sábado, 26 de abril de 2025

JUAN ORTEGA: «SE TOREA POR MIEDO»

Por Antonio Luis Aguilera 

Juan Ortega

Siempre hemos pensado que se torea por la necesidad de expresar un sentimiento inexplicable, de mostrar en público las formas de un acento propio que anhela escapar de la intimidad, para manifestarse en el vuelo de unas telas gobernadas por el temple, que reduce la embestida del toro y la somete. Es cierto que la historia está llena de hombres que torearon para escapar de la miseria, pero no olvidemos que tenían valor, porque por mucha hambre y necesidad que se tenga, sin ser capaz de ponerse delante para quedarse quieto, es imposible desafiar con un lienzo a un animal imprevisible, que busca derrotar a todo el que se cruce en su camino. Como aseguraba el maestro Paco Camino: «Las colas del paro estarían vacías si los que las forman fueran capaces de ser toreros». 

Nuestro pensamiento contemplaba que el miedo es el compañero inseparable en el viaje profesional del torero, pero no la motivación que lo impulsa a jugarse la vida. Sin embargo, en unas declaraciones realizadas por Juan Ortega para los informativos de Canal Sur Televisión, el torero de Triana explicaba que durante su estancia universitaria en Córdoba, compaginada con su paso por la Escuela del Círculo Taurino, aprendió de un profesor (Rafael Blancas) que se torea por miedo, algo que entonces no lograba entender con claridad, porque estaba convencido que el toreo es un sentimiento. Y cuando se comienza lo único que de verdad se piensa es formarse y asimilar enseñanzas para expresarlo. 

 Juan Ortega, un torero distinto.

A veces, los que no nos jugamos la vida ante el toro, ni sabemos lo que pasa por la cabeza de los toreros por muy aficionados que seamos, pecamos de irrespetuosos. A propósito de estas declaraciones conversamos con el torero para exponerle nuestro punto de vista. Y su contestación nos hizo recordar a otro genio de Triana, Juan Belmonte, quien afirmaba que «se torea cómo se es».

Porque Juan Ortega, el torero que más despacio hemos visto torear, y puede que el que más despacio lo ha hecho en la historia del toreo, nos razonó, con la elegancia y el temple con que muestra su arte, como el paso del tiempo le ha hecho ver que aquella frase, que en principio no entendía, estaba llena de sentido. Su forma de explicarse merece ser conocida por los aficionados que visitan esta recoleta «Plaza de la Lagunilla». Al fin y al cabo, la frase se pronunció en Córdoba, ciudad silenciosa donde el caminante escucha sus propios pasos, y las palabras adquieren aire de sentencia. De su gente la escuchó el maestro, que nos dijo:

«Así lo creía yo antes, pero con el paso del tiempo he ido descubriendo sensaciones nuevas. El toreo, como bien dices, es la expresión de un sentimiento, y cuando uno empieza torea simplemente por la necesidad de mostrarlo. Cuando las circunstancias cambian, cuando el animal deja de ser un becerro para convertirse en un toro, el instinto de conservación se dispara, y el sentido de la vida quiere imponer su ley. Ese miedo, es decir, superar ese miedo, vencer a ese instinto de conservación, es lo primero que uno necesita para poder luego expresarse. Y ese miedo es un cúmulo de miedos: miedo a perder la vida, miedo físico, miedo a hacer el ridículo, miedo a defraudarte, a defraudar…  Todos esos miedos hacen que generes en tu interior una fuerza mayor, que te hace tirar para adelante y expresar, e incluso llegar a disfrutar delante de la cara de un toro».

Ahí queda su lección, que nos hizo recordar al escritor José Alameda, cuando tras una conversación personal con Manolete le aseguró: «Todo lo que se aprende del toreo, se aprende de los toreros».

miércoles, 16 de abril de 2025

TOREAR Y OTRAS MALDADES

Por MARIO VARGAS LLOSA

Premio Nobel de Literatura y Premio Miguel de Cervantes, entre otros.

 

Mario Vargas Llosa (28-3-1936/13-4-2025)


La prohibición de las corridas de toros en Cataluña repercutió en medio mundo y, a mí, me tuvo polemizando durante semanas en tres países en defensa de la fiesta ante enfurecidos detractores de la tauromaquia. 

