viernes, 27 de julio de 2018

LA PLAZA DE LOS TEJARES Y SU ENTORNO

Por Antonio Luis Aguilera

"Tarde triunfal en Los Tejares".  Pintura naif de Carlos González-Ripoll Jiménez
Un suave aroma a café recién hecho, la ruidosa molienda del grano, y el silbido del chorro de presión de la exprés en las jarras de aluminio, caracterizaba el pequeño recinto del Bar Benítez, donde varias fotografías recordaban la poderosa torería de Guerrita. Situado en la convergencia de la avenida del Gran Capitán con Ronda de los Tejares, y adosado al Gobierno Civil y el Bar Rosales, en su estrecha barra se hablaba de toros, del primer ascenso del Córdoba a primera división, o de los complicados equilibrios presupuestarios de las familias para llegar a fin de mes. En la calle, colocados a ambos lados de la acera, una alineación de veladores sugería realizar una parada en el camino para sentarse a tomar algo, mientras la gente pasaba y los camareros se abrían paso alzando las bandejas y repitiendo su letanía: “¡Cuidado que mancho!”
Bares Rosales y Benítez en Ronda de Los Tejares. Foto Eladio Osuna
En el primer lustro de los años sesenta, los cordobeses admiraban los escasos coches que circulaban por la ciudad, y muchos ya soñaban con adquirir el Seat 600, el popular utilitario que no solo permitía escapadas a la sierra o la playa, sino presumir de una posición social y económica, que no siempre se correspondía con la realidad. El progreso comenzaba a cambiar las costumbres cotidianas, pero la gente aún era dueña de la calle y salía a tomar el fresco en las asfixiantes noches de verano. La televisión todavía no había entrado en todos los domicilios, para mandar a callar a las familias, y los vecinos procuraban relacionarse a la luz de las estrellas gastando poco, sentados en la puerta de sus casas, donde al aparecer la luna comparecían con su silla, botijo y transistor, para escuchar las noticias taurinas, clásico espacio al final del severo parte de Radio Nacional, que gozaba de predicamento entre los aficionados. 

"Los jardines bajos". Pintura naif de Carlos González-Ripoll Jiménez
Los cordobeses de la provincia se desplazaban a la ciudad para consultas médicas, arreglar papeles o realizar compras. La mayoría utilizaba los autocares de la Alsina, conocida como La Catalana, cuyas cocheras se ubicaban junto al Teatro Duque de Rivas y el edificio de los Sindicatos, aunque también tenían fiel clientela los coches botijo, conducidos por taxistas del propio pueblo. Llegada la hora del almuerzo, según los posibles del personal, unos buscaban acomodo en los jardines públicos -cuyos bancos de piedra y forja tanto sabían de romances apasionados entre soldados y tatas de uniforme-, allí daban buena cuenta de las viandas de sus canastos de mimbre o paquetes de papel de estraza, bultos que no soltaban desde que salían del pueblo; otros satisfacían el apetito en bares céntricos: Toledo, Rosales, Mercantil o La Malagueña; y como siempre hubo clases, no faltaban quienes acudían al selecto y señorial Savarín, donde a mediodía solía sentarse en actitud de espera el hermano Bonifacio, oteando el horizonte y sin consumir nada, aguardando la ocasión de sablear a los señoritos y labradores que podían socorrer a sus niños: los internados en el Hogar y Clínica de San Rafael, hoy Hospital de San Juan de Dios.
Mesas, sillas y mecedoras de los bares Toledo y Savarín. Foto Ricardo
Frente al Instituto Nacional de Previsión, conocido como la Caja Nacional, y la concurrida acera que estrechaban mesas, sillas y mecedoras de los bares Toledo y Savarín, separados entre sí por el estrecho estanco de Rafael, se hallaba la plaza de toros de Los Tejares, histórico recinto cuya arena pisaron, además de las más grandiosas e históricas figuras del toreo, todos los Califas cordobeses. A escasos metros del acceso a las localidades de sol se hallaba el quiosco de golosinas de Manuela, cuyos botijos gozaban de excelente demanda cuando apretaba el Lorenzo, y donde la chiquillería se arremolinaba para mirar mucho y comprar poco; como también lo hacía frente a este puesto, en el escaparate de la empresa García Plaza, adosado al coso, que exhibía las maravillosas bicicletas Orbea y BH, que eran el sueño de todos y la realidad de unos pocos. Al otro lado del rojo portón, que comunicaba el ruedo con la avenida, estaba el acceso de la sombra y la puerta de cuadrillas, recordada por los toreros cordobeses como el patinillo, o la casa del conserje con la parra.  
Hotel Regina en Ronda de los Tejares, esquina calle Alonso de Burgos
Generalmente, las figuras del toreo solían alojarse en el Hotel Regina, frente a la plaza, y las cuadrillas en el Simón, junto a la Colegiata de San Hipólito. Terminado el festejo, si las ovaciones se habían escuchado en la calle, la gente se arremolinaba ante la puerta grande para ver salir en hombros a los triunfadores. También, en las becerradas nocturnas, cuando se escuchaban carcajadas y gritos de chufla, para ver como llevaban en volandas hasta el estanque de los patos, en los jardines de la Agricultura, a algunos aspirantes a figuras que no tuvieron su noche. Aún quedan en el lugar dos palmeras, cuya distancia entre sí indican la anchura del pasillo por donde sacaban los entusiastas a los toreros. Al caer la tarde, los tonos rojizos y violetas del cielo indicaban el final de un día de toros, y algunos aficionados se citaban con la familia en el cine de verano del teatro Duque de Rivas, en Gran Capitán, cuya terraza de albero regado se poblaba de sillas de enea, para contemplar una película a la luz de las estrellas, contar lagartijas en la pantalla en los cortes de la proyección, y gozar de las fragancias del jazmín y la dama de noche. 

