sábado, 25 de julio de 2020

TU MONTERA

Por Carlos Valverde Castilla 

Premio del concurso literario convocado por el Ayuntamiento de Córdoba en los actos conmemorativos del cincuenta aniversario de la muerte de Manolete (1997).

Manolete enseñoreó el toreo. Lima, 12 octubre 1946

Manolo: en mi lento discurrir por los actos que esta Córdoba tuya organiza para conmemorar tu muerte gloriosa hace medio siglo, con sus dosis de folklore y donde no han faltado graves ofensas a tu memoria, he vuelto recalar por el Museo Taurino Municipal en la bonita plaza de las Bulas, donde celebraban sus fiestas infantiles las amables criaturas de don Luis de Góngora. He subido a la sala donde se custodian -se veneran, mejor- tus recuerdos, en medio de la cual duermes tu sueño tranquilo en el modelo que Ruiz Olmos confeccionó para tu mausoleo. Al costado, la piel de Islero, con el ojal abierto por tu estoque en la mismísima cruz. Allí os ha juntado la muerte, ya sin rencor y sin bravura, y así os contemplo en esta luminosa mañana otoñal, cuya dulce claridad recorta tu sereno perfil de cordobés señero y majestuoso, como el de Lagartijo que en el caballo de Las Tendillas suplanta a la del Gran Capitán; y no es disparatada la comparación porque tú fuiste también Gran Capitán de la Tauromaquia y Califa del toreo. 
 La tensión en el rostro de quien se juega la vida
A tus pies hay una vitrina con diversos objetos y recuerdos de tu paso por los ruedos y por la vida; en el centro, el traje corto de etiqueta con el que apabullaste en el Lhardy madrileño la elegancia importada de quienes te rendían -con sus altos discursos y hermosas estrofas- el mejor de los homenajes. Me parece, no estoy seguro, que allí estuvo también alguna vez el vestido de la fatídica tarde linarense que inspiró al poeta: “De rosa pálido y oro/hace el diestro el paseíllo./Sobre el albero amarillo/cruje la furia del toro /La gente, en injusto coro/contra el Califa arremete;/pone su vida en un brete/el pundonor del torero/¡y luego dicen que es Islero/fue quien mató a Manolete!”/.
Pero allí, entre cosas de diversa importancia, hay una que me ha llamado poderosamente la atención: tu montera, la única que usaste en tu brillante carrera, la que llegó a ser corona imperial de tu califato y terminó siendo tu corona de espinas; la que encierra en su hueco toda la grandeza de tu torería.
No puedes figurarte, Manolo, la emoción con que he acariciado en mis temblorosas manos tan singular objeto; y me he preguntado qué sería de ella cuando en el coso de Linares caíste herido de muerte y se quedó esperando tu regreso imposible entre barreras. Pienso que tu mozo de estoques doblaría nerviosamente tus capotes, esas grandes mariposas con los colores de nuestra bandera (¡hasta eso se está perdiendo!) que revoloteaban grácilmente en tus manos como un prodigio de luz y color, con la suavidad de una caricia y la fuerza de un látigo que paraba la primeriza acometida de los toros. Después, también para el esportón, desarmaba y planchaba las muletas (“ave con ala escondida/es tu muleta plegada”); y al introducir en el fundón de los estoques el último que usaste oiría como este susurraba a sus compañeros: “He vengado la muerte del maestro”. Mientras, como la lira del poeta, tu montera quedaba sola en cualquier rincón hasta que alguien la recogiera y, dentro de su funda de cuero, llegaría a tu casa, a la que había sido tu casa. Algún tiempo después, tu familia la depositó en este museo, en esta vitrina, y entre tantas otras cosas, pasa casi desapercibida para las visitas, turísticas o no. Y sin embargo, ¡qué objeto más significativo de tu vida taurina!
Cumplimentando con su montera 
No podía soñar el madrileño sastre de toreros Juan Jiménez, establecido en la calle del Prado -la del Ateneo- cuando te proporcionó esta prenda bastantes años atrás, que iba a rematar la enhiesta y majestuosa figura del diestro cordobés más grande del siglo veinte. Y que ninguno de los objetos que ibas a usar a lo largo de tu quehacer profesional iba a ser único, y a tener tan brillante ejecutoria como esta montera, esta que acarician mis manos pecadoras. Y al contemplarla me pregunto: ¿con qué mezcla de emoción y nerviosismo te la encasquetarías en tus primeras actuaciones? ¿Cuántas veces harías el paseíllo con ella en la mano, como una prolongación natural de tu arqueado brazo derecho -apenas doblado por el codo- cuando estrenabas albero? ¿Cómo sería el vuelo de tu montera, como una paloma escapada de tu mano, cuando cruzaba el aire calino y denso de los tendidos en busca del afortunado a quien distinguías con tu brindis? ¿Qué caricias te transmitiría después de sentirse apretada contra el palpitante seno de una mujer hermosa a quien ofrecías el holocausto de la muerte del toro… O la tuya? ¿Cómo sentiría  el nervioso palpitar de tus sienes en momentos de angustia o de peligro? ¿Cómo gozaría de tu gloria en los paseos triunfales por los ruedos, cuando la alzabas en tu mano derecha saludando al público enfebrecido y entregado a tu arte singular, valeroso y sereno?