La discusión más encendida tuvo lugar en la noche de Santo Domingo -una de esas noches estrelladas, de suave brisa, que desagravian al viajero de la canícula del día-, en el corazón de la Ciudad Colonial, en la terraza de un restaurante desde la que no se veía el vecino mar, pero sí se lo oía. Alguien tocó el tema y la señora que presidía la mesa y que, hasta entonces, parecía un modelo de gentileza, inteligencia y cultura, se transformó. Temblando de indignación, comenzó a despotricar contra quienes gozan en ese indecible espectáculo de puro salvajismo, la tortura y agonía de un pobre animal, supervivencia de atrocidades como las que enardecían a las multitudes en los circos romanos y las plazas medievales donde se quemaba a los herejes. Cuando yo le aseguré que la delicada langosta de la que ella estaba dando cuenta en esos mismos momentos y con evidente fruición había sido víctima, antes de llegar a su plato y a sus papilas gustativas, de un tratamiento infinitamente más cruel que un toro de lidia en una plaza y sin tener la más mínima posibilidad de desquitarse clavándole un picotazo al perverso cocinero, creí que la dama me iba a abofetear. Pero la buena crianza prevaleció sobre su ira y me pidió pruebas y explicaciones. Escuchó, con una sonrisita aniquiladora flotándole por los labios, que las langostas en particular, y los crustáceos en general, son zambullidos vivos en el agua hirviente, donde se van abrasando a fuego lento porque, al parecer, padeciendo este suplicio su carne se vuelve más sabrosa gracias al miedo y el dolor que experimentan. Y, sin darle tiempo a replicar, añadí que probablemente el cangrejo, que otro de los comensales de nuestra mesa degustaba feliz, había sido primero mutilado de una de sus pinzas y devuelto al mar para que la sobrante le creciera elefantiásicamente y de este modo aplacara mejor el apetito de los aficionados a semejante manjar. Jugándome la vida -porque los ojos de la dama en cuestión a estas alturas delataban intenciones homicidas- añadí unos cuantos ejemplos más de los indescriptibles suplicios a que son sometidos infinidad de animales terrestres, aéreos, fluviales y marítimos para satisfacer las fantasías golosas, indumentarias o frívolas de los seres humanos. Y rematé preguntándole si ella, consecuente con sus principios, estaría dispuesta a votar a favor de una ley que prohibiera para siempre la caza, la pesca y toda forma de utilización del reino animal que implicara sufrimiento. Es decir, a bregar por una humanidad vegetariana, frutariana y clorofílica.

Su previsible respuesta fue que una cosa era matar animales para comérselos y así poder sustentarse y vivir, un derecho natural y divino, y otra muy distinta matarlos por puro sadismo. Inquirí si por casualidad había visto una corrida de toros en su vida. Por supuesto que no y que tampoco las vería jamás aunque le pagaran una fortuna por hacerlo. Le dije que le creía y que estaba seguro que ni yo ni aficionado alguno a la fiesta de los toros obligaría jamás ni a ella ni a nadie a ir a una corrida. Y que lo único que nosotros pedíamos era una forma de reciprocidad: que nos dejaran a nosotros decidir si queríamos ir a los toros o no, en ejercicio de la misma libertad que ella ponía en práctica comiéndose langostas asadas vivas o cangrejos mutilados o vistiendo abrigos de chinchilla o zapatos de cocodrilo o collares de alas de mariposa. Que, para quien goza con una extraordinaria faena, los toros representan una forma de alimento espiritual y emotivo tan intenso y enriquecedor como un concierto de Beethoven, una comedia de Shakespeare o un poema de Vallejo. Que, para saber que esto era cierto, no era indispensable asistir a una corrida. Bastaba con leer los poemas y los textos que los toros y los toreros habían inspirado a grandes poetas, como Lorca y Alberti, y ver los cuadros en que pintores como Goya o Picasso habían inmortalizado el arte del toreo, para advertir que para muchas, muchísimas personas, la fiesta de los toros es algo más complejo y sutil que un deporte, un espectáculo que tiene algo de danza y de pintura, de teatro y poesía, en el que la valentía, la destreza, la intuición, la gracia, la elegancia y la cercanía de la muerte se combinan para representar la condición humana. Nadie puede negar que la corrida de toros sea una fiesta cruel. Pero no lo es menos que otras infinitas actividades y acciones humanas para con los animales, y es una gran hipocresía concentrarse en aquella y olvidarse o empeñarse en no ver a estas últimas.

