miércoles, 2 de octubre de 2019

LA RIVALIDAD LAGARTIJO-FRASCUELO

Por Rafael Sánchez González
Rafael Molina Sánchez Lagartijo
De sobra es sabido que el máximo esplendor de la Fiesta de los toros coincide con aquellas épocas en las que la competencia entre dos diestros acapara la atención de los públicos. Para comprobarlo bastaría repasar la historia de la tauromaquia desde sus tiempos más remotos, o simplemente recordar etapas más cercanas.
La primera rivalidad en los ruedos que recoge la historia del toreo se remonta al siglo XVIII cuando eran ídolos Costillares, Pepe-Illo y Pedro Romero, con los que el toreo a pie tomó carta de naturaleza. Fue aquella una rivalidad a tres bandas, que alcanzó su punto más álgido durante la competencia que entre sí mantuvieron José Delgado (herido mortalmente en Madrid al entrarle a matar al toro Barbudo) y el coloso de Ronda, quien, según indican los historiadores, mató más de cinco mil toros en veintiocho años de actividad. Anciano ya, Pedro Romero dirigió la Escuela de Tauromaquia que en Sevilla fundara el rey Fernando VII, de efímera vida.
Después vendrían otros enfrentamientos directos entre espadas, que si bien sirvieron para dar mayor interés a los festejos taurinos, no prevalecieron durante mucho tiempo ni alcanzaron niveles que marcaran hitos para los anales de la tauromaquia. Así, las parejas que formaron Curro Guillén y Jerónimo José Cándido, Juan León y El Sombrerero, Cúchares y El Chiclanero o El Tato y El Gordito. Sería con Rafael Molina Lagartijo y Salvador Sánchez Frascuelo, cuando la pasión por los toros volvió a polarizar la atención de todo el país. Un clamor que no volvería a repetirse entre los españoles hasta la llegada a las plazas de Joselito y Belmonte.
Hasta encontrarse con Frascuelo, Lagartijo "había puesto ya en su sitio", es decir, había arrinconado a quienes venían disfrutando de las preferencias de los aficionados.
Salvador Sánchez Povedano Frascuelo
Toreros consagrados como Curro Cúchares, el infortunado Tato (al que después socorrería en situaciones económicas comprometidas), Manuel Domínguez, El Gordito –su maestro-, el también cordobés Bocanegra o el patilludo y elegantísimo Cayetano Sanz. Ninguno pudo hacer frente y robarle aplausos al primer califa del toreo. Ninguno, hasta que apareció en escena Frascuelo.
Con esta pareja encontró el toreo su contrapunto ideal. Y los españoles, dos toreros en los que repartir sus preferencias. Podría decirse, que para ellos no era entonces tan importante seguir políticamente a O'Donnell o Narváez como identificarse con Lagartijo o Frascuelo. En ese momento de gran decadencia de las letras, caducado ya el Romanticismo, incluso los intelectuales, al margen de elegir la oratoria de Emilio Castelar o del canónigo Emilio Monterola, se alistaron a uno de los dos bandos taurinos. En aquella España se era carlista o republicano como se podía ser lagartijista o frascuelista. Pero cuando Rafael estaba bien, solo había lagartijistas en los cosos taurinos.
Aunque con el transcurso del tiempo fuese suavizándose, la acritud y dureza que en principio tuvo esta disputa levantó las más acaloradas pasiones entre las multitudes, muchas de cuyas discusiones, tanto en el tendido como en la calle, acabaron a estacazo limpio. Según el historiador Luis Carmena, "el bando lagartijista preponderó en todas partes con relevante ventaja por su número y me atrevo a decir, que por su cultura e inteligencia", mientras que, a decir de El Bachiller González de Rivera, “el frascuelista era más intransigente, más adusto, más rencoroso".