"El Hotel Simón y los taxistas". Pintura naif de Carlos González-Ripoll Jiménez
Entonces vestían el traje de luces, sorteando triunfos y cornadas, los matadores cordobeses José María Montilla, Manuel García Palmeño, Manuel Benítez El Cordobés, Gabriel de la Haba Zurito y Manuel Cano El Pireo.  En cualquier barrio de la ciudad había grandes entendidos, de los que hacían afición enseñando el difícil arte de ver toros a los niños que sentían inclinación por el toreo, a quienes instruían sobre encastes, suertes o toreros históricos, y prestaban semanarios como Dígame o El Ruedo, para mantenerlos al día de la temporada. Cuando los novicios acudían a la plaza, lo que por razones pecuniarias no ocurría todas las tardes, procuraban vivir la corrida desde que se regaba el redondel. Todo era mágico y envolvente en el ritual, todo tenía su importancia y era preciso conocer, desde que los ayudas colocaban los capotes en la contera de la barrera, armaban muletas o repasaban la muerte de los estoques.            
Teatro Duque de Rivas
Las agujas del reloj del coso desperezaban con premeditado retraso, mientras los tendidos se iban cubriendo de público al compás de las pruebas de sonido de los músicos, y los vendedores de refrescos llenaban de hielo y botellas sus cubetas de zinc, antes de peregrinar por las gradas repitiendo: "A beberla fresca”. Iniciado el festejo los rezagados hallaban serias dificultades para acceder a su localidad, y la aglomeración en estrechos vomitorios y filas próximas provocaba las quejas de quienes no divisaban el espectáculo. Pero si el asunto se complicaba, la intervención de agentes del orden público, que preguntaban poco y resolvían con diligencia si una voz era más alta que otra, atemperaban al personal dejándolo más suave que un guante si quería seguir en la plaza. Testimonios gráficos de la época confirman la incomodidad de los espectadores; sentados o de pie, raro era quién en tanta estrechez no alargaba el cuello para ver la corrida.


"El patinillo de Los Tejares". Carlos González-Ripoll Jiménez
Quizá fuera esta severa incomodidad el principal motivo para llevar a cabo la demolición de Los Tejares, aunque sin duda debieron existir otros más poderosos. Llegaban nuevos tiempos y las grandes empresas se fijaban en el sitio que ocupaba la plaza, levantada en la antigua Huerta de Perea, cuyos primeros festejos databan de 1846. Declarada firme la sentencia, picos y palas procedieron a su ejecución en 1971, para que en tan taurinísimo lugar se alzaran unos grandes almacenes. Ruedo, barreras, palcos y tendidos sucumbieron para que se multiplicaran mostradores, anaqueles y percheros. Ha pasado casi medio siglo y ya quedan pocos cordobeses que recuerden el significado de ese coso en la historia de Córdoba y en la del toreo. El marketing no entiende de nostalgia, y calcula milimétricamente cómo captar compradores. Los que ahora transitan por tan concurrido lugar en horario comercial, centran su atención en las oportunidades que le brindan. Aunque para brindis nos quedamos con los de antaño. Eran más toreros. Y más auténticos. 