Pienso en las veces que este forro de seda blanca empapó tus sudores de calor y de coraje; en los “diálogos” que mantuviera con el mechón blanco que apareció en tu frente, como airoso destello de tu brillante carrera; en las largas esperas por fondas y hoteles rematando “la silla”; en los miles de kilómetros que recorriera encerrada en su funda, que tenía como dos alas similares a las del hierro de Miura.
Era, Manolo, lo último que te ponías y lo primero que te quitabas. Y así como hubiste de desechar trajes estropeados por el uso o las cogidas, y renovar capotes rajados por los toros, y reponer muletas inservibles, tu montera te fue fiel hasta la muerte, y hasta después de muerto sigue compartiendo contigo -aquí dormido en piedra- estancia y techo. En esta fidelidad le ganó a Lupe Sino. Y tu montera que, igual que tú, fue acariciada por la poderosa mano de Jefes de Estado y altos dignatarios, y por la modesta de fervientes y leales hombres del pueblo, no perdió nunca la sencillez que tú le habías imbuido tarde tras tarde, hasta encontrarse aquí casi imperceptible.
Sevilla, abril de 1941. Manolete, montera
en mano, pasea un rabo en la Maestranza.
Pero todo esto no es, no puede ser casual; porque el Califato taurino tiene más de un siglo de historia y eso no se inventa ni desaparece. Mira Manuel: el primer Califa, cuya sangre se cruzó con la de tu madre en su primer matrimonio, le entregó el cetro del Califato al segundo, su discípulo Rafael Guerra, y no hubo entre ambos solución de continuidad. Pero cuando Guerrita se retiró (“no me voy de los toros, me echan”, como te estaba pasando a ti) en 1899 no tenía a quien traspasarle el honroso título. Es verdad que a primeros de este siglo surgió la impresionante figura de Machaquito que ha sido, a mi entender, el que mejor ha llevado durante el mismo el nombre de su profesión: MATADOR DE TOROS; pero sus inimitables estocadas creo yo que no le elevaron por encima de la gracia y el arte de su contemporáneo Bombita, y que por ello no llegó a alcanzar el Califato.
Y así las cosas, el Guerra, con la paciencia y el senequismo de un gran cordobés, al par que la fe de un buen creyente, se sentó en su “palco de la calle Gondomar” ostentando brillantemente su condición de torero para demostrar que seguía ejerciendo el Califato -¡genio y figura!-, a esperar la llegada de su sucesor, seguro de que alguien le pediría el traspaso de poderes. Y esta espera duró más de cuarenta años, Manuel, once años más que lo que tú viviste, sufriendo a la mitad de ella la dolorosa pérdida de su admirado y querido Joselito; pero nada ni nadie lo apartó de su sitio. Y ese mesías que esperaba fue el hijo del Sagañón, tú mismo, a cuyo bautizo no asistió  por algunas diferencias  que mantuvo con tu padre pero te envío, como primicia de una futura unción, una medalla con la efigie de San Rafael que llevaste siempre al cuello. Fue como si Guerrita presintiera tu destino, y un día, cercana ya su muerte, te oyera repetir las firmes palabras del Custodio: “Te juro por Jesucristo Crucificado que yo soy “… El nuevo califa. Y se murió con la tranquilidad de ver que el cetro de la Tauromaquia estaba en buenas manos. En las tuyas, Manolo, en esas que ahora mantienes cruzadas sobre tu pecho y que tantas veces sostuvieron tu montera, negra como tus ojos tristes, negra como tu pena, y blanca por dentro como tu sencillez de niño grande.
 "La tarde de Santander". (26 de agosto de 1947) 
Pero tú no pudiste hacer lo mismo, porque en plena madurez y juventud se cumplieron las palabras del poeta que mejor cantó la muerte de un torero, y que también murió trágicamente en otra madrugada de otro agosto: “Voces de muerte sonaron/cerca del Guadalquivir“. Y a la vera de la romana Cástulo, entre un aire de tarantas dolientes, te dormiste para siempre. Mas no se quedó Córdoba huérfana de toreros ni se quedará nunca; sino que esa montera que parece dormir a tus pies no es solo un recuerdo, sino también y sobre todo, una promesa que aguarda, como Guerrita, la llegada de tu sucesor. Lleva más de cincuenta años esperando; pero, ¿qué son cincuenta años en una ciudad que hace diez siglos era el centro del mundo? Más años tienen el puente y la Mezquita, y ahí siguen como símbolos de la perennidad de lo cordobés. Por eso tengo la seguridad de que en el próximo siglo un paisano tuyo te pedirá que le corones con ella como nuevo Califa de la tauromaquia.
El gran aficionado cordobés don Carlos Valverde
Castilla (Priego de Córdoba, 1928-Córdoba, 2019)
Y mientras, se me antoja que este sueño tuyo vigila tan valiosa prenda para que nadie la profane. No ha sido profanación el que yo, en la parte superior de su casquete, el punto más alto de la torería cordobesa de todo un siglo, haya dejado un beso trémulo; y me ha parecido que en ese momento la cicatriz de tu cara se distendía y que por tus labios, como un relámpago, pasó una leve sonrisa. Y es que después de besar esa reliquia yo te confieso, Manolo, que otra vez creo en los milagros.

