolo González, que cortaría dos orejas, y en voz baja le aseguró: “Mañana solo se va a hablar de mi”. Y así fue. Hubo una enorme división de opiniones, pero al día siguiente todos los periódicos hablaban de Luis Miguel, que esa misma tarde repetía actuación en Las Ventas y volvía a salir a hombros tras cortar otras dos orejas a un manso de Antonio Pérez.  

Otro de los innumerables ejemplos de su carácter, que demuestra el desprecio que sentía por quienes le chillaban y la seguridad en su magisterio profesional, tuvo lugar en la corrida celebrada el 12 de octubre de 1960 en la plaza de El Puerto de Santa María, donde se encerró con seis ejemplares de diferentes ganaderías. Mientras toreaba con la derecha al toro de Cobaleda que hacia cuarto, desde el tendido le gritaron: ¡Con la izquierda, Luis Miguel! El torero ignoró la exigencia sin inmutarse e hizo toda la faena con la diestra. Llegada la hora de matar sorprendió al perfilarse con la espada en la mano izquierda y cobrar media lagartijera de resultado fulminante. La faena fue premiada con las dos orejas y el rabo que no paseó, pues esa tarde no dio vueltas al ruedo tras recoger premios -cortó cuatro orejas y un rabo-, solo lo hizo al final de la corrida acompañado de todos los hombres de su cuadrilla. 
Torero dominador

En 1951 Luis Miguel regresa a Córdoba tras la muerte de Manolete. Anunciado el 25 de mayo para lidiar toros de Benítez Cubero con Martorell y Litri, a mediodía se coloca en taquillas el cartel de no hay billetes.  La revista El Ruedo se hace eco del recibimiento hostil con pitos y protestas que le dispensa el público. Aún así, corta la oreja del segundo. Vuelve a la plaza de Los Tejares el 18 de julio, corrida organizada por la Hermandad de la Misericordia, con toros de Saltillo (Félix Moreno), alternando con Luis Procuna y Calerito. Tras un recibimiento idéntico al anterior, el madrileño corta las dos orejas y el rabo a su primero, que pasea triunfalmente recreándose en dos vueltas al ruedo, y obtiene una oreja del segundo, que pasea dando otras dos vueltas al redondel, saliendo de la plaza a hombros junto a Calerito. Esa tarde presencia la corrida un muchacho que analiza como el público quiere que fracase Dominguín pero termina rendido a su magisterio, y como los pitos hostiles se convierten en palmas de un triunfo colosal. El muchacho era José María Montilla, decano de los matadores de toros cordobeses, que recuerda: “Viendo la inmensa facilidad con que estuvo Luis Miguel, imponiéndose a las dificultades del público y de los toros, salí de la plaza convencido de que quería ser torero”.  

           
Dominador de los tres tercios de la lidia, de enorme inteligencia, variado repertorio y gran conocimiento de las suertes y del toro, Luis Miguel compitió contra sí mismo, contra la animadversión del público y contra diferentes generaciones de toreros formidables, manteniendo hasta su retirada la condición de primerísima figura del toreo y el respeto a su magisterio. Alternó con todas las figuras de tres épocas del toreo, desde los años cuarenta a los setenta del pasado siglo, y su carrera estuvo jalonada de una popularidad enorme, que sin duda contribuyó a la difusión de la Fiesta en el mundo. Demasiado éxito en un país de envidiosos, pues como escribiera el inolvidable Antonio Machado: “En España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”. Efectivamente, Luis Miguel fue embestido por poderle al toro y al público, por su éxito con las mujeres más bellas, por el atractivo personal que le permitió relacionarse con la derecha y con la izquierda, y porque, sin proponérselo, fue el mejor embajador de España en el mundo.


Ava Gardner y Luis Miguel

No pudieron derribar al donjuán, ni al torero. Por eso propagaron la miserable patraña que le culpaba de la muerte del rey de los toreros. Mas todo acusado tiene derecho a  su legítima defensa. Dejemos que el propio Luis Miguel la ejerza como declaró para la biografía citada:  “A Manolete le mató el público, porque era un torero extraordinario, de gran honradez profesional, con mucha personalidad y con mucho valor. Manolete ha sido el torero más honrado que he conocido y su personalidad era tremenda”.

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