sábado, 21 de julio de 2018

PLAZA DE TOROS DE LOS TEJARES

Por Rafael Sánchez González

Plaza de toros de la Carrera de los Tejares en Córdoba
Córdoba tiene sobradamente reconocida su arraigada tradición taurina, y de aquí han salido relevantes figuras de la tauromaquia que dieron gloria y fama a la tierra que les vio nacer, entre cuyos habitantes prendió muy pronto la afición a la Fiesta de los toros, para cuyo desarrollo se han venido utilizando diversos lugares de la ciudad hasta desembocar en el coso de Los Tejares, y después en el actual de Los Califas.

El documento más antiguo que a tal respecto ha llegado hasta nosotros data de 1493. Se refiere a una función “en honor y divertimento del Príncipe Don Juan” (único hijo varón de los Reyes Católicos), en la que se corrieron dos toros en el Alcázar de los Reyes Cristianos, residencia de Isabel y Fernando durante sus prolongadas estancias en Córdoba. El lugar donde debió desarrollarse esta función, según historiadores consultados, cabría situarlo en lo que hoy es el Campo Santo de los Mártires, que, integrado entonces en dicho conjunto, correspondía a lo que en los castillos y demás fortificaciones de esta índole se conoce como el patio de armas. 
Alcázar de los Reyes Cristianos, lugar de la primera función taurina de Córdoba.
A partir de aquella fecha se celebraron festejos taurinos en varias plazas -públicas o instaladas para dicho fin- situadas en diferentes puntos de la capital, mereciendo destacarse la Plaza de la Corredera y las que en distintas ocasiones se alzaron en el Campo de la Merced. Pero molestos los cordobeses por la circunstancia de tener que levantar y desmontar aquellos circos taurinos que se ubicaban en el arrabal contiguo al Convento de los Mercedarios, a iniciativa de Juan Manté, industrial tipográfo y aficionado, se constituyó una sociedad encaminada a la construcción de una plaza de toros con carácter permanente. Así, bajo la dirección del arquitecto Manuel García del Álamo, en 1844 dieron comienzo las obras sobre terrenos adquiridos a José Severo García en la llamada Huerta de Perea, situada en la Carrera de los Tejares. De ahí su nombre. 

Plaza de la Corredera, donde se celebraron festejos taurinos.
La plaza tenía forma poligonal de 16 lados, con tres pisos (palcos, gradas y tendidos) y una capacidad inicial de 8.278 espectadores. El redondel medía 52 metros de diámetro y el callejón una anchura de 1,50. Contaba con las correspondientes dependencias de toriles, con 10 chiqueros y dos corrales, patio de caballos, desolladero, enfermería, cuarto para monturas, cuadras, vivienda para el conserje, ambigú y dos taquillas.

Vista aérea de la plaza de Los Tejares de Córdoba
Aún cuando oficialmente se inaugurase en septiembre de 1846, los primeros espectáculos se dieron con motivo de la Feria de Nuestra Señora de la Salud de aquel año, los días 31 de mayo, 2 y 3 de junio, haciéndose constar en los carteles la siguiente nota: “La Sociedad dueña de la plaza previene al público que por la premura de tiempo no han podido concluirse los trabajos de la misma; sin embargo, se hayan habilitadas todas las localidades, si no con el lujo que deberán estar en adelante, a lo menos con la seguridad y comodidad consiguientes”.

En los citados días se celebraron tres corridas, lidiándose 24 toros -ocho en cada festejo- pertenecientes -a partes iguales- a las ganaderías de don Plácido Comesaña, de Sevilla (divisa morada y blanca), procedente de la que fuera de don Vicente Márquez;  don Manuel Siguri, de Sevilla (celeste y negra); don Manuel Suárez, de Coria (rosa y morada) y don Francisco Escobedo, de Martos (con cintas verde y azul).
Los toreros encargados de su lidia y muerte fueron el sevillano Juan León, el famoso Cúchares (Francisco Arjona), de Madrid, y nuestro paisano Antonio Luque El Camarada -que más tarde se anunciaría Camará- cuando aún no había confirmado su dudosa condición de matador de toros.