He aquí dos grupos de selección: a Lagartijo le miman Cánovas del Castillo, Rafael Calvo y Massini; a Frascuelo, Práxedes Mateo Sagasta, Julián Gayarre y Antonio Vico. Alrededor de estos, una larga lista de hombres ilustres. Rafael Molina cuenta con un altar en Lhardy; Salvador Sánchez lo tiene en Botín, aunque ello no impida que el califa coma cuando se tercie cochinillo asado, y Salvador poularde au maître d´hotel. Ellos saben alternar con todo el mundo y en todas partes. Lagartijo tiene un ferviente trovador en el dilecto cervantista Mariano de Cavia; Frascuelo goza con los himnos literarios de Peña y Goñi, paladín de la música y el toreo. Lagartijo tiene continente de emperador romano, Frascuelo muestra un ceño de sultán marroquí. Entre Córdoba y Granada se ha firmado un pacto de soberanía que no expirará hasta la retirada de los dos puntales de la Fiesta Nacional.
Lagartijo visto por Antonio Bujalance
Rafael Molina y Salvador Sánchez no solo tenían distinta concepción sobre las suertes de la lidia, sino que, además, eran también diferentes fuera de las plazas. Había surgido, por tanto, la pareja idónea para fomentar pasiones contrapuestas. De un lado, estaba la valentía insuperable del granadino, su pundonor, su amor propio, su bravura impresionante al tirarse a matar y la eficacia de su toreo seco pero auténtico; y de otro, el estilo puro, grave y florido a la par, flexible y afiligranado del cordobés, del que Guerrita decía que solo por verle hacer el paseíllo podría pagarse la entrada.
Estas dos grandes figuras, tan distantes entre sí, se complementaban armonizándose. Parecía como si los colosales pares de banderillas del cordobés, debieran ir engarzados en los inmensos quites aguantando del granadino.
En cierta ocasión el político antequerano Francisco Romero Robledo, queriéndoles poner en un compromiso, les preguntó quién de ellos dos era el mejor torero. Dudando qué contestar estaba Frascuelo, cuando resolutivo atajó el dilema Lagartijo con estas palabras: "No le des más vueltas, Salvaor; los mejores semos tú y yo… Y los peores, tu hermano y el mío", refiriéndose a los también matadores de toros Paco Frascuelo y Manuel Molina.
Lagartijo tomó la alternativa el 29 de septiembre de 1865. Dos años después (27/10) la recibió Frascuelo, y en 1868 comenzó una competencia que habría de durar hasta la retirada de Salvador en 1890.
En el referido año de 1868 fueron contratados para las corridas que habían de celebrarse en la feria del Corpus en Granada los días 7 y 11 de junio. Nada extraordinario ocurrió en la primera de ellas. Como era costumbre de cortesía, más antiguo Lagartijo -de verde y oro- cedió el primer toro de Concha y Sierra, Centello, cárdeno oscuro, a su compañero de cartel, que vestía un terno castaña y plata, y fue quien ganó por puntos la pelea, pues, aunque no resaltase su labor en ese animal, ni en el cuarto -que brindó a la popular bailarina Piteri-, cobró tal estocada en el sexto que fue aplaudido de forma entusiástica. Rafael también fue ovacionado en el segundo, pero no consiguió agradar en sus otros dos oponentes.
Frascuelo. Revista Sol y Sombra
Concluido el primer festejo, ambos matadores decidieron permanecer en Granada hasta el día 11. Entre tanto, por peñas y mentideros taurinos de la ciudad se fue caldeando el ambiente al extremo de picar el amor propio de los dos diestros, hasta tal punto, que realizaron el paseíllo con el firme propósito de comerse vivos a los seis astados de Saltillo que aguardaban en los corrales de la ya desaparecida plaza granadina.
Así lo refiere un historiador taurómaco: "Hasta el cuarto toro no hubo ocasión de que la rivalidad entre los espadas se pusiera de manifiesto. El bicho tomó diez varas, y Frascuelo al salir de un quite, quedó de hinojos ante el burel, ganándose la consiguiente ovación.