sábado, 11 de julio de 2020

LA ESTOCADA DE LINARES

Por Antonio Luis Aguilera 
La última sonrisa de Manolete. Linares, 28 de agosto de 1947.
Foto Francisco Cano. Cortesía de la Revista "Aplausos"
Manolete no quería torear, pero Camará le había firmado una exclusiva de cuarenta corridas con el empresario Pedro Balañá, entre las que figuraba la tarde de Linares con un encierro de Miura. En Córdoba llevaba tres años sin hacer el paseíllo en el coso de Los Tejares, y se dijo que por ese motivo se desplazaron muchos de sus paisanos para meterse con él, lo que resulta difícil de entender en una época donde muy pocos cordobeses podían permitirse el lujo de salir de la ciudad para ir a los toros. La cizaña sembrada contra el torero había crecido incontroladamente en toda España. De haber sido cierto, los cordobeses que fueron a Linares para pitarle debieron ser los  que económicamente podían permitírselo, aquellos que tenían asegurado el sustento de sus familias, una gran minoría en la miseria de la posguerra, pero no la gente humilde que invadió la ciudad para llorar en su entierro, rompiendo con sus lamentos el proverbial silencio de las calles de Córdoba. 
"Presentimiento". Foto: Nicolás Müller.
Santander, 26 de agosto de 1947.
En la plaza de Linares, Manolete mostró su última sonrisa, magníficamente fotografiada por el inolvidable Francisco Cano Canito. En la foto, que no guarda relación con el patetismo de la imagen captada dos días antes por Müller en la corrida de Santander, Manolete saluda elegantemente, correspondiendo con una sonrisa de gratitud a la ovación del público, y mostrando un gesto de complacencia que gracias a Cano ha pasado a la historia. Pocos sabían que escasas fechas antes, acompañado por Camará, había acudido a la consulta del afamado doctor don Gregorio Marañón, que veraneaba en San Sebastián y por las tardes atendía a pacientes en el Hotel Reina Cristina, donde se alojaba. Tras explorarlo, este le prohibió expresamente que continuara toreando, por apreciar que su estado no era normal debido a una gran depresión nerviosa. Lo cuenta José Lara, en el libro «Manolete, yo me mando» (Ediciones Bellaterra, 2017). Pero el torero le contestó que no podía hacer eso, que tenía que continuar y cumplir los compromisos pactados. El doctor Marañón le insistió: «Mañana mejor que pasado». Cinco días después Manolete moría en Linares.
Guillermo entrega los trastos a Manolete en presencia de Camará.
Foto Francisco Cano. Cortesía de la Revista "Aplausos".
Todavía cuesta entender que el apoderado le hiciera esa corrida de Miura, en la feria de un pueblo, y anunciado con el polémico Luis Miguel Dominguín, con quien el cordobés llevaba tiempo distanciado, como reconoció el torero madrileño. A mediodía del 28 de agosto, alojados ambos en el Hotel Cervantes, cuando Manolete regresaba del cuarto de baño —entonces común para las habitaciones de la planta—, al ver abierta la habitación de Luis Miguel lo saludó y este le invitó a pasar. Manolete le dijo que estaba cansado, deseando de acabar la temporada para retirarse de los toros. También le hizo ver que cuando se marchara él heredaría todos sus enemigos. Era el corto diálogo de acercamiento, antes de desearse suerte, del hombre reflexivo que reinaba en el toreo con el joven provocador que quería reinar. Una profecía que el aspirante al trono no olvidaría jamás.
Por las afueras Islero embiste franco a la muleta de Manolete.
Foto Francisco Cano. Cortesía de la Revista "Aplausos".
Contaba Francisco Cano que Islero tenía querencia a chiqueros. Lo argumentaba con sus fotografías, donde puede verse que, cuando el torero lo pasa con la muleta en la diestra, el toro embiste franco por los terrenos de afuera hacia toriles, mientras que cuando embiste por los de adentro, entre las tablas y el torero, alejándose de su querencia, aprieta para afuera buscando la huida y obligando al diestro a rectificar su posición. 
Cuando Islero iba por los adentros Manolete tenía que rectificar. la posición
Foto Francisco Cano. Cortesía de la Revista "Aplausos".