Cartel del último festejo celebrado
en Los Tejares.Taberna San Cristóbal
Como ya hemos apuntado, la inauguración oficial de la plaza de Los Tejares aconteció en septiembre, el día 8 festividad de la Virgen de la Fuensanta, cuya tarde, el arrogante Chiclanero (José Redondo) y aquel madrileño al que protegiera el espada Roque Miranda Rigores, llamado Isidro Sánchez Barragán, estoquearon ocho astados de doña Isabel de Montemayor (oriundos de Lesaca). Al día siguiente, los mencionados diestros se las entendieron con otros ocho bureles de don José Arias de Saavedra.
Ocurrió que veinte años después, el 15 de agosto de 1866, al término de una novillada y de manera fortuita se produjo un gran incendio que destruyó todo el maderamen, principalmente de gradas y tendidos. Tras la oportuna reconstrucción, dirigida por el arquitecto Amadeo Rodríguez, la plaza fue reinaugurada el 20 de enero de 1868, dándose un cartel netamente cordobés. Con toros de don Rafael José Barbero, actuaron, mano a mano, Rafael Molina Lagartijo y Manuel Fuentes Bocanegra -superadas ya sus particulares rencillas familiares-, quienes rivalizaron en valor y destreza ante el beneplácito de sus paisanos.

Posteriores reformas posibilitaron un aforo que rebasaba los diez mil espectadores, pero no lograron que el coso ganara en comodidad. Esta circunstancia y la lógica especulación del suelo propiciaron su demolición, comenzando el derribo en agosto de 1971. 

A tres novilleros, El Puri, Antonio Sánchez Fuentes y José María Susoni, les cupo el honor histórico de realizar el último paseíllo sobre el albero de Los Tejares el 18 de abril de 1965, para lidiar astados de doña Enriqueta de la Cova.
No haría falta indicar que numerosos acontecimientos, de muy distintos signos y diversa índole, tuvieron por escenario el ruedo del desaparecido recinto taurino. Si acaso, recordar que Antonio Carmona El Gordito fue el primer torero que recibió la alternativa en esta plaza (8/6/1862), cerrándose la nómina de doctorados con Manuel Cano El Pireo, el 26 de septiembre de 1964.  

Marco de azulejos en el lugar que ocupó la antigua plaza cordobesa
Añadir, la acertada decisión del Departamento de Cultura y Educación del Ayuntamiento de Córdoba, de conmemorar el 150 aniversario de la inauguración oficial de la plaza de toros de Los Tejares, colocando el año 1996 un marco de azulejos en el lugar donde se construyó el coso. Allí se desarrolló gran parte de la densa y brillante historia de la tauromaquia cordobesa.                                            

domingo, 15 de julio de 2018

LA ÚLTIMA TARDE DE MANOLETE EN MADRID

Por Antonio Luis Aguilera
Alicante, 29 de junio de 1947. Ayudado por bajo de Manolete. Foto Finezas I 
          La expectación por ver al torero de Córdoba era enorme. El Monstruo actuaba en la corrida de la Beneficencia sin cobrar sus honorarios, para contribuir, con su toreo y con su generosidad, a financiar las obras de ampliación del Hospital Provincial de Madrid. Nadie podía imaginar en aquella calurosa tarde del 16 de julio de 1947, que el famoso diestro iba a echar su último paseíllo en Las Ventas, pero el destino había previsto que el cartel de ese día pasara a ocupar un lugar preferente en los anales de la plaza monumental: Toros de Bohórquez y uno de Vicente Charro (2º), para Gitanillo de Triana, Manolete y Pepín Martín Vázquez.   
                                   