Quienes quieren prohibir la tauromaquia, en muchos casos, suelen hacerlo por razones que tienen que ver más con la ideología y la política que con el amor a los animales. Si amaran de veras al toro bravo, al toro de lidia, no pretenderían prohibir los toros, pues la prohibición de la fiesta significaría, pura y simplemente, su desaparición. El toro de lidia existe gracias a la fiesta y sin ella se extinguiría. El toro bravo está constitutivamente formado para embestir y matar y quienes se enfrentan a él en una plaza no sólo lo saben, muchas veces lo experimentan en carne propia.
Por otra parte, el toro de lidia, probablemente, entre la miríada de animales que pueblan el planeta, es hasta el momento de entrar en la plaza, el animal más cuidado y mejor tratado de la creación, como han comprobado todos quienes se han tomado el trabajo de visitar un campo de crianza de toros bravos. Pero todas estas razones valen poco, o no valen nada, ante quienes, de entrada, proclaman su rechazo y condena de una fiesta donde corre la sangre y está presente la muerte. Es su derecho, por supuesto. Y lo es, también, el de hacer todas las campañas habidas y por haber para convencer a la gente de que desista de asistir a las corridas de modo que éstas, por ausentismo, vayan languideciendo hasta desaparecer. Podría ocurrir. Yo creo que sería una gran pérdida para el arte, la tradición y la cultura en la que nací, pero, si ocurre de esta manera -la manera más democrática, la de la libre elección de los ciudadanos que votan en contra de la fiesta dejando de ir a las corridas- habría que aceptarlo. 

Lo que no es tolerable es la prohibición, algo que me parece tan abusivo y tan hipócrita como sería prohibir comer langostas o camarones con el argumento de que no se debe hacer sufrir a los crustáceos (pero sí a los cerdos, a los gansos y a los pavos). La restricción de la libertad que ello implica, la imposición autoritaria en el dominio del gusto y la afición, es algo que socava un fundamento esencial de la vida democrática: el de la libre elección. La fiesta de los toros no es un quehacer excéntrico y extravagante, marginal al grueso de la sociedad, practicado por minorías ínfimas. En países como España, México, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y el sur de Francia, es una antigua tradición profundamente arraigada en la cultura, una seña de identidad que ha marcado de manera indeleble el arte, la literatura, las costumbres, el folclore, y no puede ser desarraigada de manera prepotente y demagógica, por razones políticas de corto horizonte, sin lesionar profundamente los alcances de la libertad, principio rector de la cultura democrática.

Prohibir las corridas, además de un agravio a la libertad, es también jugar a las mentiras, negarse a ver a cara descubierta aquella verdad que es inseparable de la condición humana: que la muerte ronda a la vida y termina siempre por derrotarla. Que, en nuestra condición, ambas están siempre enfrascadas en una lucha permanente y que la crueldad -lo que los creyentes llaman el pecado o el mal- forma parte de ella, pero que, aun así, la vida es y puede ser hermosa, creativa, intensa y trascendente.

Prohibir los toros no disminuirá en lo más mínimo esta verdad y, además de destruir una de las más audaces y vistosas manifestaciones de la creatividad humana, reorientará la violencia empozada en nuestra condición hacia formas más crudas y vulgares, y acaso nuestro prójimo. En efecto, ¿para qué encarnizarse contra los toros si es mucho más excitante hacerlo con los bípedos de carne y hueso que, además, chillan cuando sufren y no suelen tener cuernos?

Publicado en 2010 en el diario "El País".

lunes, 14 de abril de 2025

EL MÍTICO ADIÓS DE RODOLFO GAONA

Por Horacio Reiba 

(“La Jornada de Oriente”. Puebla-“altoromexico.com)

 


Aquella histórica tarde de 1925 en el antiguo Toreo de la Condesa

 

Durante su último viaje a México, la tierra que cuatro decenios atrás había conquistado con la finura de su arte y las primicias del toreo fluidamente ligado en redondo, un Manuel Jiménez "Chicuelo" ya sesentón declararía su admiración por el Rodolfo Gaona que conoció al presentarse aquí, coincidiendo con la temporada final del Indio Grande. "Torero de un garbo y un arte excepcionales", apostilló al aire José Alameda… "Un extraordinario artista, sí… pero sobre todo, ¡cómo les podía a los toros…!", repuso el ex niño de la Alameda de Hércules, entrevistado por televisión en aquel Brindis Taurino de 1962. 