Tras adornar con manoletinas una faena de máxima entrega, Manolete se perfiló para entrar a matar en la suerte contraria, dando al toro la salida hacia tablas, y atacó con una despaciosidad impropia, recreándose en la ejecución, para hundir el acero lentamente en el morrillo de Islero, que al sentir el estoque derrotó metiendo el pitón derecho en la ingle derecha del torero, que aún no había abandonado la suerte, y al que instintivamente halló al buscar la querencia, volteándolo y arrollándolosin hacer por él en la arena, cuando huía a morir a terrenos de toriles.
Manolete entró a matar despacio en la suerte contraria.
Foto Francisco Cano. Cortesía de la Revista "Aplausos".
Ya no viven los protagonistas de la corrida, pero quedan sus testimonios en diferentes medios. Luis Miguel Dominguín, que siempre habló del torero de Córdoba con enorme respeto y admiración, receló sin embargo de sus conocimientos del toro: «... pero Manolete no conocía al toro y eso también lo mató. Por su jerarquía él tenía que conocer mucho más al toro, sus condiciones y dificultades». (Luis Miguel Dominguín, de Carlos Abella. Espasa Calpe 1995), y en varias ocasiones refirió su error técnico al elegir los terrenos en la última estocada. Sea lo que fuere, cómo sería de grandioso el torero de Córdoba, que setenta y tres años después de su muerte seguimos haciéndonos preguntas sobre la tarde de Linares. 
La suerte natural y la contraria. Dibujo de Enrique Moratalla
 Barba. Cuadernos Taurinos Diputación de Valencia, 1986
Parece lógico que habría sido más apropiado perfilarse en la suerte natural, para dar la salida al toro hacia su querencia. Pero si Manolete hubiera actuado así, arrancando con idéntica despaciosidad, se puede deducir que Islero no habría colisionado con él, pero el supuesto no garantiza que el torero, por la lentitud mostrada en la ejecución, hubiera salido de la suerte a tiempo de evitar el derrote del toro al sentir la espada. ¿Cuántas veces los diestros entran a matar en la suerte que aparentemente resulta menos indicada, no por desconocimiento de la técnica, sino porque en ese momento “ven clara la muerte”? Manolete, como antes y después tantos toreros, honró al toreo y recordó la tremenda verdad de la lidia al resolver "su" problema, no los que otros formularon después de arrastrado Islero cuestionando sus conocimientos. Las interrogantes son incógnitas por despejar, y aunque es preciso valorar con proporcionalidad las reglas del toreo, no es menos cierto que por muchas tauromaquias o “cartillas de torear” que se hayan escrito, la lidia de un toro nunca será una ciencia exacta. Los aficionados conocen bien lo que significa el célebre aforismo: «El hombre propone, Dios dispone y el toro descompone».
Islero huye, no hace por el torero y busca chiqueros para morir.
Foto Francisco Cano. Cortesía de la Revista "Aplausos".
Tanto los matadores de aquella época como los críticos que la contaron, incluidos los detractores del torero cordobés, coinciden en que Manolete fue un extraordinario matador de toros. Sin cuestionar su virtud, existe un testimonio de interés, escrito por José Alameda, posiblemente el mejor analista de la historia del toreo, que en el libro «Los heterodoxos del toreo» (Espasa Calpe 2002), plantea su íntima preocupación como aficionado por la forma de estoquear de Manolete en las temporadas de 1946 y 1947:
"Manolete llevaba hacia atrás el antebrazo, quedando la
mano pegada al cuerpo". José Alameda. Foto Espasa.
«Durante toda aquella temporada, en que lo vi muchas veces, como lo había visto en 1945-1946, sentí invariablemente cierta angustia de espectador en el momento en que Manolete reunía en la estocada. Siempre me pareció que «ahogaba» la suerte y que hacía un supremo esfuerzo de honradez para no salirse de la recta. Sin embargo, aunque casi imperceptiblemente, se salía y sus estocadas quedaban levemente tendenciosas —muy levemente, pero visiblemente para el ojo analítico.