El segundo toro de la tarde se había defendido con aspereza, sin permitir que Manolete le impusiera su toreo. Durante el trasteo, parte del público, ese que disfruta levantando ídolos para luego pisotearlos, se metió con él enviándole algunos recados con intención de herirle: ¡Ya era hora de que vinieras a Madrid! ¡Aquí queremos cogerte! ¡Lo de siempre, Manolete, lo de siempre! ¡Menos cuento, acércate más y menos cuento!... Los aficionados sensatos observaron que el toro no admitía faena y optaron por callar, pero su respetuoso silencio fue utilizado como caja de resonancia por los desalmados que ofendían al torero, escondidos en la inmensa masa de público.                     
Manuel tenía puesta toda su esperanza en Babilonio, el quinto de la tarde, pero una vez más falló el tópico y el toro resultó tan manso como toda la corrida, costó trabajo meterlo en el caballo, y la ardua lidia para llevarlo y traerlo despertó en su comportamiento una clara incertidumbre, que desarrolló vacilando en las primeras arrancadas, donde protestó con violentos derrotes cuando era obligado por la poderosa muleta de Manolete, quién a pesar de los tornillazos lo recibió sin dudas, con unos portentosos y majestuosos doblones rodilla en tierra, rematados con calculada severidad, dejando caer la franela sobre la arena. Fuera de la segunda raya, el cordobés probó el toreo en redondo, pero el manso volvió a sacar su genio y su  peligro, se quedaba corto, medía y buscaba sin disimulo al torero, que lógicamente hubo de resolver mejorando su terreno. Fue entonces cuando desde un tendido de sombra un miserable gritó con todas sus fuerzas: ¡Cobarde! 
Instante que Babilonio hiere a Manolete. Foto Revista El Ruedo

Un sentimiento de vergüenza se apoderó del monumental recinto. Manolete, de forma instintiva, levantó la mirada tratando de localizar el lugar que ocupaba el valiente espectador, pero inmediatamente volvió su mirada al toro, atornilló las zapatillas en la arena, y con la muleta en la diestra aguantó impávido las inciertas acometidas del murubeño, que probaba y era necesario esperarle mucho. La angustia se adueñó de la plaza ante el estoicismo de Manolete, que espeluznantemente resistía en el sitio, sin variar su posición, hasta que en un pase el toro derrotó de forma seca y le hirió en la pierna izquierda. El fugaz gesto de dolor del espada, encogiendo la pierna, hizo pensar que se trataba de un simple varetazo o un pisotón.
Manolete al natural con Babilonio. Foto Revista El Ruedo
Pero él sabía que estaba herido y continuó su faena con indecible exposición, perseverando su toreo sobre ambas manos, mientras un hilo de sangre bajaba por la pantorrilla tiñendo de rojo la media. La casta de Manolete suplía su merma de facultades. Seguro de su dominio, fue bajando cada vez más la muleta hasta imponerse definitivamente a Babilonio, que acabó entregado al espada que domeñó su violencia, y colaborando en una faena que fascinó a veinticuatro mil personas que no creían lo que veían sus ojos. La afición comprobó que el torero estaba herido, y se entregó unánime e incondicionalmente ante la belleza e importancia de aquella faena emocionante y dominadora, de quien erguido como una torre en el ruedo aguantó, ligó y bajó las manos como nadie antes lo había hecho.  
Manolete llevado a la enfermería. Foto El Ruedo
Con la media ensangrentada y la mirada clavada en el morrillo, Manolete atacó derecho y dejó una estocada en todo lo alto, que en escasos segundos provocó la muerte del murubeño. Los miembros de la cuadrilla le esperaban al salir de la suerte, y el torero se echó en sus brazos para que lo llevaran a la enfermería, donde fue intervenido quirúrgicamente. Cuando la plaza se puso en pie, unos aficionados desvelaron a la policía el escondite y la identidad del espectador que había insultado al torero, y esta hubo de acudir de inmediato para prestarle protección. A Manolete le otorgaron las orejas, que no pudo pasear por el ruedo donde había derramado su sangre. 
Manolete en el Sanatorio, visitado por su banderillero
Pinturas y Julio Aparicio. Foto Zarzo. Revista el Ruedo.
Mientras se recuperaba en el Sanatorio La Milagrosa de Madrid, fue visitado por José María Carretero, escritor montillano que popularizó el seudónimo El Caballero Audaz. El paisano le comentó la mala pata que había tenido la corrida, pero Manolete mostró su disconformidad con unas palabras que delataban su grandeza como hombre y como torero: ¡No lo creas!... Yo la consideré una corrida de suerte, a pesar de la cogida que me tiene aquí fastidiado... Se trataba de una corrida de Beneficencia, en la cual yo no cobraba nada. En estas obras benéficas, el millonario, con sacar la cartera y dar un cheque de cien mil pesetas, ya está listo; pero yo he tenido la satisfacción de haber colaborado en una obra de caridad con dinero, con mi arte y, porque Dios lo ha querido, con mi sangre; esto es un lujo que no se lo puede permitir todo el mundo. Además, tuve la suerte de torear a gusto y bien.
           Cuarenta años después, quien hilvana estas líneas tuvo el privilegio de sujetar el traje que Manuel vistió aquella tarde, un terno celeste y oro, ligeramente palidecido por el tiempo, que el torero regaló a su íntimo amigo Manuel Sánchez de Puerta Guerrero. Con emoción acariciamos las taleguillas, que se hallaban como se las quitaron en la enfermería, mostrando el boquete que horadaba la seda a la altura de la pantorrilla izquierda, era la huella de Babilonio, teñida con un reguero de sangre que llegaba a los machos. Aquellas taleguillas testimoniaban la entrega del rey de los toreros, el extraordinario matador que implantó definitivamente el toreo ligado en redondo como canon de faena seriada, donde el espada deja venir al toro por su terreno natural para llevarlo hacia atrás y hacia dentro, la sólida estructura de un sistema capaz de acoger los más diferentes estilos, al que habrían de adaptarse todos los toreros. 