Entonces Lagartijo, al hacer el siguiente repitió la suerte, pero postrándose más cerca del toro y de espaldas. El público, ante el alarde, rompió en una atronadora salva de aplausos. Mas no acabó todo en eso, sino que, en un afán de superación, los dos se tendieron en la arena a una distancia increíble de la res. Los graderíos frenéticos de emoción hasta el paroxismo, tributaron a los espadas su más encendida muestra de admiración. Banderillearon colosalmente con las cortas -para complemento-, intentando Lagartijo clavarlas en silla, tentativa frustrada por las condiciones del saltillo. Una vez arrastrado el toro, el presidente les llamó al palco, reprendiendo tales métodos de ganar aplausos e invitándoles a que se ajustaran a las normas naturales de la lidia. Tal fue la emoción causada. No hay que decir que el público ya no cesó de ovacionarles toda la tarde y que salió encantado de tan memorable corrida".
Aquí arrancó una rivalidad taurina que duró veintitrés años.
Indudablemente Lagartijo arrastraba más seguidores, y por consiguiente acaparaba más interés para los empresarios.
Los madrileños, entre los que Salvador tuvo tantos adeptos acérrimos, eran mayoritariamente lagartijistas, por lo que no soportaban la ausencia de su ídolo por más de un año. Así, las campañas en las que no compareció (1879 y 1886 por ejemplo) las taquillas sufrieron serios quebrantos. En cambio cuando el de Churriana, acabada la temporada de 1880, dolorido y amargado decidió alejarse por unos años del ruedo capitalino (de 1881 a 1884 solo intervino, por un compromiso muy emotivo y personal, en la corrida extraordinaria de Beneficencia de 1882), no llegó a resentirse la economía del flamante empresario Rafael Meléndez de la Vega, sustituto del célebre Casiano Hernández, fallecido no hacía mucho.
Salvador en foto de estudio 
La última vez que Lagartijo y Frascuelo actuaron juntos fue el domingo 6 de octubre de 1889. Aquel año la plaza de la Villa y Corte ofreció uno de los abonos más interesantes, con los dos abuelos (así les denominaba entonces de manera cariñosa la afición madrileña) Mazzantini y Guerrita.
Dicho día se celebraba la corrida número trece de abono de la temporada y para ello se anunciaron tres toros con divisa encarnada, celeste y blanca de la ganadería del Conde de la Patilla, y otros tres con cintas celestes y encarnadas de la de Rafael Surga. Como sobresaliente figuró Manuel Antolín, que aquella tarde se estrenaba en la cuadrilla de Lagartijo ocupando la vacante de Torerito, alternativado el 29 de septiembre anterior. La corrida, que comenzó a las tres de la tarde, estuvo amenizada por la banda del Regimiento de Infantería de Saboya núm. 6, y presidida por el edil Enrique Benito Chavarri. Lagartijo vestía uno de aquellos ternos recamados con plata a los que tan aficionado era, acreditando con ello su buen gusto para la indumentaria torera, bordado el de dicha efeméride sobre seda de color canela. Frascuelo sacó su combinación favorita, traje grana con caireles de oro.
Por orden de lidia estos fueron los toros que en tal ocasión saltaron al redondel de la plaza madrileña: Capa-corta, Latero, Lagunero, Carpintero (un buey de Surga que fue fogueado), Cara-ancha y Coruñés, con los que, por no extendernos más, diremos solamente que ambos espadas dieron claras pruebas de su gran maestría y de las facultades físicas que aún conservaban.
Lagartijo
Esta fue, repito, la última vez que Lagartijo y Frascuelo coincidieron en un ruedo, cerrándose así una rivalidad taurina que tardaría mucho tiempo en repetirse.
Corría el año 1889 cuando Frascuelo, llena de canas su cabeza y de cicatrices el cuerpo, fatigado y deseoso de compartir con los suyos la tranquilidad del hogar, decidió dejar de torear. Al verse "solo" Lagartijo sus triunfos quedaron partidos por la mitad. Salía a las plazas apático, sin ese afán de lucha al que ya se había acostumbrado. ¿Quién iba a poner junto a sus faenas otras faenas? Y el declive que venía advirtiéndose en el califa se agravó al marcharse "su otro yo". Cuatro años después Rafael descansaba en Córdoba, donde tanto se le quería y admiraba. Otro cordobés había tomado ya el mando del toreo, Rafael Guerra Bejarano Guerrita. Pero éste, soberbio y altivo, porque podía y quería, no admitió competencias.