 

Con Chicuelo, Gaona alternó en El Toreo durante la temporada de 1924-25 –la última del Indio Grande– hasta en ocho ocasiones. Y fueron de tal calibre sus continuas muestras de grandeza que, conforme la fecha del adiós se acercaba –había avisado con antelación que al final de esa campaña se retiraría–, los continuos prodigios que realizó más eran de torero en plenitud que de alguien a punto de irse. Pero tal como lo había anunciado lo cumplió. Y eso que la afición entera, en su fuero más íntimo –allí donde el deseo suele despreciar las evidencias– tan se resistía a creerlo que para la corrida del adiós –12 de abril de 1925– la multitud que llenaba el coso de La Condesa permaneció silenciosa y como en trance, presa de un estupor que ni se había visto antes ni se ha vuelto a sentir.

 

Rodolfo Gaona pintado por Ruano Llopis

La temporada de su vida

 

A esas alturas, la verdad es que nadie –ni Antonio Márquez ni los hermanos Pepe y Victoriano Valencia ni Luis Freg ni mucho menos Mariano Montes o Juan Armilla, al que concedió Rodolfo la última alternativa de su vida (30–11–24)– le habían hecho sombra. Si acaso Manolo Jiménez, que luego de un arranque más bien flojo era ya el principal contendiente del leonés la tarde en que el primero de San Mateo, "Vivelejos", sorprendió a Rodolfo en un desplante final y lo mandó a la enfermería, forzando a Chicuelo a despachar la corrida completa –toreaban mano a mano–, tarde en la que iba a cuajar con "Lapicero" la primera de sus grandes faenas mexicanas (01-02-25). La herida del Califa resultó leve, y siete días después le cortaba el rabo a "Turronero II" de La Laguna, reanudando su racha victoriosa de aquel invierno inolvidable. Si en años anteriores había alternado grandes faenas con reveses no menos célebres, en sus 16 presentaciones de 1924-25 redondeó la temporada cumbre de su vida, rozando casi la perfección. 

 

A lo largo de la misma fueron sucediéndose las más variadas lecciones magistrales bajo su acentuado sello de esteta inconfundible. Una lista que incluye a "Brillantino" de Piedras Negras (16-11-24), "Faisán" de Atenco (23-11-24), "Pavo" de Zotoluca (30-11-24), "Jorobado" de Piedras Negras (21-12-24), "Revenido II" de Zotoluca (11-01-25), "Cantarero" de Coaxamaluca (18–01–.25), "Cornetín" de Atenco (25-01-25), "Turronero" de La Laguna (08-02-25), "Azote" de San Diego de los Padres (15-02-25), "Hortelano" del Duque de Varagua (15-03-25)…

 

El Indio Grande

El cartel

 

Curiosamente, para su despedida prescindió Rodolfo del concurso de los ases de la temporada y se hizo acompañar por un diestro modestísimo, cuyo nombre ha perdurado gracias a ese simple azar: el albaceteño de La Roda Rafael Rubio "Rodalito". Para ellos reses de Atenco, Piedras Negras y San Diego de los Padres. Se comprende que Rodalito, bajo el peso de las circunstancias, pasara la tarde prácticamente inadvertido.

 

Una corrida histórica

 

Aquel 12 de abril de 1925 amaneció nublado, y una lluvia mansa se dejó sentir hasta poco después del mediodía. Conforme se aproximaba la hora de partir plaza, la bruma fue abriéndose a un sol tímido, mientras los aficionados, comidos por la ansiedad, formaban largas colas ante las taquillas y frente a los accesos al coso. Desde lo alto, la espléndida banda de Lerdo de Tejada empezó a sonar como con sordina, y la ovación que recibió a las cuadrillas tuvo que esforzarse para romper aquel velo de extraño pudor, antes de desbordarse en honor del ídolo hasta obligarlo a dar la primera vuelta al ruedo de la tarde. Vestía Rodolfo un terno celeste y oro "de la aguja".

 

El Indio Grande despachó entre palmas de aprobación a sus dos primeros adversarios, "Empresario" de Atenco, que abrió plaza, y "Bordador" de Piedras Negras, ambos de capa cárdena oscura y bien despachados de defensas. Pero no bastaba que el insigne torero, como culminación de su redondísima temporada, hubiese estado magistral con ambos. La afición esperaba una apoteosis a la altura del acontecimiento, y con "Veguero", de San Diego de los Padres –en teoría el último de su vida– Rodolfo salió apretando desde el principio, aunó eficacia e imaginación en quites y estuvo soberbio con los palos, sobresaliendo un tercer par de poder a poder. 