Preocupado por este problema, reuní, después de muerto Manolete, algunas fotografías que pudieran ratificar o rectificar aquella impresión y en que aparecen, en contraste con el propio Manuel Rodríguez, matadores como Zurito, Freg, Villalta, Camino, Ostos, Cagancho, que, estos sí, me parecen, sino impecables, excelentes.
De las fotografías se deduce:
1. Los ejecutantes de mejor ley han metido la espada antes de que el toro llegue al punto que ocupa el torero.
2. Ello se logra, evidentemente, porque el diestro no retrae la muleta, sino que la lleva siempre delante, de modo que el toro, al hacer por ella, humilla a la distancia de poder meterle la espada con la debida anticipación.
(El movimiento de retracción del brazo izquierdo, lo que algunos llaman malamente «vaciar», es indicado en la suerte de recibir, suerte en que pasa el toro, no en la del volapié, o sus variantes, en que pasa el torero. Domingo Ortega tiene una frase muy gráfica al respecto: «La muleta, siempre delante; hay que dársela al toro para que "la muerda"».)
3. Manolete quebraba el brazo izquierdo y llevaba hacia atrás el antebrazo, de modo que muchas veces la mano quedaba pegada al cuerpo, a nivel del hígado o de la cintura; consecuentemente, el toro alargaba el cuello en proporción a ese movimiento y, en vez de humillar y entregarse antes de llegar al torero, le llegaba con la cabeza a media altura, a nivel de la ingle o cadera, habiéndole ganado un tiempo que «ahogaba» la suerte y la  hacia anginosa, constreñida.
Queda así expuesta la hipótesis, la sospecha, la congoja. Con todo el respeto que me ha merecido siempre la figura de Manolete, y sin más propósito que el de plantearle al lector aficionado un problema de apreciación técnica, para que lo considere y, si quiere y puede, lo resuelva por su cuenta. Como dice Ortega (don José), lo importante no es tanto resolver los problemas, cuanto plantearlos, que es por donde hay que empezar».
Majestuoso como un ciprés, Manolete se pasa muy cerca a Islero.
Foto Francisco Cano. Cortesía de la Revista "Aplausos".
Durante la angustiosa temporada de 1947, en la mente de Manolete se acumulaban problemas de toda índole: familiares, personales y profesionales. Demasiados para tener las ideas claras y enfrentarse a los toros. Era una temporada de hartazgo ante el calvario de circunstancias que no le dejaban ser feliz. Agobiado por todo y por todos, el torero se consideraba esclavo de una vida profesional que le impedía disfrutar de su juventud y de la fortuna ganada. A esas alturas de su carrera no le quedaba nada por demostrar, pero su espartana entrega en los ruedos pareció acentuarse la tarde de Linares, pues la faena a Islero fue de una exposición increíble, por su cercanía agobiante al toro a pesar de las dificultades que planteaba. 
La muleta chica y vertical, la mano bajísima, y muy cerca de Islero.
Foto Francisco Cano. Cortesía de la Revista "Aplausos".
Ahí está para dar fe en la historia el extraordinario reportaje gráfico de Francisco Cano, que vio la luz en el libro «Vida y tragedia de Manolete», de Filiberto Mira, editado por «Aplausos» en 1984, y que insertamos por gentileza de esta revista taurina, donde el fotógrafo de Alicante captó la pureza del concepto vertical de bragueta y zapatillas hundidas de Manolete, que majestuoso como un ciprés aguanta el encuentro, sin dejar apenas espacio entre él e Islero, para bajar la mano y someterlo con los espeluznantes derechazos que templan una pequeña muleta. Esa tarde Canito supo captar magistralmente la entrega hasta el final del diestro que enseñoreó el toreo. En Linares fue la última estocada, y la plaza enmudeció al presenciar el lento encuentro del torero con el miura. La cornada golpeó la tarde como un relámpago y cegó de inquietud a todo el orbe taurino. Llegaba la tormenta que se venía formando desde hacía tiempo, la que horas después provocaría la riada de protagonismos e infortunios médicos que terminarían por llevar a la tumba al irrepetible torero de Córdoba. Al amanecer, cuando los rayos del día iluminaban un inmenso mar de olivos, Islero había cargado con todas las culpas. 