La rivalidad que Lagartijo y Frascuelo mantuvieron en la arena, en ningún momento empañó la admiración que recíprocamente sentía el uno por el otro, sellada con una sincera amistad. Numerosas son las citas de las que podríamos echar mano para corroborar esta doble circunstancia. Sirvan como ejemplo las dos siguientes. Convaleciente Lagartijo del percance sufrido en Madrid el 26 de junio de 1873 (el más grave de su vida taurómaca), el 13 de julio asistió desde un palco al extraordinario triunfo de Salvador, quien, vestido de azul con alamares negros, le brindó la muerte del tercer toro. Entusiasmado Rafael por la faena, envolvió su reloj de oro en un pañuelo y se lo arrojó al churrianero.

Herido Frascuelo -también en Madrid- por el toro Peluquero, bravo ejemplar de Antonio Hernández, la tarde del 13 de noviembre de 1887, corrida benéfica organizada por la Sociedad el Gran Pensamiento, acudió a interesarse por su salud Lagartijo, que nada más entrar en la habitación, le dijo: "¡Qué Grande eres!" contestándole a ello Salvador: "Como tú nadie. Tú eres el mejor torero que conocido. Delante de ti, yo me quito el sombrero, y no me quito la cabeza porque la necesito para torear".
Mascarilla del difunto Salvador
La amistad que mantuvieron en vida quedó confirmada con ocasión del fallecimiento de Frascuelo. Este había pasado la última etapa de su vida en Torrelodones, donde en más de una ocasión, por voluntad del rey, se detuvo el tren real en la pequeña estación del pueblo para que el monarca estrechara las manos del que un día fuera uno de los toreros favoritos de la aristocracia.
Aquejado de traidora pulmonía, por indicación de su yerno el doctor Porras, se le trasladó al domicilio de éste en Madrid (Arenal, 22),  y pese a los cuidados de los médicos que le atendieron, encabezados por el doctor Pérez del Hierro, el 8 de marzo expiraba uno de los más brillantes astros del firmamento taurino.
Mausoleo de Lagartijo. Cementerio Virgen de la Salud
Informado del suceso, Rafael Molina, que apenas había salido de Córdoba desde su retirada, se desplazó expresamente a Madrid para presidir el fúnebre cortejo. Cuentan, que al llegar a la sala donde yacía el cadáver se deshizo de la compañía del espada Lagartijillo y el picador Chano y entró solo. Al contemplar aquella rígida figura, cuyo enérgico rostro había labrado con hondas arrugas la gubia inexorable del tiempo, a la par que sus ojos se inundaban de lágrimas, cayó de rodillas, exclamando entre sollozos: "¡Pobre Salvaor!"… ¡Tanto luchá pa esto!”
Sin levantarse rezó durante largo rato, agarrotadas sus manos a las del Negro (como cariñosamente se le motejó) y la vista clavada en el compañero de tantas y tantas tardes de gloria. Allí estaban los dos frente a frente de nuevo, después de siete años de alejamiento. Pero en esta ocasión sin rivalidades ni rumor de clamores, en silencio. Hubo necesidad de sacar a Rafael del aposento, y sin que apenas le saliese la voz del cuerpo repetía una y otra vez: "¡Pobre Salvaor!... "¡Pobre Salvaor!...”
Así correspondió el califa con el único rival verdaderamente auténtico que había conocido en su larga ejecutoria profesional.
Rafael Molina Sánchez Lagartijo y Salvador Sánchez Povedano Frascuelo, no cabe la menor duda, llenaron uno de los periodos más sobresalientes y emotivos de cuantos ha conocido la densa historia de la tauromaquia.

Del libro LAGARTIJO EL GRANDE, CENTENARIO DE UN CALIFA DEL TOREO, del que es autor Rafael Sánchez González, editado por El Semanario La Calle de Córdoba en el año 2000.

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