 

Brindó su faena al cronista Carlos Quirós "Monosabio" y a tres políticos prominentes: el general Arnulfo R. Gómez, el ingeniero Luis L. León y el abogado Miguel Alessio Robles. Se llevó al toro a los medios con asombrosa sencillez y le cuajó ahí una tanda de cinco naturales clásicos que pusieron al público de pie –muestra de la estética que Chicuelo venía realizando con cada vez mayor frecuencia–, entre música de dianas y revoloteo de sombreros. El resto fue un bello compendio de toreo al paso, de corte antiguo y armonía moderna. Pinchó antes de meter la espada, tardó “Veguero” en doblar y quedó en el aire una sensación de cosa inacabada. Gaona le salió al paso ofreciendo la lidia de un séptimo toro. Así fue como entró en la historia "Azucarero" de San Diego de los Padres, berrendo en negro, frontino, coletero, calcetero y veleto; cinco puyazos recibió de Adolfo y Juan Aguirre, y llegó franco al tercio mortal.     

 

Rodolfo Gaona: "El par de Pamplona" (8 de julio de 1915)

Faenón y adiós definitivo

 

Las crónicas de la época ensalzan unánimemente la faena de "Azucarero" sin revelarnos mayor cosa sobre su contenido. Pero existe una película más o menos completa de la lidia del berrendo que, con todas sus deficiencias, permite advertir la grandeza integral de Indio Grande, especialmente en los dos primeros tercios: asombrosa la elegancia de sus verónicas y gaoneras, su dominio absoluto para poner en suerte al animal y, sobre todo, la soberana naturalidad y versátil creatividad de remates tan diversos como suntuosos: recortes, medias verónicas con y sin giro, largas, molinetes a una mano... Con las banderillas, Rodolfo parecía no querer terminar nunca, pues prodigó pasadas en falso que resolvía en la propia cara con gracia sin par, galleos para cambiar de terreno al bicho –a partir de ahí, las cuadrillas desaparecen del campo visual, todo para el Califa en solitario–, pares al quiebro –uno en los medios por el pitón izquierdo–, al cuarteo y de poder a poder. 

 

Aun así, "Azucarero" llegó a la muleta con facultades para embestir unas treinta veces –faena inusualmente larga para la época—que Gaona aprovechó para adornarse de todas las formas posibles, derecho y mandón, y con un temple natural palpable tanto cuando se quedó quieto –en los pases altos del principio, rematados con uno colosal de pecho, y en una única tanda al natural, rematada con una especie de levísimo, deslizado desdén– que en toreo al paso de precisión y suavidad pasmosas. Como sus cambios de mano en la cara, doblones rodilla en tierra o erguidos kikirikíes. 

 

Se sabe que pinchó tres veces antes de la estocada, que el tendido se nubló de pañuelos blancos, más en plan de adiós que de petición de oreja, que unos pocos se lanzaron al ruedo e iniciaron un conato de salida en hombros, que muchos espectadores se dejaron abrasar por el llanto. Y que Rodolfo, luego de deshacerse de los que pretendían auparlo, se metió entrebarreras y con su capote de paseo en el antebrazo, enteramente solo, hizo apresurado mutis por la puertecilla falsa de cuadrillas sin poder, por única vez en su vida, contener las lágrimas. 

 

Dejaba, tendido arriba y palcos adentro, a una multitud estupefacta y contrita, a la que le llevaría años reponerse de aquella pérdida inconcebible. Lo consiguió merced al ímpetu de los grandes toreros mexicanos de la generación inmediata, brotes todos, dentro de una amplísima paleta de estilos y coloraturas, del árbol monumental que sembraron el arte y la personalidad señeras de Rodolfo Gaona. El hombre cuyo genio incorporó a su México a la historia mayor del toreo universal.


VIDEO: RODOLFO GAONA, EL TOREO MEXICANO MÁS TRASCENDENTAL


 

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Rodolfo Gaona, el protagonista mexicano de la Edad de Oro del Toreo.

 

 

martes, 1 de abril de 2025

LAGARTIJO Y SU “TÚNICO”: «Otra versión de una “lagartijá”»


Por José Rafael López Blancas

 

Imagen de Nuestro Padre Jesús Caído de Córdoba: "El Señor de los Toreros".


“La tradición oral ha sido, desde siempre, la forma suprema de comunicación de los seres humanos, con la cual pueden compartir sus saberes con la sociedad”.