jueves, 2 de julio de 2020

CHICUELO Y MANOLETE: LA LÍNEA GALLISTA DEL TOREO

Por Antonio Luis Aguilera
Mirador, toro de la alternativa de Manolete. Sevilla, 2/7/1939
Se llamaba Comunista pero le cambiaron el nombre por Mirador, como si presagiara el de tantos críticos influyentes, que escribieron la historia del toreo mirando sin ver. Hoy se cumplen ochenta y un años de su lidia. Fue el toro de la alternativa de Manolete en Sevilla, apadrinado por Manuel Jiménez Chicuelo, y completando cartel Rafael Vega Gitanillo de Triana. La ganadería de Clemente Tassara, antes Parladé, corrida a beneficio de la Asociación de la Prensa. Manolete cruzó el dorado albero maestrante luciendo un traje color heliotropo y oro, y triunfaría cortando las orejas al rebautizado toro, aunque el gran triunfador de la calurosa tarde fue Chicuelo, al lograr las dos y el rabo del cuarto; Gitanillo de Triana no se fue de vacío y cortó las del quinto.
Chicuelo otorga la alternativa a Manolete
En la efeméride de aquella alternativa conviene recordar que Chicuelo no solo fue el padrino de la ceremonia, sino quien, al ceder los trastos a aquel espigado gallo de pelea, también otorgaba continuidad al toreo de línea gallista, que él había refinado con la gracia de su arte, y Manolete habría de elevar a definitivo durante su reinado.
José Alameda tuvo oportunidad de comentarlo con el mismo Manolete y levantó acta en su obra «Los arquitectos del toreo moderno» (Ediciones Bellaterra, 2010), donde escribió:

