martes, 19 de mayo de 2020

BARQUITO DE PAPEL

Por Antonio Luis Aguilera



A principio de los años sesenta, soñando un futuro de color, los niños jugábamos en la calle al trompo, a las carreras de sansones sobre los bordillos de granito, al fútbol en la calzada -interrumpido cuando aparecía algún municipal dispuesto a multar, o uno de los pocos coches que pasaban-, y a los toros en el patio de nuestra casa, procurando que los trastos no troncharan ninguna de las macetas, para no escuchar bronca vecinal. También a marineros en los jardines públicos, aprovechando los estanques o acequias, donde nuestros barquitos de papel navegaban impulsados por suaves soplidos, o a toda máquina arrastrados por la corriente de riego.
La calle era una escuela de sabiduría, imaginación y amistad, con menor riesgo que la clase del colegio de las monjas, donde por fortuna solo escolarizaban varones hasta los diez años, porque si hasta esa edad las faltas de ortografía se corregían cruzando la cara a bofetadas, preferimos no pensar cómo habría sido la corrección al traducir latín o fallar en matemáticas en bachiller. Por desgracia, lejos de las monjas quedaban otros salvajes por conocer en el mundo de la docencia, en tiempos donde la disciplina se confundía con la violencia, y las bofetadas a niños y adolescentes se justificaban con el pedagógico dicho: “La letra con sangre entra”. 
En la infancia pronto supimos que la muerte era el final de todo ser. Había días raros, que en la calle nos siseaban ordenando silencio por el fallecimiento de un vecino. Hermanados los amigos ante la curiosa puesta en escena, aguardábamos la llegada de la carroza fúnebre, tan barroca como macabra, tirada por caballos negros aderezados con plumeros y gualdrapas de idéntico color. La cantidad de equinos, curas, sacristanes y monaguillos dependía del dinero de la familia. Había entierros de primera, segunda o tercera categoría, aunque el ingenio popular sentenciaba que la muerte igualaba a todos sin distinción. 


Cortejo fúnebre 

Desde la acera de enfrente a la casa del difunto no perdíamos detalle del cortejo, de las humaredas de incienso que lanzaban los monaguillos mayores para hacerse notar, y de las toses que provocaban entre los curas, entorpeciéndoles la entonación de misereres y gorigoris, cuando la procesión, en su momento más solemne, recibía el féretro en el portal del finado, que en señal de luto mantenía cerrada media hoja de la puerta durante ocho días. Al marchar la comitiva, unos se santiguaban, mientras otros, cruzando los dedos, aligeraban el paso diciendo por lo bajini: ¡Lagarto, lagarto…! En la niñez aprendimos que la vida se acaba, que aquí no se queda nadie. La sociedad aún no había ocultado la muerte en los tanatorios, donde en confortables dependencias, con servicio de flores y cafetería, se esconde al difunto en una sala contigua, donde es visible a través de un cristal, absurdamente maquillado, tratando de disimular lo indisimulable.  


Los paveros y sus pavos recorren la ciudad en vísperas de Navidad
En cuanto a la muerte de los animales, en vísperas de Navidad había que dar cuenta del pavo de la cena de Nochebuena, un ritual nada fácil, desde que se compraba y enchiqueraba, que requería destreza, temple y fuerza para sujetarlo, especialmente si era para familia numerosa. Algunos vimos escaparse por la cocina, debido a la falta de técnica o jindama del matador, y huir por la casa aleteando con el pescuezo medio cortado. Los nenes observábamos estas escenas en primera línea, hasta que el galliforme era desplumado con agua hirviendo, y destripado se colgaba de un gancho, para que se orease durante un largo día antes de ser troceado y guisado. 
En una noche de tantos recuerdos era difícil no acordarse del pavo al contemplarlo en el plato, pero la ilusión por abrir pronto la caja de madera de polvorones, roscos y alfajores, estimulaba el apetito haciendo más dulce la nostalgia. Nadie en sus cabales cuestionaba la matanza del pavo, para que después sonaran carracas, zambombas y panderetas al pedir el aguinaldo. Entonces los productos cárnicos y sus derivados no llevaban envases de colores, la muerte no se disimulaba con platinas y celofanes, ni los niños eran engañados con ningún humanismo animalista. Todos sabían que los filetes, las chuletas o las salchichas existían por el sacrificio de los animales destinados al abastecimiento, algo normal e indispensable para la alimentación de los seres humanos desde que el mundo es mundo. 
A ningún chaval se le ocurría imaginar que los animales pensaban y tenían sentimientos como los seres humanos, ni por comer carne, bocadillos de mortadela o asistir a las corridas de toros era tratado con ansiolíticos. Tampoco recordamos a ninguno de la calle enajenado por las películas de Walt Disney, que tanto nos gustaban. Los lobbys, esos grupos de presión que facturan cifras supermillonarias con la venta de alimentos para animales domésticos, aún no existían cuando los gatos y perros se alimentaban de lo que podían, normalmente de restos de comidas. Después vendría la alimentación a la carta y equilibrada para mascotas, en un mundo donde millones de seres humanos mueren de hambre diariamente, algo para lo que resultaría esencial propagar esa especial sensibilidad a la muerte del toro bravo, del pobre animalito del que importa poco su sacrificio a tiros o puntillazos en un matadero. 
También entonces había a quienes no le gustaban las corridas de toros, elección respetable como cualquier otra, pero nadie se oponía a su celebración, ni a los combates de boxeo o lucha libre. Se iba o no, al gusto de cada cual. Como manifestó Joan Manuel Serrat, que no es aficionado a los toros, al ser preguntado por la prohibición de las corridas de toros en Barcelona, lo que debería estar prohibido es prohibir. Hoy hemos elegido su preciosa canción Barquito de papel, que tan maravillosamente evoca la infancia, para titular esta entrada. 
El admirado cantante pertenece a una generación formada en valores, que respeta la libertad, las costumbres y las tradiciones de los pueblos, sus inclinaciones artísticas y manifestaciones culturales. Como la mayoría de personas que supo valorar la instauración de la democracia, y ahora observa, con indignación y preocupación, la peligrosa metamorfosis de los que llegaron con una mano delante y otra atrás, liderando las manifestaciones de la Puerta del Sol madrileña hasta instalarse en poco tiempo en un chalet de Galapagar, los que aseguraban que no había pan para tanto chorizo, y hoy son de la casta que denunciaban, de los profesionales de la política, cada vez más detestados por la ciudadanía, porque pretenden imponer la dictadura del pensamiento único, cercenando a su antojo no solo la cultura del mundo del toro, sino el régimen de libertades que los españoles nos otorgamos en la Constitución de 1978, e ignorando que el Estado tiene la obligación de cumplir la Ley 18/2013, de 12 de noviembre, reguladora de la Tauromaquia como patrimonio cultural español. 
De momento, ante la tragedia económica del Covid19, han abandonado por completo a los colectivos de profesionales taurinos, a muchas familias que viven exclusivamente del toro. El gobierno no puede dejar en el más absoluto desamparo a todos los estamentos del toreo. Eso es una tiranía, además de una vergüenza para la democracia y para los españoles.


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