 

El próximo día 1 de agosto, se cumplirá el 125 aniversario del fallecimiento de aquel que fue nuestro Hermano Mayor, Rafael Molina Sánchez, más conocido como “Lagartijo” o “Lagartijo el Grande”. En torno a su persona, se registran infinidad de anécdotas, bromas y frases famosas que han permanecido, a lo largo del tiempo, en la mente de nuestros antepasados y que se han ido transmitiendo, de generación en generación, a través de los años. Rara vez, en la actualidad, cuando se sobrepasa el nivel normal de alguna ocurrencia, se le denomina, lagartijá. Para ser sincero hay que confesar que también, esta denominación, lagartijá, además se ha utilizado, sobre todo, para significar una demostración de bondad y generosidad que, de por sí, supera con creces lo encomiable, sin importarle el coste, sobre todo económico, a aquel que toma la iniciativa de tan grande acción. Rafaé, fue el matador de toros más grande de su época, pero sin duda alguna, también quedó recogido, en su persona, la grandeza de su esplendidez que aún más lo acrecentaba.

 

Rafael Molina Sánchez «Lagartijo»

Una breve reseña de su vida

Nació, en el Barrio del Matadero, el 27 de noviembre de 1841. Hijo del banderillero, en su momento novillero, Manuel Molina “Niño Dios” y de María Sánchez Serrano, hija de Rafael Sánchez “Poleo”, torilero en el coso de Los Tejares. Creció como sus dos hermanos, entre la pobreza y las vaquillas, sin aprender a leer. Su hermanos, Manuel y Juan, tuvieron distintas suertes en la práctica del arte de torear. Mientras Manuel, ni con la ayuda de su afamado hermano, consiguió ocupar ningún puesto destacado dentro de la torería; el pequeño, Juan, sí que logró fama como un peón de brega excepcional.

 

Nuestro protagonista, heredó la afición al toreo desde niño. Con nueve años, perteneció a la cuadrilla infantil creada por Antonio Luque y González “Camará”, donde empezó a adentrarse en el oficio taurino. Con quince años se incorporó, a tiempo completo, en la cuadrilla de José Dámaso Rodríguez “Pepete”, manteniéndose en ella hasta el fallecimiento de su matador. Durante esa época, desarrolló un gran conocimiento de las reses bravas, lo que le llevaría a integrarse en la cuadrilla de los hermanos Carmona. En la cuadrilla del famoso Antonio Carmona “Gordito” es en la que más se adiestró, toreando por las plazas de España y Portugal. Tomó la alternativa en Úbeda, el 29 de septiembre de 1865, a manos del mencionado Antonio Carmona, con una ganadería de encaste vazqueño, propiedad de la Marquesa Viuda de Ontiveros.

 

A lo largo de su trayectoria profesional, fue famosa la rivalidad que mantuvo con Salvador Sánchez “Frascuelo”, torero granadino que, en lo mejor de su carrera, no le hacía ascos a torear con el famoso coloso cordobés. También fue famosa la rivalidad que mantuvo con aquel que siempre se consideró su discípulo, Rafael Guerra Bejarano “Guerrita”. Siempre, hasta después de su muerte, “Guerrita” demostraba su admiración inmensa por su maestro sin rival. Los tres, “Lagartijo”, “Frascuelo” y “Guerrita” fueron los artífices de lo que Domingo Delgado de la Cámara, en su libro, Entre Marte y Venus (breve historia crítica del torero), llamó: «la primera revolución del toreo».

 

En estadísticas de la historia taurómaca, queda reflejado que hizo el paseíllo más de 1600 tardes, de las cuales, solamente, en Madrid toreó 421. Lidió y dio muerte a más de 4800 toros (otras fuentes se refieren a más de 5000) y solamente, en cinco o seis ocasiones sufrió percances, siendo estos, la gran mayoría, de forma leve. Hasta 1893, año de su retirada, sus logros y triunfos, siempre aclamados, también estuvieron acompañados de tardes en la que la suerte le daba la espalda, pero su genialidad y su bien hacer siempre quedarán grabadas y escritas con letras de oro en la historia del toreo.

 

Falleció a las cinco de la mañana de un miércoles, 1 de agosto de 1900, aquejado de una grave enfermedad.