«… hemos visto que la aportación técnica de Manolete, su forma de obligar, tuvo una significación no sólo porque acortaba una distancia, sino porque lo hacía en rectitud. Esto no hubiera sido posible si Manolete hubiera estado en la línea de Belmonte, ya que, tal y como Belmonte entendía y practicaba el toreo, su cite oblicuo, su provocación en cruce, estaba cargado de razón.
El hecho es que Manolete procedía de la misma línea que Chicuelo. Esta afirmación sin duda parecerá sorprendente a muchos. Pero yo no digo que sea una opinión mía, me pongo categórico y sostengo que es una realidad, por eso he empezado diciendo «el hecho es». Y tan lo es que el primero en saberlo era el propio Manolete.
Corría el mes de febrero de 1946, cuando tuve ocasión de hablar con Manolete sobre este tema. Nos encontrábamos en el Hotel Reforma, de la ciudad de México, charlando mientras él terminaba de vestirse para acudir a una cita. Estaba en mangas de camisa, anudándose la corbata y, al oírme decir que yo encontraba mucha similitud entre su forma de torear y la de Chicuelo, volvió hacia mí sus ojos que revelaban una complacida sorpresa:


 Chicuelo al natural con Corchaíto, de Graciliano Pérez-Tabernero
—Así es —dijo sin titubear—, la gente no suele verlo, porque la gente no se fija en esas cosas, pero ese es mi toreo. Yo creo que el torero debe mantenerse lo más posible en su centro, en la línea. Y, en eso el mejor que yo he visto ha sido Chicuelo.
Todavía, mientras salíamos y tomábamos el elevador para dirigirnos a la calle, siguió con el tema, que parecía agradarle, y me contó que, a raíz de haber recibido de Chicuelo la alternativa, lo ayudó cuanto pudo no sólo porque algún pariente de Dora la Cordobesita (la esposa de Chicuelo), cordobés también y amigo suyo, se lo había pedido, sino porque el siempre había creído que esa era «la línea verdadera del torero».
—Lo que pasa –añadió– es que parecía que el Diablo le escogía los toros. Toro malo que venía en aquellos encierros le tocaba a él. Y como no peleaba mucho…
Manolete al natural con Perfecto, de Miura
Estábamos ya sobre la acera, en la esquina del paseo de la Reforma y la calle de París… Era el anochecer… México se adentraba en las horas en que la luz de sus faroles quietos se deja vencer por los focos movibles de los coches que pasan como en riada… En uno de aquellos coches, se fue Manolete. Pero lo que había dicho se quedó allí, conmigo, para que ahora pueda yo ponerlo en esta evocación.
Se comprende que, para la mayoría, resulte difícil advertir la similitud técnica de Manolete y Chicuelo bajo sus evidentes diferencias de figura, temperamento y conducta, que se traducían en un gran contraste de expresión.
Pero dentro del proceso del toreo moderno, pueden distinguirse claramente dos líneas o rutas que, si bien se influyen a veces mutuamente, conservan en lo profundo muy definido su trazo.
José Alameda
Una es la del toreo en cruce, de los lidiadores que caminan, toreo con traslación: Belmonte, Ortega, Arruza
Otra es la del toreo «en la línea», en que el torero busca ser centro y eje, toreo sin traslación: Chicuelo y Manolete».
El magistral análisis de José Alameda enseña que no debe confundirse la línea o procedencia del toreo, con su expresión artística o acento personal de cada torero. 
Gracias al genial Luis Carlos Fernández López-Valdemoro, hoy recordamos aquella alternativa que cambió el rumbo de la historia, con la confesión del propio Manolete sobre el origen de su toreo.