jueves, 23 de agosto de 2018

MANOLETE: DE VALDEPEÑAS A LINARES

Por Antonio Luis Aguilera

Valdepeñas, 8 de agosto de 1947. En la puerta de arrastre:
Manolete, Pepín  Martín Vázquez y Curro Caro. Foto Cano.
Faltando veinte días para la cita de Linares, Manolete vio la muerte en Valdepeñas. Fue una tarde extraña, de calor sofocante que encendía el griterío de los tendidos, en un ruedo seco, que levantaba nubes de arena con las inciertas embestidas del encierro de Concha y Sierra. Se observaba preocupación en las caras de los toreros ante el feo estilo de la corrida. Curro Caro despachó su lote con oficio. Manuel Rodríguez había cortado las orejas y el rabo del segundo, trofeos que hubo de rechazar ante las protestas del respetable; en el quinto se dividieron las opiniones, algo habitual en un público cada vez más en su contra. Pepín Martín Vázquez escuchó palmas en el tercero y buscaba tocar pelo ante el sexto, al que saludó con hermosas verónicas e hizo un bonito quite por chicuelinas, silenciando así las protestas que denunciaban la cojera del animal en la pata izquierda.

El toro no obedece y busca a Pepín. Foto Cano
En el callejón, sin soltar el capote, Manolete fumaba un cigarrillo atento al planteamiento de faena de Pepín, que inició el trasteo con unos estatuarios que fueron ovacionados. Con la muleta en la izquierda el toro protestó al tomar el primer natural, repuso y, sin atender el toque, volteó al torero corneándole con saña en la pierna izquierda, hasta que el diestro cordobés acudió de inmediato e hizo el quite. El silencio se apoderó de la plaza ante la visible hemorragia, el nerviosismo del trance, y los rostros desencajados de los compañeros asistiendo al herido para conducirlo a la enfermería. En otro lado del palenque, Manuel Rodríguez fijaba con su capote la atención del toro, observando el pitón ensangrentado y esa mirada fiera, cargada de muerte, que solo saben ver los toreros. 

La carrera de Pepín quedaría marcada por
 la cornada de Valdepeñas. Foto Cano
Dentro del cuarto del hule, las expertas manos del doctor Alfonso Izarra lograron contener la hemorragia en una operación de urgencia vital, pero la gravedad de las lesiones exigía el traslado del herido a un centro hospitalario adecuado, para llevar a cabo una delicada intervención de reconstrucción vascular. No había tiempo que perder. Madrid quedaba a más de doscientos kilómetros y la zozobra comenzaba a adueñarse de los hombres del toro. Manolete ofreció su Buick azul para llevar al compañero hasta el Sanatorio de Toreros, donde avisado aguardaba el doctor Jiménez Guinea, y ocupando el asiento del volante abandonó velozmente la ciudad manchega. Tras el penoso e incierto trayecto, la eficaz intervención del célebre cirujano devolvía a los toreros la esperanza y la sonrisa al filo del nuevo día. Pepín había salvado la vida. 

 El toro busca a su presa, pero Manolete llega a tiempo y hace el quite. Foto Cano
Antes de abandonar Madrid, para cumplir los contratos del agosto más duro de su carrera, Manolete acudió al Sanatorio para animar a Pepín y despedirse. Ninguno de los dos podía imaginar que el adiós sería para siempre. Muchos años después, el gran torero de Sevilla manifestó que nunca pudo olvidar el gesto de su compañero, confesando que el beso que le dio Manuel para despedirse era el recuerdo más hermoso que guardaba de su paso por el toreo: “De Manolete me pasaría la vida entera diciendo cosas. Lo recuerdo constantemente. Fue un hombre inmenso y un torero como no he conocido otro. Ahora pienso que yo tuve mucha suerte en Valdepeñas y él muy poca en Linares. O al revés, porque los hombres no seremos nunca capaces de entender los designios de Dios”.  
       
Manolete y Antoñita Bronchalo Lopesino (Lupe Sino), felices en Estoril. Foto Lara.

Para el cordobés continuaba el viacrucis en que le habían convertido la temporada del año 1947 desde el regreso de México. Con pena observaba cómo el público que antes le aclamaba entusiasmado, ahora le insultaba y le enseñaba el precio de las entradas. Había dado fruto la campaña antimanoletista llevada a cabo por un influyente sector de la crítica, clanes taurinos y diestros que fueron incapaces de aguantarle el pulso en la plaza: la oscura alianza que buscaba destronarlo desprestigiándole y acusándole de ser el culpable de todo lo peor del toreo. Manolete anhelaba acabar pronto la temporada, colgar el traje de luces para siempre, y casarse con Antoñita, la mujer que amaba, cuyo enlace matrimonial estaba señalado el día 18 de octubre de ese año en Barcelona, como reveló más tarde quien fue confidente del propio torero, el periodista don Antonio Bellón. Manolete pensaba que había llegado la hora de disfrutar de su fortuna, antes de que pudiera arrebatársela un toro, pero su estricto sentido del deber le imponía cumplir los compromisos adquiridos y entregarse al máximo en cada plaza. Y precisamente eso fue lo que hizo: cumplir la palabra dada, con los puntos aún sin cicatrizar de la cornada sufrida el 16 de julio en Madrid, su última tarde en Las Ventas, corrida de Beneficencia que toreó gratis, cediendo los honorarios para los necesitados. 

Linares, 28 de agosto de 1947: Manolete herido de muerte por Islero. Foto Cano.

Agosto barruntaba tormenta. Se desencadenó en Linares como pudo haber sido en cualquier otro lugar. Un relámpago cegador rasgó la tarde, y el tremendo estruendo del trueno enmudeció todo el orbe taurino. Lo que vino después resulta conocido. O no tanto, porque ante el horror de la muerte del torero, no tardaron en aflorar sentimientos de culpa y medias verdades, con las que forjaron una historia sentimental y dulzona, con aires de leyenda,  narrada con los tonos hipócritas de aquella España en blanco y negro. Se obviaba el drama de un hombre joven, que hubo de sufrir durante años el desprecio de los suyos por la mujer que amaba, con la que convivía desde 1943, porque su madre y entorno más cercano no la consideraban digna de ser su esposa. Tras la crucifixión faltaba la lanzada, ejecutada en el hospital de Linares por los que presumían de ser sus amigos, al negar a Antoñita el paso a la habitación de Manolo hasta que en ella moraba un cadáver. Terminaba el acoso y derribo del rey de los toreros. Nacía el mito. Fue en la corrida veintiuno de su temporada española, el mismo número que llevaba marcado a fuego Islero, el toro de Miura que lo mató, cuyo certero derrote silenció tanta culpa inconfesable.

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