 

Túnica de Jesús Caído regalada por «Lagartijo»

Antes de continuar: una historia apócrifa

Me he permitido la licencia de adoptar este adjetivo, apócrifo/-a, en el sentido y significado de «no estar aceptado por el canon». Me he negado a tomarlo en su definición de, falso fingido; aunque también podría haber hecho uso de él en su término de: supuesto, atribuyéndolo como referente a la dudosa autenticidad de su contenido. Para los míos, en casa, siempre ocurrió que, al hablar sobre el túnico del Señor, salía a relucir una versión distinta de la que siempre se ha hablado, se habla y, seguramente, se seguirá hablando. La versión más extendida y conocida, todos la conocemos: “Lagartijo encargó una túnica con el bordado de uno de sus trajes para la imagen de nuestro Señor, en agradecimiento por haber salido ileso de una grave cogida”. Esta versión, entra dentro de la lógica si atendemos al riesgo continuado que, nuestro protagonista, tenía dentro de su profesión. El motivo de tan gran ofrenda, al no haber ningún documento que lo atestigüe, es lo que impide que se pueda demostrar la razón de tan gran ofrenda, al igual que al testimonio de mi versión apócrifa. Lo que sí es real y demostrable, es que, a través, de la donación del «túnico» Rafael dejó patente la inmensa devoción y confianza que tuvo en su «Señó».

 

Siempre se ha hablado de las manías de los toreros y de sus supersticiones. Algunas han sido medianamente comprensibles y otras casi incomprensibles, pero el que se la juega, se siente con el derecho de poder tomarla y de cumplirla. Tienen sus presagios y sus momentos, y en esto del toro, cuando un presagio es malo…: ¡malo!

 

Aquellos que realmente me conocen saben de mi afición al toro. Fue una leche que me dieron a mamar desde mi nacimiento tanto por el lado paterno como del materno ya que, desde generaciones, hubo un vínculo muy estrecho con ese mundo y con la gente del toro. ¡Cuántos recuerdos se me vienen a la cabeza! ¡Cuánto daría por poder volver en el tiempo! Por desgracia, tendré que esperar a revivir aquellos momentos vividos y disfrutados, en aquella etapa de mi vida, con mis seres queridos en cielo, cuando Dios lo disponga.

 

Plaza de San Sebastián. Cartel de la Semana Grande de 1883

De abuelo a nieto: “Mira niño…”

En la gran sala de casa de los abuelos, ubicada en el Nº 17 de la calle Reyes Católicos, aquel que de niño me llevaba, de vez en cuando, a San Cayetano, a ver a su Melenas y sobre todo a su Señora de la Soledad, sentado en su sillón -parece que lo estoy viendo- me contó una historia que, en aquel entonces, yo, no aprecié en su justa medida, seguramente por la edad con la que contaba. No era la primera vez, ni sería la última, que la oía, pero sí era la primera vez que me la contaba a solas:

 

«Mira niño, mi abuelo trabajaba en las maderas de la estación del tren. Dicen que era un buen profesional en lo suyo y siendo de aquí “del barrio” tenía mucha amistad, desde niño, con los Molina, con Rafael, que era algo mayor, pero sobre todo con Juan, que andaban por las mismas quintas. En la pandilla había varios chiquillos y ¡todos querían ser toreros!, jugaban al toro, se metían en el Matadero Viejo a ver las reses y a intentar pegarles unos pases, ¡ya sabes…las cosas que podían hacer, en aquel entonces, los arambeles! Pero con el tiempo, Rafael empezó a tener algún nombre entre la gente del toro, y poquito a poco, y a base de no pocos miedos ¡porque todos tienen miedo!, Rafael llegó a ser quien fue. La cuestión: que un día Juan habló con mi abuelo de parte de su hermano. Le propuso que le hiciera unas banderillas para probarlas, ya que las que le proporcionaban en las plazas no le gustaban porque no se sentía seguro al clavarlas. Las notaba algo enclenques y él quería sentirse más seguro al apoyarse sobre ellas a la hora de clavar, y así poder coger más impulso que le permitiera salir de la cara del toro con más soltura. De modo que ¡así nacieron las famosas banderillas cordobesas, por una propuesta del mismísimo Rafael! Al llevarlas Lagartijo, que al principio se las hacia a él exclusivamente, todos los toreros querían las mismas banderillas que llevaba él y así… hasta hoy.

 

Cuando Rafael y Juan estaban en Córdoba, siempre se reunían con sus amigos, con los de siempre, muchos de ellos piconeros, y se «jartaban de tó». Los dineros de Lagartijo siempre eran los primeros, no había necesidad o desgracia que llegase a sus oídos, en los que él no quitara la penuria. ¡Cuánto ayudó y cuánta misería aplacó!