sábado, 7 de julio de 2018

GUERRITA: "NO ME VOY, ME ECHAN"


Rafael Guerra. Foto Montilla
        La despedida de los ruedos de Guerrita tuvo lugar el 15 de octubre de 1899 en la plaza de Zaragoza. Como hemos podido observar en textos anteriores publicados sobre el II Califa, el torero pronunció con tristeza la frase que encabeza esta entrada, que pretende dar a conocer la explicación del propio espada sobre su retirada, y ofrecer también una crónica de ambiente, con un extraordinario testimonio sobre el hostigamiento que hubo de sufrir el diestro por parte del público de Madrid -parece ser que no hay nada nuevo bajo el sol-, narrado por una de las plumas más brillantes de la literatura taurina, la del gran escritor donostiarra don Antonio Peña y Goñi.
     Según reza el dicho popular, el tiempo termina poniendo a cada uno en su sitio. Juzguen ustedes mismos.
                                                                 
                                                                      Antonio Luis Aguilera
   


          GUERRITA OPINA SOBRE SU RETIRADA



Declaraciones del matador de toros Rafael Guerra Bejarano, en su club de la cordobesa calle de Gondomar, al escritor montillano don José María CarreteroEl Caballero Audaz”, para  su obra “El Libro de los Toreros” (Ediciones Caballero Audaz. Madrid 1947).
"—¿Por qué se retiró usted en pleno triunfo, lleno de facultades, cuando era indiscutiblemente el máximo prestigio de la tauromaquia.
Es que conmigo pasaba una cosa rara. Como la gente creía que yo era “el amo del toreo”, resultaba que de todo lo que pasaba en las plazas me hacían responsable a mí. Hasta cuando los toros eran mansos o defectuosos, Guerrita tenía la culpa y la tomaban conmigo... La cosa llegó a su colmo en la corrida del 16 de abril de 1899, en Madrid, en que Reverte y yo teníamos que matar seis toros de Cámara. ¡Fue una mala sombra! Salieron muy mansos y la corrida era un continuo escándalo. El público, como si yo fuera el ganadero, se metía conmigo de una manera desaforada... El quinto toro era un marrajo asesino que llegó a la muleta defendiéndose, buscando el bulto. Yo lo trasteé para sacarlo de las tablas. Con aquel buey era imposible dar pases de lucimiento y de adorno. Pero el público no quiso entenderlo así y me empezó a tirar naranjas y almohadillas en medio de una bronca infernal. Me atinaron con un tremendo naranjazo en la espalda y lo injusto de la agresión me descompuso... Tardé en matar y me dieron un aviso. Aquel día tomé la resolución de no torear más en la corte y empecé a acariciar la idea de retirarme de los toros cuando cumpliera mis compromisos de aquella temporada. Porque yo pensé que el tomarla conmigo obedecía a que al público le cansa tener que aplaudir siempre al mismo artista... A la gente le gusta encumbrar un torero y poderlo hundir cuando quiera, apenas le llame la atención otra novedad. Pero conmigo no les valía... Desde que tomé la alternativa no hicieron más que ponerme toreros enfrente e imaginar competencias... Con Lagartijo, al que yo quería y respetaba como a un maestro; con Mazzantini, con el Espartero, con Reverte, con Fuentes, con el Algabeño, con Emilio Bomba... Pero tuve suerte y amor propio y me mantuve siempre en mi puesto".