 

Estaba dispuesto para todo y también -por supuesto- para su «Señó». ¡Ay su Señó, cuántas cosas le contaría en sus visitas! Cuando lo nombraron Hermano Mayor, Lagartijo era de muy pocas letras, casi analfabeto, pero con mucha experiencia, y al igual que hacía en su privacidad, en la hermandad también se rodeó con algunos de “su gente”. A mi abuelo lo metió un tiempo largo en aquella junta de gobierno junto a otros conocidos para que cuidaran de aquello cuando él no estaba. Costeaba de su bolsillo los gastos que originaban aquellas salidas, pagaba las deudas que pudiera haber pendientes, mantenía todos los gastos que se pudieran presentar y, sobre todo, ayudaba mucho a la gente del barrio.

 

Una tarde de calor cordobés, estaban reunidos, seguramente en “La Corsaria”, los amigos. Aquella junta era como otras tantas veces hacían, pero se percataron que Rafael estaba alicaído, parecía preocupado, había algo que no le permitía estar a gusto en su momento de juerga. Hubo un “tiznao”, íntimo suyo, que le preguntó por aquello que le impedía disfrutar:

 

—“Rafaé” ¿qué te pasa?

—“No sé, tengo un no sé qué que no me deja… estoy algo intranquilo, por las noches no descanso. Tengo una «corría» metía en la cabeza que no me gusta, que no me deja… ¡tengo un presagio!”

—¡Pero “amos a ver” Rafaé!... ¿malo?

—Una corría de don Nazario, ¡qué no me la quito de la cabeza…!

 

Nadie lo vio, y nadie puede decir que así fue, pero entre los suyos siempre supusieron que, de aquel mal presagio, y de la gran devoción que le tenía a su Señor, nació una promesa, y que de aquella promesa nació una túnica, ya que no pasó mucho tiempo entre “aquel mal presagio” y el tener el Señor de San Cayetano la famosa túnica de Lagartijo».

 

Detalle del cartel anterior

Internet, un gran invento

Durante un tiempo, y a sabiendas que iba a escribir sobre esta lagartijá, que realmente es una historia apócrifa, estuve buscando cualquier tipo de información que me ayudara a dar más veracidad a ese relato que el abuelo materno me contó. Tenía que buscar sobre unos parámetros de los que no encontraba grandes respuestas. Por supuesto la localidad de la corrida, la desconocía, o si el abuelo la contó, no la recordaba. El año tampoco, aunque tenía que ser anterior al 1884 que es cuando mi Señor Jesús Caído estrena la túnica. Buscaba a nombre de Rafael y la información era muy numerosa; buscaba a nombre de la ganadería y encontraba información, pero ni de una ni de otra forma hallaba lo que quería… Me daba, en cierta manera, miedo escribir sobre algo que no se pudiera defender de alguna forma, no el poder demostrarlo, porque eso es imposible, pero sí justificar que había sido posible esa otra versión de aquella narración. Además, quería encontrar algo que sirviera no simplemente para crear la duda de la certeza, sino que se acercara más a la verdad que a la suspicacia.

 

Primero en mi biblioteca taurina, no encontré ninguna referencia a una corrida que uniese a Lagartijo y a la ganadería de don Nazario. Después, una página web me llevaba a otra, y esa, a otra, y esa otra, a otra… Un maremágnum de páginas y de información que me entretenían, pero nada más, lo que buscaba tampoco, no lo encontraba. Hasta que sin saber cómo ¡zas! encontré el cartel que muestro. Mi Señor Jesús Caído me ayudó: ¡hizo el milagro!: agosto, 1883, Lagartijo y Nazario Carriquiri ¡estaban todos los parámetros! Una pena que sólo haya encontrado el cartel y ninguna referencia de las corridas reseñadas, pero como decía el otro… “menos da una piedra y hace más daño”.

 

Por fin encontré algo que sustentara esta versión. A ciencia cierta sabemos que la túnica, en su confección, no lleva nada, en el bordado, de un traje de torear. Además, también se ha comprobado, que el color original de la misma no era el morado que hoy contemplamos, sino un “rojo cardenal” como han atestiguado profesionales del bordado al revisar las costuras interiores e inferiores que aún mantiene partes de la original. Con este hallazgo, hoy, muchísimos años después, estoy seguro al decir: “abuelo, tienes razón”.


Acta de la Hermandad por la que se nombraba
Hermano Mayor a Rafael Molina «Lagartijo»


Texto publicado en el Boletín oficial de 2025 de la cordobesa Hermandad y Cofradía de Nuestro Padre Jesús Caído, Nuestra Señora del Mayor Dolor en su Soledad y San Juan de la Cruz.