Litografía y autógrafo de Guerrita


    GUERRITA Y LA AFICIÓN DE MADRID
           
           El prestigioso escritor don Antonio Peña y Goñi, crítico taurino y musical, finaliza su libro "Guerrita", publicado en 1894, cinco años antes de la retirada del torero cordobés, con este importante testimonio sobre la relación de una parte de la afición de Madrid con el gran torero cordobés.            
             "...Voy a insistir ahora sobre la situación que hoy ocupa Guerrita en la plaza de Madrid, sobre el instinto suicida que se ha apoderado de ciertos aficionados, algunos de ellos muy respetables, sin duda alguna, e insignificantes otros, que acumulan todo linaje de odios sobre la cabeza de Rafael, y ya que no pueden echarlo de la corte como buen torero, pretenden arrojarlo calumniándolo como mal hombre.                               —Oigo un siseo entre millares de aplausos y me hace saltar— solía decir Gayarre a quien el público del regio coliseo trajo siempre en palmitas, porque era el único sostén de la ópera italiana en Madrid y comunicó nueva vida al Teatro Real.
              No un siseo, sino cien silbidos, escucha aquí Guerrita en cuanto se descuida lo más mínimo como torero, o la prensa de provincias le cuelga cualquier odioso sambenito personal; silbidos que son inevitables, que mortifican el amor propio del diestro y el pundonor del hombre y echan a perder la ovación más halagüeña. 
           ¿Es sostenible esa situación cuando un lidiador que se halla solo, sin rival alguno que pueda hacerle la menor sombra, dueño de un caudal cuantioso y teniendo para torear, en provincias y en el extranjero, cuantas corridas se le antojan, se ve mortificado incesantemente por una minoría que acecha siempre el momento de meterle mano, que no reconoce en el diestro mérito alguno, que va a la plaza de toros con el único y exclusivo objeto de chillarle y dispuesta a perseguirlo a todas horas con un odio incalificable y tenaz?
            ¿Qué se proponen con eso? ¿A qué fin obedece el insensato prurito de apagar la única luz que alumbra al toreo moderno y mantiene viva la afición? Averígüelo quien quiera, que no he de ser yo quien se lance a investigar las causas de lo absurdo.


            Allá se las hayan esos señores; pero sepan que, de todas suertes, ya consigan su singular deseo o dejen de alcanzarlo, la verdad acaba por triunfar siempre, y triunfará a despecho de cuanto se obstinan en cerrarle el paso.
            ¿Quiénes se equivocan aquí? ¿Yo, y conmigo millones de españoles que participan de mi opinión, o los que zahieren en Guerrita al hombre, atribuyéndole defectos que no han podido hallar en el torero?
            ¿Quiénes se equivocan? ¿Los que, como el autor de este libro, se expresan quizá con sobrada violencia en ocasiones, pero sinceramente siempre, no pertenecen a bandería alguna ni mantienen con Rafael Guerra relaciones de amistad, o los que, obcecados por rutinarias preocupaciones o guiados por sistemáticos odios se empeñan en desconocer el mérito del diestro y lo persiguen con inacabable rencor?
            La contestación no es dudosa, y el tiempo la sancionará.

 
Guerrita. Julio Romero de Torres
      Guerrita, entre tanto, proseguirá su carrera aplaudido en todas partes y despertando la gratitud y la admiración de toda España.
        ¿Adelantará? Lo dudo; es joven, se halla en la plenitud de sus facultades, y, sin embargo, es opinión general que toreará poco y se retirará temprano a disfrutar del cuantioso caudal que ha ganado honradísimamente, venciendo las grandes dificultades que sus enemigos le han opuesto, prodigándose siempre, dando lo suyo, sin reservarse jamás.
 
          Si sigue toreando mucho, podrá tal vez depurar su estilo en algunos detalles; pero el distintivo de su individualidad, el sello especial de su toreo será siempre el mismo; y nada ni nadie habrá que aumente ni cercene la gloria que rodea a Guerrita, ni pueda oscurecer el nombre, grande entre los grandes, con que pasará a la historia del arte de torear".